Se despertó sobresaltado. Empapado en sudor. Con el corazón por encima de las cien pulsaciones. Esta vez no había sido la pesadilla, “su pesadilla”, aún no había llegado al momento en que se despertaba, todas las noches, todos los días, daba lo mismo cuándo y cómo se durmiese, la forma de despertarse era siempre la misma.
Retiró la sábana, estaba chorreando. Se volvió. El torso de Francesca quedó a la vista. Su respiración era pausada, tranquila, siempre lo era. Observó su espalda, trató de concentrarse en su piel para intentar reducir su ritmo cardiaco. Apartó más la sábana, Francesca no era especialmente bella, tampoco su cuerpo era escultural, pero desde que se encontraron no se habían separado un solo instante. Sentía algo por ella, no era solo gratitud, era algo más, tal vez incluso amor, pero sobre todo amaba y admiraba su inteligencia.
Una punzada de dolor le nació en la pierna derecha, esa pierna que ya no estaba unida a su cuerpo que, simplemente, ya no estaba. Ni siquiera pudo recogerla, enterrarla, darle cristiana sepultura. Incluso la legislación era clara respecto a la forma de actuar ante los restos humanos. Si esos restos eran de entidad suficiente, como en el caso de la amputación de un miembro, su miembro, su pierna, esos restos debían recibir el mismo tratamiento que si un cadáver completo fuese. Él ni siquiera había podido recogerlo. Pasó los dedos de su mano recompuesta por el muñón, la piel estaba extremadamente sensible.
La radio sonó interrumpiendo sus pensamientos. Cinco cortes. Eso era lo que le había ahorrado revivir una vez más el final de su pesadilla.
—¿Es la radio?
Francesca se había incorporado y se frotaba los ojos con el dorso de las manos, lo mismo que lo haría una niña pequeña.
—Amos se incorporó sobre la pierna izquierda y se impulsó a saltos hasta la mesa donde descansaba la radio. Realizó seis cortes continuados, no demasiado seguidos, esa era la contraseña, la manera de comunicar que eran ellos los que habían recibido y entendido su mensaje, tras eso aguardó en tensión.
Francesca se enfundó en una camisa larga y caminó hasta él.
La radio volvió a crepitar. Cuatro cortes esta vez.
—Hacía mucho que no empleaban tantos vehículos y nunca habían salido de día —Amos miró la hora de su reloj— son casi las cuatro de la tarde —la noche anterior había sido complicada y las noticias que acababan de llegar no presagiaban nada bueno.
—¿Crees que nos han descubierto?
Amos negó con la cabeza.
—¿Entonces?
—Tiene que ser por el cargamento de ayer.
—¿Tiene que ser? ¿Y si no es?
—Lo que quiera que salieron a buscar debe ser muy importante para ellos. Por eso van de día y no aguardan a que anochezca.
—¿Por qué no lo preguntas? ¿Hacia dónde se dirigen? Asegúrate.
—No, es peligroso.
—Solo será un momento. Así sabremos si estás en lo cierto.
—¡NO! —Levantó la voz Amos más de lo que hubiera deseado— perdona, no quise gritarte, lo siento. No podemos enlazar. Los equipos del Vaticano son extremadamente potentes, podrían descubrirnos en el momento que hablemos. Esa gente sabe lo que hace. Nada de palabras, solo cortes.
—¿No pueden descubrir los cortes también?
—Es, es más complicado. Aunque nos interceptasen, solo es ruido, no podrían precisar la procedencia. Por ahora no saben que existimos y… deben continuar ignorándolo. Esa gente es peligrosa, muy peligrosa.
Francesca asintió en silencio.
—Llama a Clémentine, por favor. Por favor Francesca…
Cuando salió realizó cinco cortes, uno más, había comprendido su mensaje, esperó unos segundos y realizó tres cortes más, los emboscarían de nuevo. Código completado. Nunca emitían, en caso de comunicación urgente, algún miembro de cada equipo se desplazaba sobre el terreno hasta allí. Los chicos eran muy buenos en eso, los mejores, mucho mejores que los adultos. Ellos habían comprendido la nueva realidad que les tocaba vivir y se habían adaptado mejor a ella, sin cuestionársela más de lo necesario. Para ellos se trataba de un juego, un juego de supervivencia, el juego más real, nunca jugarían a uno más real.
Una preciosa adolescente de grandes ojos marrones y permanente sonrisa entró en la habitación seguida de Francesca. Como siempre, llevaba el largo pelo moreno recogido, no en una coleta perfecta sino doblado y sujeto con una goma de forma descuidada. Pantalones vaqueros azules ajustados, cortados por ella misma por encima de la rodilla. El mismo suéter negro ajustado que ya comenzaba a dejar entrever la aparición de unos prometedores senos. Ningún arma. Ellos no se enfrentaban con los zombis, no habrían podido vencerlos, los utilizaban en su favor y si no podían hacerlo los rehuían: nunca luchaban. Aún con el aire indiferente, que siempre parecía envolverla, resultaba una joven realmente atractiva.
—¿Ocurre algo?
Francesca cerró la puerta tras ella.
—¿Recuerdas el lugar de la última emboscada?
—Fue anoche, claro, lo recuerdo. La montamos en la estación de tren.
—En efecto. Creo… creo que van a volver al mismo sitio. Creo que el vehículo que abandonaron transportaba algo muy valioso para ellos.
—¿Y cómo lo sabes? —Clémentine miró a Francesca— ¿Cómo lo sabéis?
—Han avisado, salieron hace unos minutos.
—¿Ahora? ¿Por el día? Dijiste que nunca saldrían por el día, que era peligroso.
—Lo es, es peligroso, al menos más que por la noche, ya lo sabes, los zombis… bueno, ya lo sabes.
—¿Por qué estás tan seguro de que van al mismo sitio de anoche? ¿Cómo sabes que se dirigen a la estación?
—De no ser así habrían esperado a que anocheciese, lo mismo que las otras ocasiones. Estoy en lo cierto, seguro.
—Vale, y quieres que montemos otra emboscada en el mismo sitio, lo pillo.
—No, no en el mismo sitio —el desparpajo de la joven a veces le confundía.
—¿No? ¿Dónde entonces? ¿Cómo podemos saber por dónde van a pasar? Has dicho que iban al mismo sitio —Clémentine miró a Francesca de nuevo, ahora con aire más preocupado.
—No sabemos por donde pasarán, puede que no sigan el mismo camino que ayer, pero sí sabemos por dónde tienen que regresar.
—El puente.
—Eso es.
—Ya hablamos de eso, tú dijiste que si los emboscábamos en el puente sabrían que conocíamos sus movimientos. Nos descubriríamos.
—Si lo hacemos… si lo hacéis bien puede que no quede nadie.
La joven asintió.
—Las baterías no están completamente cargadas, no han transcurrido veinticuatro horas, estuvieron funcionando anoche.
—Servirá, el puente es un lugar mucho más concreto, más fácil de envolver, pero…
—Ya, en caso de peligro lo primero somos nosotros.
—Eso es y…
—Y nunca pasar al otro lado del río.
La chica sonrió despreocupada y se encaminó a la puerta.
—Clémentine, tened mucho cuidado. Creo que esta vez él va con ellos.
—Claro, tranqui, sabemos cuidarnos.
La chica salió de la habitación. El silencio que dejó podía amasarse.
—Es solo una niña —Francesca se asomó a la ventana que daba a la habitación contigua y miró a través de ella con los brazos cruzados sobre el pecho— podríamos estar mandándola a la muerte, y a los otros también.
—Todos nos dirigimos hacia una muerte cierta, tú, yo, ellos, todo el mundo.
—Es solo una niña, son solo niños —insistió.
—¿Crees que no lo sé? ¿Crees que no me duele verlos marcharse y quedarme aquí? ¿Cómo crees que me siento? Clémentine es una persona extraordinaria. Recuerdo la primera vez que la vi, que la vimos, la primera vez que los vimos a todos. En cierto modo es parte de mí, todos lo son, todos lo sois.
Francesca permaneció en silencio, observándole.
—Espero que tengas razón. Espero que todo esto no sea solo una cuestión de venganza, tu venganza, de verdad que lo deseo.
Tras terminar la frase la mujer dio media vuelta y se dirigió a la puerta de salida, al pasar junto a Amos le recogió la muleta del suelo y se la puso en la mano.
—Voy a ayudarles con los preparativos.
En el momento que se cerró la puerta la muleta escapó de sus manos. Amos hubo de apoyarse sobre la mesa para no caer. La única pierna que le quedaba le temblaba de forma incontrolada. Se sentó en la mesa y llevó las manos al muñón. Cerró los dedos con fuerza, apretó hasta sentir dolor. El dolor era vida, es lo primero que aprende un soldado. Cerró los ojos y dejó que su mente viajase al pasado, al centro de su eterna pesadilla, su pesadilla inacabada… de momento.
Volvió a sentir el aire fresco de la mañana en su rostro, el aroma de las flores de los jardines del Vaticano. El dolor de los dedos rotos de su mano, el tormento que le provocaba su pierna fracturada, la humillación que invadía su corazón al tiempo que su cerebro recobraba la consciencia. El vértigo que lo sacudió al verse sujeto por la mano del asesino. El odio que se apoderó de él, el deseo de matar, la pequeña satisfacción de comprobar la humanidad del invasor al ver la sangre brotar de la herida de su barbilla. Lo interminable que puede llegar a parecer el tiempo que tardó en recorrer los cuatro metros desde lo alto de la muralla hasta el suelo. La nueva oleada de dolor procedente de su clavícula lastimada. La efímera esperanza al pensar que aún podía escapar a su destino. La impotencia más absoluta al ser consciente de su error. El sonido de la carne de su pierna al ser desgarrada por los dientes de ese chico, sí, ese chico transformado cuya cara nunca podría olvidar. Cómo olvidar al único ser que le había clavado los dientes en su carne, que había estirado hasta desgarrar ropa, piel, tendones, músculos. Cómo olvidar al ser que le estaba condenando a muerte, a una muerte eterna. El odio que volvió a invadirle al comprobar que el monstruo que había asaltado el Vaticano ni siquiera lo consideraba digno de perder unos pocos segundos para comprobar cómo moría, como perdía su humanidad. Volvió a ver los rasgos desencajados de ese chico, sus ojos oscuros de capilares reventados, su piel otrora morena y en ese momento mortecina, sus cabellos sucios, alborotados y grasientos. Su camiseta del Milán. El punto álgido de su pesadilla, el instante en el que comenzó su salvación.
El chico salió despedido y su cabeza chocó contra la puerta de un Fiat próximo, el nombre de Pirlo serigrafiado en su espalda le pareció grotesco. Entonces fue cuando vio a Francesca por primera vez. La vio coger la espada que el asesino había clavado en la hierba, vio como la limpiaba sobre su propia falda para, al momento, descargarla con todas sus fuerzas contra su pierna. Un solo golpe fue suficiente para cercenarla, para contener la infección antes de que se apoderase de su organismo. El dolor que sintió saturó su cerebro. Recordaba cómo se sintió desvanecer. Pero ella se lo impidió. No podría haber cargado con él para escapar de los zombis. Recordaba cómo se había echado su brazo, con la clavícula dolorida, sobre sus hombros. Cómo lo arrastró alejándose de los zombis que los perseguían. Recordó el olor de sus cabellos, de la piel de su cuello. Cada persona tiene un olor propio, personal, inconfundible. El aroma que despedía Francesca era… maravilloso, siempre.
Ayudándole a subir lograron esconderse en el primer piso del edificio situado frente a las murallas del Vaticano, las murallas desde las que le habían arrojado. Tenía gracia. Durante casi un mes permanecieron allí, ocultos frente a su enemigo.
Francesca lo salvó, o tal vez fue Dios, tal vez Su Santidad había intercedido por él y le había enviado a su ángel de la guarda. Francesca era cirujana en el Policlínico de Roma. Había contenido la hemorragia y curado sus heridas, al menos las físicas.
Durante el tiempo que transcurrió entre el momento en que el chico le mordió y el momento que ambos comprendieron que no se transformaría en uno de esos seres, Amos no había dejado de evocar su pasado, su infancia, toda su vida. Sus felices días en Berna, los veranos pasados en las montañas. Su establecimiento en Roma para estudiar la carrera de ingeniería aeronáutica. Su ingreso en la Guardia Suiza. La locura que siguió a la infección. La muerte de sus amigos, de sus compañeros, muchos de ellos a sus manos. La invasión del Vaticano.
Esa era su historia particular, ese era su pasado. Se había salvado. Francesca le había salvado. Además de ser una excelente cirujana poseía unos infinitos conocimientos de la ciudad de Roma, de sus ruinas, de sus escondites, eso la había permitido sobrevivir desde que se desató la infección. Gracias a ella habían logrado establecerse en el lugar que ocupaban ahora. No se trataba de un sitio inexpugnable, sobre todo para la clase de personas que habían invadido el Vaticano, pero contaba con unas posibilidades que les permitían aprovechar la existencia de su otra gran preocupación: los zombis. No es que no pudiesen invadirlo, todo lo contrario, los zombis formaban parte de su estrategia de defensa, una parte fundamental.
Desde el minuto siguiente en que fue consciente de que no se iba a transformar en una de esas cosas supo que tenía que aprovecharlas a su favor. Tenía claro que nunca podría enfrentarse cuerpo a cuerpo con los muertos, ya no. Tampoco con los invasores, los había visto luchar, combatir. Posiblemente solo existía un ejército capaz de enfrentarse a una fuerza militar como esa: un ejército de zombis. Sus conocimientos de aeronáutica, el encuentro de todos esos jóvenes y de Gio, y un poquito de suerte, habían hecho el resto.
Sí, el futuro, su futuro, solo perseguía una meta: matar a ese hombre, liberar a la Humanidad de ese demonio. Una vez hubiese alcanzado ese objetivo todo lo demás daría lo mismo, así que, sí, Francesca estaba en lo cierto. Sí. Se trataba de su venganza. Una venganza que no podía ejecutar por sí mismo pero que estaba seguro de alcanzar. Una venganza por la que estaba dispuesto a sacrificarse él y a toda persona que fuese necesario, ya se tratase de Clémentine o de la misma Francesca. Mientras ese hombre continuase respirando el mundo no sería un lugar seguro para nadie.
Una vez más recordó su rostro. Unas facciones que nunca olvidaría, unos ojos grabados en su retina, la sonrisa más cínica que había visto nunca, la prepotencia más intolerable, una venganza que no podía dejar de lado y, por supuesto, no quería.
@@@
En ese momento estaban atravesando el Ponte Sant`Angelo. El único que quedaba franco para acceder al margen Oeste del río Tíber. Evan sonrió. La idea de bloquear el acceso con vehículo a esa margen del río había sido suya. El último servicio proporcionado por los supervivientes de la Guardia Suiza, su última misión. Se llevó la mano a la cicatriz de su barbilla. Recordó el instante en que se produjo. Kool pensaba que si hubiesen logrado convencer a ese hombre tal vez las cosas no hubiesen tenido que acabar así, tal vez podrían haber sumado a los Guardias a su equipo. Él sabía que no. Había visto su mirada, conocía a esa clase de hombres, ese tipo era como él, nunca se habría sometido, habría muerto mil veces antes que rendirse. En ocasiones había fantaseado con la idea de encontrárselo deambulando con las facciones desencajadas, arrastrando su pierna rota; sería divertido.
Evan extendió el plano sobre sus rodillas. Se había estudiado el recorrido de memoria. Lo había repasado una y otra vez con todos los Jefes de Unidad. En cabeza iba Kool, luego él, después Alma y en retaguardia Yess. En cada uno de los vehículos viajaban dos escoltas.
Observó las calles a medida que avanzaban entre ellas. El estado en que se encontraba la ciudad le producía dolor. Desde que habían invadido el Vaticano apenas había salido media docena de veces. Amaba Roma, la amaba desde siempre. Si algo lamentaba era haber ayudado a convertirla en lo que era ahora: una ciudad fantasma poblada de muertos andantes.
Se adentraron en la Piazza Venezia, pasaron por delante del Monumento a Víctor Manuel II. Apartó los últimos pensamientos; le hacían débil. Por un momento se avergonzó de sí mismo, se alegró de que nadie pudiese conocer sus sentimientos. Su lado más oscuro volvía a imponerse. Empuñó la pistola y apuntó a la cabeza de uno de los zombis que intentaban alcanzar el vehículo.
¡FLOP!
Su cerebro estalló como una sandía esparciendo sangre en todas direcciones. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, la carne, los huesos, los músculos de los zombis no tenían la misma consistencia que la de los vivos. Eran más blandos, más débiles, más quebradizos, y menos mal, en caso contrario habrían resultado prácticamente imposibles de matar.
Apuntó a un nuevo zombi. El proyectil penetró por el ojo derecho y salió por su coronilla, el pobre diablo cayó hacia atrás sin saber qué era lo que ocurría.
Encararon la Via Nazionale. Estaba relativamente despejada de coches. Casi toda la ciudad lo estaba, la gente había intentado escapar con sus vehículos particulares, determinados accesos en sentido de salida se encontraban colapsados, impracticables, pero la parte positiva de eso era que la circulación por las calles más anchas de Roma era bastante sencilla, en los callejones se podía encontrar algún tapón provocado por vehículos abandonados o accidentados, o estructuras que habían colapsado tras un incendio que nadie había acudido a apagar pero en las grandes avenidas siempre se lograba hallar la forma de avanzar.
Alcanzaron la Piazza Esedra. Kool detuvo el convoy como habían acordado. Evan no creía la teoría de la conspiración de Kool, sencillamente era imposible. Y era imposible por dos razones. La primera era obvia: nadie era capaz de controlar de forma alguna el comportamiento de los zombis. La segunda era igualmente determinante: nadie se habría atrevido a enfrentarse abiertamente con ellos. Él lo sabía, pero tenía que conseguir que Kool se convenciera por sí mismo, no podía, simplemente, ordenarle que lo olvidase, debía demostrárselo. De ahí su idea de salir por el día, por eso el regresar a la Terminal. Kool no habría aceptado otra cosa. De ahí también que hubiese organizado ese convoy. En un principio pensó salir los dos solos, ellos nada más, pero en ese caso Kool podría haber pensado que dudaba de sus palabras, de su juicio, que no le concedía la atención que debía. No podía permitirse perder a Kool. Ya había perdido a Sienna… a Luca, no perdería a Kool también.
Se detuvieron en la Piazza del Cinquecento, justo enfrente del acceso principal a la estación. Kool descendió, observaba en todas direcciones, llevaba el fusil a punto, el dedo en el disparador. Esperaba que, de un momento a otro, una horda de zombis domesticados se le echasen encima. Vio caminar a su segundo hasta el vehículo que abandonaron la otra noche, vio como lo inspeccionaba de arriba abajo, con precisión, con profesionalidad.
Evan lo estudió también. La luna delantera estaba reventada y la puerta del conductor había desaparecido. Había jirones de carne descompuesta enganchados en la chapa. Las multitudes zombis llevaban muchos efectos colaterales asociados. Eran como una estampida de búfalos, lo arrasaban todo. Su avance era lento, por momentos desesperante, pero al final resultaba imparable. Evan había sido testigo de cómo una turba zombi avanzaba, desplazaba coches, llegaba a volcarlos, derribaba vallados, incluso hacía caer muros. Eran auténticas avalanchas en las que los primeros resultaban aplastados, reventados, pero daba lo mismo, al resto no le preocupaba, no tenían conciencia, seguían sin pensar, solo atendían a sus instintos más primarios. Se dirigió, tratando de apartar esas imágenes de su cabeza, junto a su segundo.
—¿Continúa ahí el material que sacasteis anoche?
La pregunta era absurda, se veían las cajas que habían usado para transportar los circuitos que habían logrado desmontar pero Evan quería que Kool se concentrase en otra cosa que no fuera demostrar su teoría.
—No estoy loco. Sé lo que vi.
Kool no era estúpido, se había dado cuenta de todo, sabía lo que Evan intentaba.
—Quiero examinar la estación. Vosotros podéis aguardar aquí fuera.
—Kool —no hizo caso a su llamada y continuó— Kool, espera joder, voy contigo.
Se dirigió corriendo tras él. Al pasar junto a Yess la ordenó establecer un perímetro y permanecer alerta.
Roma Termini constituía, conjuntamente con la estación Tiburtina, la estación de ferrocarril más importante de la ciudad de Roma y una de las principales de Europa. Se ubicaba en el barrio romano de Termini, justo enfrente de las Termas de Diocleciano Termini, sobre la Piazza dei Cinquecento. La estación era parte de la zona de Esquilino, nombre que derivaba de una de las siete famosas colinas de Roma.
Evan amaba Roma, conocía su historia, sus monumentos, sus construcciones, sus ruinas, incluso sus traiciones.
El primer edificio, diseñado por Bianchi, databa de 1867. Sin embargo, fue demolido en 1937 para dar paso a una nueva estación con motivo de la Exposición Universal de 1942. Debido a la Segunda Guerra Mundial la Exposición fue cancelada y las obras se detuvieron hasta después de la caída de Mussolini en 1943. Comenzada por Angiolo Mazzoni, fue terminada por los arquitectos Eugenio Montuori y Annibale Vitellozzi, inaugurándose en 1951. Ahora era un referente y un contraste de modernidad dentro de la ciudad eterna, bueno, ahora no era referente de nada y lo único eterno ya en Roma eran los zombis.
Alcanzó a Kool y se situó a su lado. Juntos se adentraron en la Terminal. La estación constaba de tres plantas, la inferior; que básicamente facilitaba el acceso a los andenes para evitar cruzar sobre los raíles y comunicaba la estación con las líneas de Metro. La planta baja; más extensa, que proporcionaba acceso directo a los andenes primeros. También era la zona más comercial. La planta superior solo estaba dotada de comercios y restaurantes y una zona de dependencias de control de funcionamiento de la estación. A una de esas dependencias era a la que se habían dirigido la noche anterior para conseguir los circuitos que necesitaban.
El hall de la estación era extenso, los amplios ventanales dejaban pasar la luz del día, mientras no se adentrasen demasiado no necesitarían hacer uso de las linternas ni de los visores que ahora descansaban en sus fundas. Los dos se detuvieron frente a una hilera de máquinas expendedoras de billetes. Ahora agonizaban apagadas, con multitud de tickets que ya nadie sacaría en su interior.
El suelo rebosaba de papeles, hojas de periódicos de hacía ya demasiados meses. Vasos de plástico, cristales, restos podridos de comida y otros de dudoso origen. Huellas de manos ensangrentadas en puertas y escaparates. Manchas en paredes testimonio de la lucha que había enfrentado a zombis y supervivientes. Olores contrapuestos y ninguno agradable. El edificio vacío producía ruidos que el eco amplificaba, sus pisadas, cables que colgaban, marquesinas que amenazaban con terminar de caer.
El sonido de unos pasos los puso en guardia a los dos. Se orientaron hacia él. No tardaron en distinguir un grupo de cuatro perros famélicos que se dirigían hacia ellos a la carrera. Evan los encañonó, Kool, por el contrario se volvió girando en todas direcciones.
—Atento Kool, se dirigen hacia nosotros.
—No es de los perros de lo que te debes preocupar, los perros no nos atacarán, creo que si supieran nos rogarían que les lleváramos con nosotros.
Evan no se confió, continuó apuntando a los canes hasta que estos les sobrepasaron. Luego se volvió para escudriñar el lugar por el que habían aparecido.
—Deberíamos salir de aquí, esto no tardará en llenarse de zombis.
Kool retrocedió hasta que su espalda chocó contra una de las máquinas de billetes. Evan se volvió hacia él, vio su sudor, los tendones de su cuello parecían a punto de romperse, los nervios de su amigo estaban a flor de piel. Un ruido procedente de una de las escaleras mecánicas, ahora detenidas, les hizo adelantarse para intentar descubrir a qué se debía. No les costó mucho. Un zombi había rodado desde la planta superior. Sus dos piernas se habían fracturado y ahora avanzaba hacia ellos arrastrándose y sin dejar de gruñir. Evan lo alcanzó de dos zancadas y reventó su cráneo de un pisotón.
—Tranquilo Kool, son solo zombis, deambulan por todas partes, ya lo sabes.
Kool estaba de todo menos tranquilo, avanzó hacia el lugar del que habían venido los perros. Se detuvo a escuchar frente al escaparate de una tienda de Nike, el interior estaba revuelto, ropas y zapatillas tiradas por todas partes, como si acabase de terminar una jornada brutal de rebajas.
No lo vio venir, tampoco lo oyó. El zombi se lanzó sobre él. Se habría visto sorprendido de no ser por el escaparate. Sobre la luna, ya sucia, quedaron restos de los dientes del zombi. Lejos de desistir, se volvió a lanzar contra la luna otra vez, y otra. No buscaba una salida, intentaba atravesar el cristal sin más. Evan se aproximó a su amigo y le puso la mano en el hombro.
—Son así, trozos de carne que se mueven, no son capaces de pensar, míralo, solo parará cuando su cabeza reviente, no piensan, no razonan, no se organizan.
—Sé lo que vi, y no fue solo una vez.
—Consigamos unos cuantos circuitos más y regresemos.
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Clémentine observó a los grupos de chicos con los que avanzaba. Cuatro equipos de tres personas cada uno. Ninguno de ellos iba armado, nada, ni pistolas ni cuchillos, ningún arma. Su cometido no era enfrentarse a los zombis. Su trabajo y su supervivencia se supeditaba a esa máxima: nunca se luchaba con los zombis, siempre se rehuía el contacto, se pasaba entre ellos, sustrayéndose a sus brazos, a sus manos. No podía ser de otra forma, eran demasiado pequeños y débiles, no podrían luchar cuerpo a cuerpo con los zombis. El sistema era simple, y funcionaba. Hasta ahora no habían perdido a nadie pero siempre se preguntaba cómo actuarían si alguno se viese rodeado de zombis ¿Lo abandonarían sin más? ¿Lucharían de la forma que fuese para ayudarle? ¿Sería ella capaz de dejar a uno de esos niños atrás? Un escalofrío recorrió su cuerpo mientras intentaba alejar ese pensamiento.
Caminaban por las calles, de momento avanzaban juntos hasta el lugar en el que se irían separando para cubrir los cuatro puntos y preparar la emboscada a sus enemigos.
Clémentine los veía correr en silencio, avanzar agachándose, esquivando manos y bocas podridas, utilizando los obstáculos dispersos por las calles en su propio beneficio. Los chicos y chicas saltaban al morro de un coche, de él al techo, de este a otro. Usaban una pared vertical para esquivar un zombi e impulsarse lejos de su alcance. Era algo que practicaban casi a diario y que debían haber aprendido antes de poder realizar el tipo de misión que tenían entre manos.
Amos se había encargado de establecer los protocolos de actuación, la constitución de los equipos, el acondicionamiento de los pisos francos por toda Roma, la no utilización de armas ni de medios de transmisión que pudiesen ser interceptados. También, con ayuda de Gio, había ideado el sistema que usaban para llevar a cabo las emboscadas.
El adiestramiento y entrenamiento de los chicos y chicas para que fuesen capaces de sobrevivir fuera por sí mismos era cosa suya. Ella les enseñaba como debían desplazarse entre los zombis como fantasmas, casi sin ser vistos. Ella les decía como debían vestirse, ropa siempre poco llamativa, de colores oscuros, siempre muy ceñida y poco elástica de modo que fuese muy difícil para el zombi conseguir atrapar a alguno de ellos. Las mochilas que portaban también iban ceñidas y sin ninguna correa colgando, nada que los zombis pudiesen agarrar fácilmente. Siempre se viajaba con muy poca carga. Si era necesario reabastecerse de algo se acudía a alguno de los pisos francos repartidos; en ellos siempre había alguien, dos personas mínimo, dos chicos. Ahí se podía hacer noche, retomar fuerzas, alimentarse, beber.
Ella era la encargada de enseñarles todo eso y, además, de entrenarlos en el uso de los obstáculos urbanos en su propio beneficio. Recordó las interminables jornadas de parkour en su ciudad, Marsella, con sus amigos. Las lágrimas amenazaron con desbordarse, siempre le ocurría cada vez que echaba la vista atrás. Se limpió con el dorso de la mano para evitar que ninguno de los chicos se diese cuenta. Ella había tenido suerte. Ahora lo veía. Por el contrario, cuando se desató la infección y quedó en Roma aislada, sola, se sintió desgraciada, asustada, incluso culpable. Culpable por ser la única de todo el grupo de su colegio en salvarse. Desgraciada por ser consciente de que nunca más volvería a volver a ver a sus padres, a su hermana Natalie, a sus amigos, a su perro Bastian.
Recordó lo contenta que se había sentido al lograr convencer a su padre de que la permitiese ir al viaje de fin de curso. Ese año se había esforzado mucho, había estudiado más que nunca. Sus notas y su comportamiento habían sido decisivos para vencer la resistencia de sus padres a dejarla viajar tan lejos. Recordó el viaje en avión, nunca había volado, de hecho, nunca antes había salido de Francia. El reparto de las habitaciones en el hotel. Ella había conseguido compartirla con Denise, su mejor amiga. El viaje había sido complicado, ya se comenzaba a hablar de una epidemia. El colegio estuvo a punto de suspenderlo. Ojalá lo hubieran hecho.
Nada más aterrizar en Roma las cosas se torcieron cada vez más deprisa. Conforme avanzaban las noticias sobre la infección y acerca de los muertos que regresaban a la vida, la situación no dejó de empeorar, a los tres días de estar en Roma, sin apenas haber abandonado los muros del hotel, intentaron regresar. Fue imposible. A sus padres tampoco les permitieron volar en su busca. El espacio aéreo francés fue de los primeros en cerrarse, el italiano sería de los siguientes. Las comunicaciones, lo único que les mantenía unidos con sus familias, comenzaron a fallar, hasta que un día ya fue imposible contactar con su país. Luego todo se descontroló, el interminable crecimiento de los casos de muertos que resucitaban multiplicando, a su vez, los casos de infección. La invasión del hotel, la huida de todos sus amigos; a muchos los vio desaparecer escapando de los zombis, a otros, como a Denise, los vio caer delante de ella, vio como se la comían. Lo vio todo antes de huir. No había vuelto a encontrarse con ninguno.
El posterior proceso de adaptación en ella fue relativamente rápido. No tardó en comprender las nuevas reglas del nuevo mundo: evitar que los zombis te comiesen y evitar que los humanos supervivientes te mataran o te esclavizasen, no había más.
Observó de nuevo a los pequeños. Antes de partir del refugio les había reunido y les había explicado lo que se disponían a hacer, siempre era así, siempre les informaba y verificaba que tuviesen todos claro su cometido, así se implicaban mejor y se sentían importantes, sentían que formaban parte de algo grande. En todas las ocasiones, ni uno solo de los pequeños había cuestionado lo que se proponían hacer. No se les ocultaba que la finalidad última de esas emboscadas que montaban era matar a los hombres, mejor dicho, hacer que los zombis matasen a esos hombres. No se cuestionaban el fin, ni la moralidad de sus actos. Confiaban en Amos, en Francesca, en ella misma. Esos hombres eran malos, sabían lo que eran capaces de hacer, sabían lo que le habían hecho a Amos, él se lo había contado con toda franqueza en toda su brutalidad. De hecho, no actuaban así contra todos los hombres, solo contra esos mercenarios que se habían apoderado del Vaticano asesinando a sus defensores. Con los otros hombres que se pudiesen tropezar la forma de actuación era diferente, los rehuían, se ocultaban y… nunca los llevaban al refugio.
En más de una ocasión habían ayudado a adultos, les habían facilitado comida, bebida, auxilio puntual con los zombis, pero nunca les habían conducido a su refugio. Amos y Francesca eran muy claros respecto a eso, inflexibles. Nunca se acogía a adultos. Cuando hallaban niños perdidos el protocolo era diferente. Se les salvaba, se les facilitaba lo que pudiesen necesitar y se les daba la oportunidad de elegir si querían unirse a ellos. En todo ese tiempo, ni uno solo de los pequeños que se habían encontrado había rehusado su ayuda, todos se habían integrado y ninguno había decidido dejarles y marcharse por su cuenta.
En el grupo solo había niños, niños y niñas, sus edades iban desde los ocho años de Toni, ocho añitos solo, el benjamín, hasta los catorce, casi quince de ella. Veintisiete niños y veinte niñas. No era por ningún tema enfermizo, nadie maltrataba a los menores ni se abusaba de ellos, aunque, a decir verdad, en un principio llegó a pensarlo. Lo cierto era que le había resultado raro pero no, no se trataba de eso. El motivo era lógico y razonable. Los menores tienen una mayor capacidad de adaptación, la mente más abierta. Tienen menos que recordar y no les cuesta tanto encontrar su nuevo rol y adaptarse a él. Eso era cierto, lo sabía, varios padres de los niños del grupo se habían suicidado, no habían superado la situación, algunos incluso habían tenido que escapar de ellos para evitar que les obligaran a suicidarse juntos.
Los adultos, por el contrario, venían con su mochila de traumas a la espalda, llena. Eran imprevisibles. Se enfrentaban por todo, por lo que habían perdido y por lo que querían recuperar. Sus necesidades eran las mismas que antes de la infección pero los medios de satisfacerlas habían cambiado, ahora eran más laxos; uno cogía lo que necesitaba o quería sin temor a ninguna represalia legal, ni siquiera moral. No, no era una buena idea relacionarse con adultos.
Por otro lado, la tasa de supervivencia de adultos era más baja que la de los menores. Era lógico, los adultos se sabían y sentían obligados a cuidar de sus hijos, sobrinos, nietos, hermanos pequeños. Se arriesgaban para conseguir alimentos y en muchas ocasiones terminaban perdiendo la vida en su afán protector. Un día el padre salía en busca de víveres, de armas, de medicinas y… ya no regresaba. El desenlace era obvio: otro niño solo, aislado, indefenso.
En cuanto a ella, si todo eso no fuese suficiente tenía un motivo oculto, una razón secreta para desear la muerte de todos esos mercenarios asesinos. Mientras corría acompasando su ritmo al de los niños, saltando de una barandilla a un coche, de ahí a un muro, de ahí de vuelta al asfalto, repasó esos motivos una vez más.
Transcurría el mes de julio, recordaba el día, seis, miércoles, también recordaba la hora, las cuatro y cuarto de la tarde, un calor sofocante. Recorría los alrededores de los muros del Vaticano intentando encontrar algún hueco por el que colarse. Sabía que en el interior había gente, mucha gente, estaban organizados y podrían ayudarla. El tiempo transcurrido en soledad había comenzado a pasarle factura, necesitaba relacionarse con alguien. Sobrevivía bien, sin problemas, pero, simplemente quería, necesitaba, estar con más gente.
Avanzaba paralelo al muro cuando el griterío llamó su atención. Normalmente cuando eso ocurría, cuando se topaba con una fuente de sonido, un tumulto, lo que fuese, lo esquivaba y se alejaba sin pensarlo, pero esa vez no lo hizo. Quería encontrar a otras personas, a las personas que habitaban el interior de la Ciudad así que se acercó. No debió haberlo hecho y, una vez que se dio cuenta de lo que pasaba, debió haberse ido como en tantas otras ocasiones, pero esta vez no fue capaz.
Al aproximarse descubrió a los zombis, en el suelo, amontonados junto a uno de los muros. Gritaban y gruñían mirando hacia arriba con los brazos extendidos incapaces de entender que nunca podrían alcanzar lo que se elevaba sobre ellos. Cada vez aparecían más. Venían de todas partes atraídos por el ruido. Hubo de esconderse a conciencia para evitar ser descubierta. Pero Clémentine en esa ocasión se equivocó. Sí que consiguieron alcanzarlos, a todos.
Desde su posición fue testigo de la atrocidad, del asesinato, la barbarie, la maldad en estado puro. En lo alto del muro, varias decenas de soldados de la Guardia Suiza, vestidos con sus coloridos uniformes eran obligados a lanzarse al vacío, sobre la multitud de zombis que aguardaban su festín. Desde su escondite vio como unas mujeres, vestidas con los inconfundibles uniformes negros, golpeaban a los soldados en una pierna hasta fracturársela, a todos la misma pierna, la derecha, entonces los lanzaban al vacío. En ese momento no comprendió el macabro ritual, aún no conocía a Amos, más tarde entendería su enfermizo significado.
Desde su posición también vio como dos hombres permanecían impasibles ante todo ese horror, no, no solo era eso, uno de ellos dirigía a las mujeres, estaba al mando. Nunca podría olvidar su silueta musculosa, el halo de superioridad que desprendía, la gorra negra que cubría su cabeza, las gafas de sol que protegían sus ojos y, nunca podría olvidar tampoco, la cara perfectamente rasurada, la cicatriz que surcaba su barbilla; podría reconocer esa cicatriz en cualquier sitio.
Más tarde, cuando encontró a Amos o, más correctamente, cuando él la encontró a ella, supo quién era aquel hombre, supo su nombre: Evan. Amos se lo contó, se lo contó del mismo modo y con las mismas palabras que después le había visto hacerlo con cada uno de los chicos que había acogido, sin variar una coma. Entendió entonces el significado del ritual y se alegró de saber que la cicatriz del rostro acompañaría a aquel hombre de por vida.
Por el contrario, ella no compartió su secreto con él. No podía, no debía. Sabía que si algún día Amos llegaba a descubrir lo que ese hombre había hecho con sus compañeros no dudaría en lanzarse cojeando contra las puertas del Vaticano sin importarle morir sin llegar a alcanzar su objetivo. Una vez más dio gracias a Dios por haber apartado a Amos de ese muro. Cuando lo conoció supo que su primer refugio había estado justo enfrente del sitio por el que el asesino le había lanzado; el mismo lugar del muro por el que luego lanzó a los zombis a los soldados de la Guardia Suiza supervivientes, de idéntico modo a como lo había hecho con él, rompiéndoles incluso la misma pierna. Habían abandonado ese refugio solo dos días antes. No, Amos nunca debía conocer ese secreto. Nunca.
Sin casi darse cuenta habían alcanzado ya el punto inicial. Despidió al primer grupo y continuó con el resto hasta la siguiente posición. Cuando dejó al tercer equipo, se dirigió con el suyo a la última localización. El plan era sencillo, siempre el mismo. Desde lugares elevados, las terrazas de alguno de los pisos francos si los había cerca, o la terraza de alguno otro que supiesen que era segura, llamarían la atención de la mayor cantidad de zombis posible. Más tarde acabarían su maniobra de distracción y dejarían el camino de los asesinos plagado de muertos vivientes. Cada punto, debía ser capaz de visualizar al siguiente. No tenían medios de transmisión así que eso era una condición fundamental para poder llevar el plan a la práctica.
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Regresaban por el mismo camino que habían traído. Evan circulaba en cabeza seguido de Kool, Alma y Yess. Lo más seguro hubiera sido cambiar de ruta, así lo había aconsejado Kool, pero Evan quería demostrarle que no existía ninguna conspiración zombi.
El camino había transcurrido sin incidencias, incluso más tranquilo de lo que Evan hubiera esperado. Dejaron el Corso Vittorio Emanuelle para coger la Via del Banco di Santo Spirito. Cuando se hallaban a mitad de la calle, nada más pasar el Arco della Fontanella, Evan detuvo el vehículo. Una jauría de perros cruzó por delante, giraron y tomaron la dirección que ellos habían traído. Nada más sobrepasar el vehículo de Yess, volvieron a girar y regresaron sobre sus pasos. Evan no podía dejar de observarlos, estaban aterrados. Avanzaron unos pocos metros y se detuvieron, se movían en círculo, cada vez se les notaba más nerviosos, sin saber qué dirección coger.
La radio del vehículo de Evan crepitó.
—Multitud de zombis a retaguardia ¿Me recibes? Se aproxima una riada de zombis.
Evan se encaramó al techo del todoterreno. Los perros continuaban en el mismo sitio, llorando, la mayoría se había orinado encima. Volvió la vista atrás. Era cierto, Yess llevaba razón, una marea de zombis se aproximaba, el ruido comenzaba a ser distinguible. Como era posible que una multitud así no se hubiera descubierto hasta ese momento, dónde estaban. Ellos habían pasado por allí solo unos instantes antes. Kool trepó a su lado.
—Te lo dije, está pasando otra vez.
Evan observó a su segundo. Ahora estaba más sereno, volvía a ser el soldado letal, se había quitado un peso de encima. Prefería tener razón que haber regresado al Vaticano sin novedad.
—Reconozco que es raro, los motores hacen ruido, supongo que nos habrán advertido al pasar antes y ahora…
—Y decidieron esperarnos. No Evan, debemos salir ya de aquí.
—Evan —una de las escolta de su vehículo llamaba su atención golpeando con el fusil sobre el techo— también vienen por delante, nos impiden el acceso al Puente, estamos atrapados.
Evan encaró los prismáticos en la dirección que le indicaba. La calle se había llenado de zombis. Estaban rodeados, solo les quedaba la posibilidad de escapar por la calle Vicolo del Curato. Evan regresó a su vehículo y aceleró hacia esa salida. Los perros les siguieron, eso era bueno.
En cuanto encaró hacia la única salida que les quedaba comprobó que algo estaba ocurriendo. Kool tenía razón, eso no podía ser casualidad. La estrecha calleja también se encontraba atestada de zombis, los perros dieron media vuelta. Detuvo el todoterreno a mitad de la calle. Los zombis estaban a unos treinta metros. Le hizo una señal a la soldado que ocupaba el asiento delantero para que condujese ella y luego habló por la radio:
—Dejad de disparar hacia atrás, concentrad el fuego al frente, tenemos que salir por ahí o no saldremos.
Una vez dicho eso descendió del vehículo.
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Clémentine estaba nerviosa, esa emboscada era la más complicada que habían llevado a cabo. La zona, en contra de lo que pensaba Amos, tampoco parecía ser la mejor. Había requerido de toda su atención. Había distribuido a cuatro equipos. Uno, que mandaba Adriano, en el cruce de la Via Paola con Corso Vittorio Emmanuelle, ellos eran los que darían el aviso de que llegaban. Un segundo equipo lo situó frente al Puente de San Angelo, ese lo mandaba Enrico. El tercero era el suyo, y se había colocado en la calle Vicolo del Curato, Leandro y Eva estaban con ella, eran muy impresionables y prefería mantenerlos controlados. Además tampoco quería que viesen lo que iba a pasar. Una cosa era tener la certeza de que lo que iba a ocasionar era lo que esas personas se merecían y otra que los pequeños tuviesen que ser testigos. Su grupo no atraería ningún grupo de muertos, había distribuido las baterías entre los otros tres. El cuarto equipo lo posicionó en el cruce de Via del Mastro con Lungotevere.
Un ruido de frenos llamó su atención. Se asomó con precaución. Era casi imposible que la descubriesen pero aun así no quería exponerse. Los cuatro vehículos se hallaban detenidos a mitad de la calle. Al frente tenían al grupo de zombis que había “entretenido” Enrico. Vio a dos hombres bajar de sus coches. Los primeros zombis aparecieron por su espalda, al comienzo de la calle; era su fin, el principio de su fin, siempre ocurría lo mismo. Ajustó las lentes y las fijó en uno de los hombres. Lo reconoció de inmediato, su porte, sus movimientos, seguramente la misma gorra, seguramente las mismas gafas de sol. Amos tenía razón, su jefe estaba allí, en esta ocasión se llevaría su merecido. Los soldados de la Guardia Suiza serían vengados.
Los dos hombres se adelantaron, el resto los cubría desde los vehículos. Sería inútil, siempre lo era, lo había visto antes, no solo en las anteriores emboscadas, también cuando la infección empezó, los zombis siempre ganaban.
Desde su posición fue testigo de cómo las filas de zombis iban cayendo bajo el fuego de los dos mercenarios, las armas no hacían ruido, apenas se oían los disparos, solo un leve susurro. Los zombis seguían cayendo. Los dos hombres llegaron hasta las primeras líneas. Iban armados con espadas de los soldados de la Guardia. El jefe, Evan, llevó la espada atrás y la lanzó contra el zombi que le atacaba, su cabeza resultó partida. Recordó que Amos le había explicado que cuando descubrieron como terminar con los zombis y, una vez que hubieron agotado casi toda la munición, tuvieron que usar las espadas. Las afilaron hasta que fueron capaces de cortar un pelo en el aire. Al siguiente lo golpeó en la rodilla, cuando cayó le disparó a la cabeza con la pistola que llevaba en la otra mano. El hombre que iba con él también se abría paso sin demasiada dificultad. En ese momento, Evan atravesaba el pecho de uno de los zombis, soltó la espada, disparó a la cabeza del que se le aproximaba por la izquierda, dio un paso adelante y hundió la hoja hasta la empuñadura, golpeó con la cabeza la cabeza del zombi y con una patada lo lanzó atrás. La espada volvía a estar en su mano. Los zombis continuaban cayendo bajo el fuego de los fusiles silenciosos. Los vehículos comenzaron a avanzar. No podía ser, era imposible, los zombis no perdían.
—Que te van a ver.
—¿Qué? —Leandro tiraba de su brazo.
—Que te agaches que te van a ver.
Clémentine pareció despertar de un sueño. El pequeño tiraba de su brazo hacia abajo. Con la tensión del momento se había ido incorporando y en ese momento asomaba medio cuerpo por la barandilla.
—Os dije que os quedaseis dentro —Clémentine se había agachado de nuevo.
—Estabas asomada y te iban a ver.
—Vale, gracias. Ve dentro.
Clémentine volvió a ajustarse los prismáticos.
Los dos hombres esperaban a que los coches llegasen a su altura. Subieron sin necesidad de que estos se detuviesen y desde ellos continuaron abatiendo cuantos zombis aparecían por el frente. Ellos no podían saberlo pero estaban consiguiéndolo, apenas quedaban unas docenas de filas, poca cosa para esos soldados. Parte de los zombis parecían haber tomado la calle adyacente. Siempre cabía la posibilidad de que ocurriera eso. Cuando la distracción cesaba, los zombis podían dirigirse hacia cualquier dirección, lo normal era que lo hiciesen al unísono hacia la primera fuente de sonido que llamase su atención, pero en ocasiones usaban caminos diferentes.
Los cuatro vehículos se abrieron paso sobre los cuerpos de los muertos. Los zombis iban cayendo bajo sus ruedas, los soldados no dejaban de disparar mientras los todoterrenos avanzaban aplastando miembros, reventando cabezas. Lo iban a lograr, iban a escapar. No podía ser. Doblaron la calle y Clémentine los perdió de vista. Amos no estaría contento.
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Evan encaró el Puente seguido de los tres vehículos, en esa ocasión habían tenido suerte. Observó a Kool, le miraba sonriente, la adrenalina inundaba su organismo, estaba exultante, igual que él mismo. Habían vencido, una vez más habían logrado derrotar a los zombis, aunque eso no era lo realmente importante. Atravesaron el acceso de entrada al Vaticano. Continuaron a toda velocidad hasta detenerse frente al Gobernatorato.
Todos permanecían en los vehículos, nadie bajaba. Intentaban procesar lo que acababan de vivir. Por fin Evan se apeó y, tras él, fue descendiendo el resto. Todos bajaron. Evan caminó hasta la parte delantera del vehículo. El frontal era ahora rojo, rojo sangre. En la parrilla del radiador había miembros enganchados, brazos, manos, todos los coches tenían el mismo aspecto. Observó a sus soldados y comprobó que no habían sufrido ninguna baja.
—¿Qué ha pasado ahí fuera?
Todos, excepto Kool, se fueron mirando unos a otros para terminar dirigiendo la vista al suelo, a algún punto equidistante a todos ellos.
—¿Qué coño ha pasado ahí fuera? —Gritó ahora Evan.
Kool se acercó hasta situarse frente a él.
—Ya te lo dije, te lo dijimos, ahora lo has visto con tus propios ojos.
—Nadie controla a los zombis, lo sabes, lo sé, lo sabéis —había levantado aún más la voz.
—No sé cómo lo hacen, atraen a los zombis a una zona y luego nos los azuzan.
—¿Azuzan? Han llevado a cabo una emboscada perfecta.
El tono había descendido notablemente, pero lejos de resultar tranquilizador había logrado disparar la ansiedad y el nerviosismo de todos. Quien más quien menos había sido testigo en alguna ocasión de algún arrebato de su Jefe, todos empezaban así y ninguno terminaba bien.
Evan fue encarándose a todos y cada uno de ellos, en silencio, cuando llegó al último volvió a su posición inicial.
—Yess, a mi despacho.
Todos respiraron aliviados, todos menos Yess.
Yess caminaba tras Evan, con su escaso metro y medio de estatura parecía un juguete al lado de él, iba cabizbaja, hundida. Sabía lo que venía ahora, no era la primera vez, de hecho, últimamente se estaba convirtiendo en una costumbre, algo que aunque quisiera, no podía evitar. No siempre había sido así, conocía a Evan desde hacía mucho tiempo. Antes siempre disfrutaba de sus encuentros, eran intensos, sí, por momentos incluso salvajes, pero siempre dulces, agradables, con respeto, un momento y una sensación que recordar. Pero todo eso había cambiado, no, había desaparecido. Sus compañeras comentaban que Evan había cambiado desde que habían llegado al Vaticano, ella retrocedía más en el tiempo, había cambiado desde un poco antes de la infección.
Se detuvieron frente a una puerta, como sospechaba no se dirigían a su despacho, Evan la levantó sin esfuerzo, la apoyó contra la pared y la besó con fuerza, con violencia, mordiendo sus labios, buscando su lengua. Sus pensamientos se vieron interrumpidos de la forma más salvaje. Colocó una rodilla contra la pared y la sentó sobre ella, Evan podía soportar mucho más que sus cuarenta y pocos kilos. Tiró de su chaqueta haciendo saltar todos los botones. Desgarró su camiseta y acto seguido arrancó su sujetador. Sus manos descendieron hacia su pantalón.
—¿Qué ha sido eso?
Yess yacía en la cama ligeramente acurrucada, completamente desnuda. Observó su ropa arrancada, dispersada por toda la habitación. Levantó la mirada hacia Evan, la observaba, esperaba una respuesta, también desnudo, frente a la ventana. Pensó que lo que acababa de ocurrir sería considerado en casi todos los países civilizados como una violación pero sabía que él no se refería a eso.
—Ya te lo dijo Kool, alguien maneja a los zombis —no tenía ganas de hablar, solo quería recoger su ropa y marcharse.
—Vale, ahora hay que responder a algunas preguntas: quién, cómo lo hace y por qué ¿Solo nos ataca a nosotros? ¿Cómo elige los puntos para sus emboscadas?
Estaba claro que no iba a poder salir de esa habitación hasta que Evan hallase respuestas, así que intentó concentrarse.
—No era tan difícil, teníamos que volver a pasar por ahí.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
—El Puente de San Angelo es el único que queda operativo, colapsamos todos los demás, ya lo sabes —pensó que, de hecho, lo había ordenado en contra de la opinión de Kool.
Evan giró la cabeza y la miró directamente a los ojos, sin moverse, sin pestañear. Yess pensó que tal vez su tono había reflejado su estado de ánimo, había ocasiones en que Evan parecía poseer poderes mentales, parecía ser capaz de leer tus pensamientos más íntimos. Instintivamente trató de buscar algo con lo que cubrirse, era inútil, las sábanas estaban recogidas a los pies de la cama.
Cuando comenzaba a valorar la posibilidad de levantarse e intentar vestirse Evan se giró y de varias zancadas se colocó frente a la mesa, extendió un plano y comenzó a recorrerlo con la mano realizando marcas sobre él.
—Estos son los puntos en los que os emboscaron ¿Verdad?
Yess se aproximó intentando cubrir su entrepierna. Observó los lugares señalados sobre el mapa.
—Falta el Altar de la Patria —lo señaló con el dedo y Evan hizo sobre él otro círculo.
—Marca todos los objetivos que hayáis explorado desde que llegamos al Vaticano —ordenó Evan tendiéndole el bolígrafo.
Yess hubo de levantar la mano para cogerlo, una vez más se sintió desnuda. Fue rodeando los lugares que recordaba.
—Creo que ya está, yo no he participado en todas las salidas.
—Pero sí en las que terminaron con emboscada.
Yess no supo si la afirmación contenía un reproche o solo constataba una realidad.
—Sí, en todas ellas.
Evan separó un poco el plano para poder abarcarlo mejor con la vista.
—¿Qué ves en el mapa?
Yess ni siquiera era capaz de mantenerse concentrada en el plano. Notaba como el cuerpo de Evan comenzaba a entonarse de nuevo y lo último que quería era soportar un nuevo asalto, no se veía capaz.
—Solo nos han atacado cuando hemos pasado al otro lado del río.
Evan parecía estar ahora hablando solo para él. Yess se separó y recogió su pantalón, su ropa interior estaba inservible. Se sentó en una silla y comenzó a ponérselo.
—¿Qué haces?
Yess se detuvo, se ruborizó involuntariamente al verse sorprendida.
—Tengo… tengo frío, quería vestirme.
—¿Frío? Hace un calor sofocante.
Yess no sabía si terminar de vestirse o volver a quitárselos.
—Mira el mapa y explícame algo.
Yess definitivamente se subió el pantalón y se aproximó de nuevo a la mesa.
—No, no es así, en esas otras ocasiones también cruzamos el río y no ocurrió nada —Yess cruzó ahora los brazos sobre el pecho.
—¿Cómo lo hicisteis? ¿Cómo cruzasteis al otro lado del río? Los vehículos —contestó él antes de que Yess pudiese decir nada— ¿Ibais en vehículo las otras ocasiones?
La mujer se tomó un instante para intentar recordar, luego se inclinó sobre la mesa y señaló con el dedo algunos objetivos que habían explorado a pie. Por momentos se iba sintiendo más interesada en el tema, tenía la impresión de que estaban a punto de dar con algo que hasta ese momento habían pasado por alto. Ya había dejado de incomodarle el hecho de tener a Evan junto a ella desnudo, incluso había olvidado su propia desnudez y movía las manos señalando objetivos por el mapa. Recuadró las misiones que habían realizado motorizadas. La idea se hizo evidente para los dos.
—Controlan el puente, por eso saben que salimos.
Evan la hizo girar y la enfrentó a él sujetándola de los hombros.
—Vístete, tenemos que ir a un sitio.
Él también recogió su ropa y mientras se vestía llamó por el walkie.
—Kool, nos vemos en cinco minutos en la escalinata de entrada.
Cuando bajaron, Kool ya estaba ahí perfectamente uniformado. Yess sintió como la estudiaba, le dio la impresión de que su mirada atravesaba su ropa como rayos x. Se sentía incómoda, había guardado en sus bolsillos sus bragas y su sujetador, comprobó las solapas para verificar que continuaban cerrados.
—¿Quién está en la Estación de Radio?
Kool consultó con la mirada a Yess sin entender.
—Creo que el equipo de Zoe, es la especialista en transmisiones.
—Subid los dos al coche, vamos a hacerle una visita.
—¿Qué es lo que pasa Evan?
—Montar emboscadas como esa requiere de un nivel de coordinación muy elevado. Ni tú ni yo seríamos capaces de planificarlas sin un sistema de comunicaciones apropiado.
—Lo que requiere un nivel de… —Kool intentó buscar la palabra adecuada pero no lo logró— ¿Cómo coño controlan a los muertos?
—Vayamos por partes, primero nos centraremos en lo que somos capaces de entender.
Aunque no había querido avisar, cuando irrumpieron en la Estación de Radio, todos se dieron cuenta de que los habían detectado antes de llegar, todo indicaba un falso orden dentro de la habitación. Zoe salió al encuentro de Evan y le saludó, este la evaluó primero a ella y luego a las otras dos mujeres que integraban su equipo. Todas iban en camiseta negra con los pantalones del uniforme y las tres daban la impresión de haber sido descubiertas realizando algo prohibido. Camisas por fuera, botas desatadas y… había algo más.
—¿Todo va bien?
Evan recorrió con la mirada a las tres. Mientras lo hacía le asaltaron los restos de un olor conocido. Las ventanas estaban abiertas, se fijó entonces con más atención en los ojos de las tres mujeres, podrían haber pasado por los de un zombi, poblados de venas enrojecidas.
—Sabéis que no tolero las drogas —las tres mujeres palidecieron.
—Necesitamos los registros de todas las transmisiones interceptadas en el último mes —Kool decidió interponerse, no quería más enfrentamientos entre Evan y la tropa.
—Bueno —casi balbuceó Zoe— no hay demasiado, ya te hicimos llegar los informes.
—Los registros —susurró Evan con los ojos entrecerrados.
Zoe caminó con rapidez hasta el equipo de radio y recogió una libreta. Buscó el 1 de septiembre y se lo entregó a Kool.
—Un mes atrás —corrigió él.
Zoe pasó hojas hacia atrás hasta llegar a la fecha requerida y se la devolvió.
Kool fue pasando hojas bajo la atenta mirada de Evan, Zoe y su equipo se habían retirado al otro extremo de la habitación.
—No habéis interceptado ninguna comunicación en la ciudad de Roma.
Zoe no supo identificar si se trataba de una afirmación, un reproche o una pregunta, aun así se apresuró a responder.
—Como hicimos constar en el informe —recalcó— solo captamos mensajes en el exterior, Francia, Alemania, un submarino inglés en el Mediterráneo creo que es lo más cercano.
—¿Y en la ciudad? ¿En Roma? —Intervino Evan.
Zoe se volvió hacia sus compañeras.
—No, en Roma nada, solo corte, estática, ruidos.
Evan dio una vuelta sobre sí mismo fijando su atención en todas partes y en ninguna al mismo tiempo.
—Tenéis esto hecho una pocilga.
Zoe y su equipo se miraron en silencio.
Evan cogió la libreta registro y comenzó a hojearla. Cada hoja correspondía a un turno de veinticuatro horas. Se anotaban las transmisiones externas interceptadas, conversación, interlocutores, tiempo de transmisión, pero también los intentos, los cortes, como había explicado Zoe. Evan fue localizando los apuntes que correspondían a las fechas en que habían sufrido las emboscadas. En todos los casos se habían registrado cortes alrededor de las horas en que habían salido de misión.
—Fíjate en esto —Evan llamó a Kool y le fue mostrando todos los registros— siempre que salíais se producían cortes.
—Ni siquiera nuestras unidades serían capaces de coordinarse así.
—Fíjate bien, hay cortes en el momento en que pasáis el puente, un rato después, muy poco rato hay más cortes y luego… nada. Es un lenguaje, se comunican así.
Kool tomó el cuaderno y fue estudiando los momentos posteriores a esos cortes, en los momentos correspondientes a la ejecución de las emboscadas.
—Luego no hay nada, no vuelven a comunicarse ¿Cómo coordinan los ataques? Y sobre todo ¿Cómo logran movilizar a los zombis?
—Por partes Kool. Hasta hace unas horas no sabíamos de su existencia, ahora ya sabemos que vigilan el Puente y que se lo hacen saber por radio. Son listos, tiene que tratarse de profesionales. No mantienen conversaciones para no verse localizados ni interceptados. Pero da lo mismo, ahora ya sabemos que existen y los cazaremos.
Evan lanzó la libreta a la mesa y encaminó sus pasos hacia la puerta. Antes de atravesarla se volvió y se dirigió a Zoe.
—Limpiad, ordenad y ventilad esto. Si vuelvo a encontraros colocadas os daré de comer a los zombis.
Zoe y las otras dos mujeres palidecieron.
—Quiero que siempre haya alguien a la escucha. Si vuelve a haber cortes quiero saberlo, pero no por radio, en persona.
Zoe asintió tragando saliva.
De regreso al Palacio de la Gobernación todos descendieron. Se reunieron al pie de la escalinata.
—Quiero a un equipo de tres personas. Quiero que vigilen permanentemente los alrededores del puente, en las dos riberas del río, desde ya.
—Pero dónde quieres que busquen. Un observador con unos prismáticos podría dar la alerta a cientos de metros, tal vez más —cuestionó Kool.
—Tienen que estar muy cerca.
—No te sigo —confesó Kool.
—Salimos de noche, faros apagados, no nos ven; nos oyen, tienen que estar cerca.
Evan cogió de los hombros a Kool.
—Los vamos a coger. Descansad veinticuatro horas —se dirigió a Yess y a Kool— mañana sobre esta hora saldremos de caza. Lo haremos a pie, nosotros tres y Alma. Cruzaremos por el Ponte Sisto. Descansad.
Kool y Yess permanecieron observando como Evan se alejaba. Yess no respiró con normalidad hasta que lo vio desaparecer por la entrada al Palacio.
—¿Estás bien?
Yess se volvió para mirar a Kool.
—No tienes buen aspecto.
Yess cogió aire varias veces antes de responder.
—Ya no lo soporto, no lo soporto más y no soy la única.
Kool se puso tenso.
—Cada vez es peor, si sigue pasando llegará un día en que cerraré los ojos y le mataré.
Kool observó alrededor suyo. Yess había hablado muy bajo, pero si alguien les oía…
—Lo está pasando mal, dale algo más de tiempo. Si no fuera por él seguramente ya estaríamos muertos.
Yess se separó un paso, aun así tenía que levantar la cabeza para mirar a los ojos de Kool. Luego, sin decir nada más dio media vuelta y se encaminó hacia el Palacio.
Kool se apoyó en el coche, en ese instante se encontró profundamente agotado. De repente sintió un impulso y volvió al interior del vehículo, tras rebuscar por dentro salió con un paquete de tabaco, solo quedaban dos cigarrillos, ambos estaban arrugados, casi rotos. Sacó uno con cuidado, lo estiró lentamente. Había dejado de fumar. Desde que asaltaron el Vaticano no había vuelto a probar el tabaco. Lo sentía como una especie de ofrenda. Nunca había sido muy religioso pero tomar por la fuerza un lugar santo, acabar con sus defensores, eso no podía quedar impune a los ojos… a los ojos del Dios que fuese. Por eso lo había dejado, era su pequeño sacrificio, su particular penitencia.
Se colocó el cigarro en los labios y palpó su uniforme en busca de fuego. En uno de sus bolsillos todavía se ocultaba su mechero, había sido un regalo, un regalo de Luca. Sintió un nudo en el estómago y un enorme peso en el corazón. Por un instante pensó que iba a sufrir un infarto o algo así, pero no, ni la muerte quería a los tipos como él. Encendió el pitillo aspirando una larga calada, sintiendo como la nicotina hacía su trabajo. Mientras fumaba llevó la mente atrás, a los momentos anteriores a la infección. Esos sí eran buenos tiempos, luego todo se torció. Él y Armand eran los únicos que conocían la existencia de Luca. No entendía la continua negativa de Evan a darlo a conocer, ya no tenía sentido, todo se había ido al infierno. Evan estaba mal, empeoraba por momentos, la tropa hablaba, era un tirano con los civiles y comenzaba a comportarse del mismo modo con ellas. Necesitaba algo, un nuevo estímulo, un reto que superar, tal vez la existencia de los misteriosos atacantes fuese, en realidad, lo que estaba precisando.
Aplastó el cigarro, casi completamente consumido, y se dirigió a su habitación. Necesitaba urgentemente descansar, la jornada que les esperaba se presumía agotadora.
Evan entró en su habitación, la cama seguía revuelta, las sábanas en el suelo. El olor de Yess flotaba en el ambiente. Las cosas empezaban a mejorar. Caminó hasta el armario, buscó entre las botellas, eligió un Petrus del 79, más de tres mil euros la botella, cogió una copa y colocó ambas sobre la mesa. Sacó de un cajón un sacacorchos. Cortó el precinto con una navaja, luego extrajo el corcho, lentamente, le dio la vuelta y disfrutó su aroma. Escanció un par de dedos en la copa, la movió varias veces y dejó que reposase de nuevo antes de llevarlo a su boca. Mojó sus labios y degustó el preciado licor. Luego dejó la copa en la mesa.
“…solo hay una cosa más triste que tomarse una copa de vino solo, tomarse una taza de café solo…”
Levantó la copa y la estrelló contra la pared.
—Maldito seas Luca, no tenías que hacerlo, maldito seas. No tienes derecho a meterte en mi cabeza, no lo tienes.
Agarró la botella de vino y se la llevó a la boca, tragó sin parar, el líquido resbalaba por sus labios deslizándose por su garganta, empapando su camiseta. No paró hasta terminar la botella, luego la lanzó contra la misma pared que había tirado la copa y se dejó caer boca abajo sobre la cama.