Eran las 12:00 del lunes 12 de septiembre, al menos eso era lo que mostraba el reloj digital de tonalidad azulada colgado en una de las paredes de la oficina de la nave en la que nos encontrábamos. Bajé la vista y contrasté con mi reloj de pulsera; o el reloj de pared iba diez minutos adelantado o el mío iba diez minutos retrasado.
Shania entró tosiendo.
—¿Cómo estás?
—¿Tú te preocupas por mí?
—Lo último que me gustaría es que la persona que nos cuida a todos enfermase también.
Me acerqué a ella. El brillo que mostraban sus ojos contrastaba con las profundas ojeras que los rodeaban, sus cabellos se veían enmarañados, húmedos por el sudor. Despedía el mismo olor a enfermedad que el resto. Coloqué mi mano sobre su frente. Ella echó la cabeza atrás, altiva.
—No parece que tengas fiebre.
—La he sudado toda —se pasó la mano por la nuca y me la mostró empapada— dime algo: ¿Por qué crees que tú no has enfermado?
—Me caería en la marmita del druida de pequeño.
—Astérix y Obélix ¿En serio? ¿Lo recuerdas?
Me tomé unos segundos para intentar averiguar de qué rincón de mi cerebro había sacado esos pensamientos, esos recuerdos.
—Me gustaban los tebeos de Astérix y Obélix.
—Lo sé, lo que no sabía es que recordases cosas como esa ¿Qué más cosas recuerdas?
Me tomé mi tiempo para pensar sobre ello.
—Es extraño. No son exactamente recuerdos, antes, mientras dormía, en mis sueños tenía, no sé, flashbacks, ya te lo he dicho, pero ahora, ahora es diferente.
—¿En qué sentido?
—Hay momentos, situaciones, incluso objetos… que hacen aflorar recuerdos, cosas que he vivido, cosas que he hecho, actividades que me gustan, otras que detesto. Creo… creo que lo que sea que me ha hecho perder la memoria está desapareciendo, o, al menos, empieza a flaquear.
Shania me observaba con preocupación.
—No pareces alegrarte, quizá temas lo que pueda llegar a recordar.
—Estoy de tu lado, hace tiempo que tomé partido. Me alegro de que recuerdes pero, al mismo tiempo, temo que lo hagas. Cuando recuperes la memoria sabrás quien fue el responsable, te he visto enfadado, nada podrá pararte; eso me preocupa.
Thais entró en la habitación dejando las últimas palabras de Shania sobrevolando el aire entre nosotros.
—Todos parecen mejorar, incluso Mia, ha abierto los ojos y ha pedido agua —su rostro resplandecía de contento.
—¿Qué es ese ruido? —Shania se había levantado
—Vehículos.
—Pero aún no ha vencido el ultimátum —toda la alegría había desaparecido del rostro de Thais.
Cuando llegamos a las puertas, estas comenzaron a abrirse, al otro lado apareció Roberto flanqueado por cuatro hombres armados con fusiles.
—Todavía nos queda tiempo, no ha pasado…
—Lo sé, lo sé, no he venido por eso, bueno, no solo por eso. Verás, he logrado convencer a Aldo de que me dejase volver a visitaros, me preocupa mucho la niña, Mia ¿Podemos pasar?
Me giré hacia Shania, nos pedía permiso para entrar cuando tenía a un montón de tipos armados con él. Puso cara de entender lo mismo que yo.
—Claro, pasa.
Me aparté y le conduje hasta la parte de la nave en la que continuaban los demás tumbados. Alejado unos pocos metros, al lado de Thais, observé cómo, en una improvisada consulta médica, Roberto iba visitando a todos los enfermos, les tomaba la temperatura, les auscultaba, les administraba una nueva dosis de antibiótico; esa debía ser su forma de redimirse. Había dejado a la pequeña para el final. Repitió las mismas operaciones con ella. Le administró una nueva dosis de antibiótico por vía intravenosa y la volvió a tumbar. Una vez hubo finalizado se reunió conmigo.
—Ven fuera, acompáñame, necesito fumar un cigarro.
—¿Un médico que fuma?
—Ya qué más da.
Vi como encendía el cigarrillo, como daba una profunda calada, como expulsaba la nube de humo que nos envolvió a los dos. Estaba nervioso, miraba de reojo continuamente a los tipos armados que más que protegerlo lo vigilaban. Me incliné hacia él para sacar un cigarrillo del paquete mientras aprovechaba para susurrar.
—Si quieres puedes venir con nosotros.
Él volvió la cabeza hacia sus guardaespaldas.
—Ellos no serían un problema, créeme.
Roberto mostró una sonrisa cínica.
—Sí, Aldo también está convencido de tus capacidades.
—¿Y aun así te envía con solo cuatro hombres?
—¿Estás hablando en serio? —Roberto me miraba fijamente a los ojos, su expresión había cambiado.
—Totalmente —confirmé.
—Ya ¿También te llevarías contigo a todos los demás enfermos?
Analicé su pregunta sin saber muy bien adónde quería llegar. No podía llevar a más gente y mucho menos si se trataba de enfermos, ralentizarían nuestro avance y, en cualquier caso, no quería cargar con más responsabilidades.
—Entiendo, un médico sí te viene bien pero un puñado de personas enfermizas no.
—Mira, es tu decisión, está claro que ese hombre te retiene contra tu voluntad, pero respetaré lo que tú decidas.
Roberto dio varias caladas consecutivas, expulsando lentamente el humo cada vez, luego dejó caer la colilla al suelo y la pisó hasta apagarla. Le devolví el cigarro que había tomado antes, intacto.
—Deja que te cuente algo, algo sobre Aldo, creo que estás equivocado con respecto a él. Verás, la infección, el maldito virus, nos ha cambiado, nos ha jodido la existencia a todos pero, sabes, la vida de Aldo, su existencia, ya se había ido a la mierda antes de que el virus zombi se expandiese —sonrió para enseguida continuar— Aldo era maquinista, conducía máquinas de tren para los ferrocarriles del Estado. Más o menos año y medio antes de… de toda esta mierda, su empresa decidió que debía prescindir de sus servicios, toda su vida trabajando para ellos y de la noche a la mañana estaba en el paro, con dos hijos adolescentes, viudo, su mujer murió en el parto del último de ellos, y una suegra con Alzheimer. Aun así lo intentó, Aldo lo intentó, buscó y buscó. En ese tiempo su suegra falleció y el Estado le arrebató la custodia de sus dos hijos. En parte fue un alivio, ya nadie dependía de él, del mismo modo que nadie volvería a preocuparse por él. Perdió su casa, sus propiedades, terminó sobreviviendo en la calle. Cuando la infección se extendió intentó localizar a sus hijos, fue tarde, no volvería a verlos, el Estado se los arrebató pero no fue capaz de protegerlos. Pero sabes, él cree que Dios tenía un plan divino para él y yo empiezo a creer que es así. Una gran parte de los hombres y mujeres que le siguen eran como él, personas sin techo, sin hogar, sin futuro, sin vida, despojos de una sociedad condenada. Él, él ha conseguido insuflarles esperanza, darles un motivo para continuar intentando sobrevivir un minuto más, una hora más, un día más. Se preocupa por todos.
—En ese caso ¿Por qué permanecíais escondidos en el sótano de aquella nave?
—Te equivocas de nuevo. No nos escondíamos de Aldo y su gente, nosotros somos su gente, nos escondimos de vosotros cuando os detectamos.
Me tomé unos instantes para ordenar mis pensamientos.
—Si es tan bueno ¿Por qué no se encargó él de conseguir la medicación que necesitabais?
—Es solo un pobre maquinista, ninguno de los hombres que le siguen son soldados, ninguno sabe luchar, es consciente de sus limitaciones y yo también, por eso te lo pedimos a ti.
Asentí sin lograr encontrar más argumentos que exponer.
—No niego que me encantaría ir contigo, odio esta ciudad, cada calle, cada tienda, cada parque, incluso su olor cuando consigues separarlo del que despiden los muertos, todo me recuerda a mi esposa, pero no me puedo ir, mi sitio está aquí, con ellos. Puede que en el futuro tú o yo nos replanteemos esta realidad.
Le vi adentrarse de nuevo en la nave y atender otra vez a la pequeña. No pude evitar pensar en su mujer, en sus últimas horas, sola, asustada, tal vez maldiciendo a su esposo por no haber encontrado el valor suficiente para ir en su busca, para encontrarla, para morir con ella si era necesario; tal vez solo deseando poder ver una vez más a su marido, al amor de su vida. Alejé como pude esos pensamientos y le seguí al interior del local.
—Os estáis recuperando bien, la niña también, no dejéis la medicación, al menos una semana más.
Roberto se fue despidiendo de todos y se alejó escoltado por los cuatro hombres en el interior de un todoterreno.
Una vez desaparecieron de nuestra vista me volví y les hablé.
—Debemos irnos.
Viajábamos todos en la ambulancia. Tenía combustible suficiente para alcanzar la ciudad de Roma, no quería más retrasos ni más exposiciones absurdas. Buscar otro vehículo implicaba riesgos, ya no quería arriesgarme más inútilmente.
—¿Qué haremos una vez estemos en Roma?
Miré a Thais, sonreía con su cara tiznada, mientras escondía sus manos bajo las piernas, sentada en el asiento del acompañante. Se tornó seria al ver que mi expresión no cambiaba.
Volví a mirar al frente controlando de nuevo la carretera. Habíamos acordado que Thais viajase delante para evitar la exposición innecesaria a la gripe.
—No lo tengo del todo claro. Espero que, de alguna forma, cuando lleguemos a la ciudad algo me indique lo que hacer.
—¿Cuánto tardaremos? En llegar digo.
Miré el reloj del salpicadero e hice un cálculo rápido.
—Sobre siete horas, a esta velocidad y si no tenemos imprevistos, entraremos en Roma alrededor de las nueve de la noche.
—Vamos muy lento ¿No?
Volví a observar a la chica, miraba al frente con expresión distraída. En el tiempo que llevaba con ella había aprendido a conocerla. Thais era una adolescente introvertida, extremadamente inteligente y todo lo sensata que la situación requería. Era una esponja, absorbía todo con rapidez, todo lo que consideraba útil para ella, ahora para ella y para el bebé que llevaba dentro. Normalmente permanecía en silencio, observando y procesando, lo mismo que una de las computadoras que tan bien utilizaba. Cuando realizaba algún comentario, normalmente era por algún motivo concreto, importante, no mantenía conversaciones intrascendentes.
—¿Qué ocurre Thais?
La chica dio un leve respingo, tragó un par de veces saliva y luego se volvió hacia la ventana corredera que comunicaba con la parte de atrás de la ambulancia y que permanecía abierta. Entendí y la cerré.
—¿Y bien?
—Luka…
Me giré hacia ella al escuchar ese nombre, era la primera vez desde que Shania me dijera cual era mi verdadero nombre que alguien lo utilizaba para dirigirse a mí. Intenté no pensar en ello.
—Lo siento, siento haberte llamado…
—Da igual, no te preocupes.
—Es que, verás, creo, creo que te va más, al fin y al cabo es tu verdadero nombre y…
—Thais…
—Vale, vale, es que le he estado dando muchas vueltas es… no sé si tú tienes hijos, y, de todas formas igual tampoco los recuerdas, joder, lo siento, no he querido decir…
—Thais, dime lo que te preocupa.
La chica se recolocó el pelo, se frotó la cara con las manos, luego se las pasó por las piernas hasta llegar a los tobillos, tras ese ritual comenzó a hablar.
—Es el bebé, no sé si quiero tenerlo, no sé si seré capaz de mantenerlo con vida, joder, ni siquiera puedo mantenerme con vida yo sola. Iván, él, es bueno, pero ahora ya no se puede ser bueno…
Se tapó la cara con las manos y se inclinó sobre las rodillas. Si no paraba de hablar no podría evitar romper a llorar.
—No sé si soy el más indicado para aconsejarte, ni siquiera sé si tengo alguna autoridad moral para hacerlo pero sí sé una cosa; los niños son el futuro de todas las civilizaciones, siempre ha sido así, pero hoy día, en las circunstancias actuales, los niños son un tesoro. Es tu hijo, tuyo y de Iván, supongo que no ha sido algo programado, pero está ahí, va superando etapas. No estás sola, tienes a Iván, Adam, Mariano, Jorge, incluso Shania, todos te protegerán. Sé que piensas que Iván es débil, pero no es así, él es puro, leal, íntegro, en realidad todos deberíamos ser así.
Había hablado de carrerilla para evitar hacer caso al “clic” que sonaba una y otra vez en mi cabeza, cada vez a un volumen más elevado. Ese “clic” que me pedía decirle lo que de verdad pensaba, que era una locura, que según avanzase su embarazo todo sería más difícil para ella, se haría imposible, que si ese bebé lograba ver el mundo no tendría ninguna protección, asistencia médica, medicinas, alimentación. Decirle que si en algún momento se separaba de nosotros como pretendía Iván, no duraría veinticuatro horas. Pero no lo hice, la mentí, puse cara de póker y solté una mentira tras otra, al fin y al cabo eso también formaba parte de mi naturaleza, era un farsante, un asesino, un embaucador, un mentiroso, no me costó demasiado.
—Mientes —soltó ella a bocajarro.
—Qué…
—Da igual, sé porque lo haces. En realidad lo que quiero es que me prometas que, sea lo que sea que vayas a hacer en Roma, vayas adónde vayas dejarás… dejarás que te acompañe, yo… y mi bebé.
Cuando terminó se acariciaba la tripa, el lugar donde debería crecer ese niño.
—Claro, lo mismo que hasta ahora, no nos separaremos.
Ella sonrió y se giró para abrir de nuevo la corredera.
La había vuelto a mentir, y ella lo sabía, pero también sabía que esa mentira era todo lo que iba a poder conseguir.
Avanzábamos por la ciudad de Roma, ya había oscurecido. El reloj indicaba que pasaban pocos minutos de las nueve de la noche. Mi predicción se había ido por muy poco. El viaje había transcurrido sin contratiempos, perfecto, demasiado perfecto. No quise realizar ninguna parada y ahí estábamos: Roma.
Abandonamos la SS7 para tomar la Via Appia Nueva, rodamos por esa amplia avenida llena de árboles en el centro de los dos carriles hasta rodear un edificio calcinado, un Mc Donald situado en el centro de la Piazza dei Re di Roma.
Thais observaba los muros derruidos y ennegrecidos con la boca abierta. Continuamos a poca velocidad hasta adentrarnos en la Via Emmanuelle Filiberto. Thais me observaba ahora en silencio, en la parte de atrás de la ambulancia tampoco se oía ningún murmullo. No se veían zombis o bien la noche los ocultaba a nuestros cansados ojos. Alcanzamos la Piazza Vittorio Emmanuelle II, como la anterior, también albergaba en el centro un MC Donald, daba la impresión de que en la ciudad eterna lo único que se comiese fuera hamburguesas.
—¿A… dónde nos dirigimos?
Thais me observaba con el ceño fruncido. No supe que contestarle. Mi destino era Roma, pero una vez en la ciudad ignoraba la siguiente escala. No dije nada y volví a concentrarme en las calles. Giré por la Via Dello Statuto. En la ambulancia comenzaban a escucharse murmullos, también empezaban a pensar que no sabía dónde iba. Torcí hacia la Via G. Lanza y ahí me detuve un instante, quité la velocidad y dejé que el vehículo se parase por sí solo. Intenté ver la placa que identificaba la calle, era imposible, la oscuridad lo impedía y sin embargo… yo sabía exactamente dónde me encontraba, lo había sabido durante todo el itinerario desde que entramos en la ciudad.
—¿Qué, qué pasa? —Volvió a preguntar Thais.
—Nos encontramos en la Via G. Lanza.
La chica se giró hacia la ventanilla e intentó localizar alguna indicación.
—Yo no veo nada ¿Cómo lo sabes?
La observé confundido unos instantes antes de responder.
—No lo sé, pero lo sé, estoy seguro, conozco todas las calles; a la derecha la Via Domenichino, a la izquierda la Via Quizia, más a la izquierda el Viale del Monte Oppio, todas, las conozco todas y… no sé por qué.
Los murmullos de la caja de la ambulancia habían cesado, Thais no sabía si mirarme a mí, hacia la calle o a los pies. En ese momento volví a acelerar, avancé unos cientos de metros y me volví a detener.
—¡Don Luca! Encantado de volver a disfrutar de su presencia, hacía tiempo que no nos visitaba.
El Director del Hotel me ofreció la mano, una vez me saludó, hizo una seña a uno de los botones e indicó mi maleta.
—Coja el equipaje del señor. Tercera planta, habitación 69. Deprisa.
Thais me miraba sin saber qué decir, los de atrás también permanecían en silencio. Levanté el brazo y señalé por la ventanilla.
—Grand Hotel Palatino.
—Qué…
—Ven conmigo —ordené a Thais.
Antes de bajar de la ambulancia, asomé la cabeza por la ventana; todos me observaban expectantes.
—No os mováis de aquí, permaneced dentro de la ambulancia hasta que Thais o yo vengamos a por vosotros…
—Pero… —Shania se había abalanzado sobre el ventanuco.
—Ni pero ni hostias.
Salí cerrando la puerta del vehículo. Thais me esperaba al comienzo de los escalones que conducían a la entrada del Hotel.
—¿Me vas a explicar por qué quieres que te acompañe yo?
—No querías venir siempre conmigo, pues eso. Ahora cierra la boca.
Subimos la escalinata principal. Nuestro calzado chirriaba al pisar los infinitos pedazos de vidrio que cubrían cada escalón. La puerta de cristal que deba acceso a la Recepción del Hotel estaba reventada. Encendí la linterna que encontré en la nave de la mujer de Roberto, una punzada de dolor me sacudió sin poder evitarlo, tal vez debería haberle contado la verdad sobre su mujer, me prometí que si por alguna divina razón volvía a encontrármelo alguna vez se lo contaría todo.
Iluminé el interior, se percibía un ligero olor a escape de motor, lo comprendí al alumbrar la Harley estampada contra el mostrador de Recepción.
—Han usado la moto para reventar la puerta —Thais susurraba— no debe hacer mucho ¿No?
—Sí —respondí alzando la voz.
La chica se giró asustada.
—No quiero sorpresas, si hay zombis prefiero que salgan ya.
Di unos golpes sobre el mostrador de madera con la palma de la mano, a cada uno de ellos ascendía una nube de polvo que la luz de la linterna iluminaba.
—¿No hay ninguno? —Thais daba vueltas sobre sí misma intentando mirar en todas direcciones.
—Necesitamos las llaves.
Thais saltó sobre el mostrador y se dirigió a los casilleros que almacenaban las llaves de cada habitación guiada por el haz de luz.
—Busca la llave de la 69.
—¿Por qué de la 69?
—Tú búscala.
La chica revolvía los casilleros.
—Las veinticinco primeras, es decir, las llaves de las primeras veinticinco habitaciones no están, las siguientes están todas en su sitio… menos la 69.
—Qué…
—Que no está esa llave. Pero oye, tenemos el resto de habitaciones para nosotros. Es una suerte que este Hotel tenga habitaciones analógicas…
—¿Analógicas?
—Sí, que las llaves sean de hierro, o de acero, de lo que estén hechas. Lo normal es que los hoteles usen tarjetas electrónicas ¿De eso te acuerdas no? Tarjetas, como de crédito, con un chip, se meten en la cerradura y…
—¿Vas a contarme todo el proceso? Lo he entendido.
—Pero como no recuerdas…
—Necesitamos esa llave, tengo que entrar en esa habitación.
—¿Por qué, qué hay en esa habitación?
—No lo sé, o… no lo recuerdo, pero sé que es importante.
—¿Has tenido otra de esas visiones verdad? Como en el apartamento de Cosenza. Por eso te has quedado como “flipao” delante del Hotel.
Asentí.
—Igual tienes la llave en un bolsillo.
Instintivamente bajé la mano aunque no llegué a introducirla en el bolsillo.
—Estás muy graciosa desde que hemos entrado en el Hotel.
—Estaba harta de estar sentada, necesito hacer algo, necesito acción. Igual la llave está puesta.
—¿Puesta dónde?
—En la cerradura, en la puerta ¿Dónde iba a ser?
—¿Cómo coño iba a estar en la puerta? —Thais me estaba haciendo cabrear, me empezaba a arrepentir de haberle dicho que viniese conmigo.
—Pues no hay llave, tú dirás que hacemos ¿Cojo las de otra habitación?
—No, tengo que entrar en esa habitación, si no hay llave reventaré la puerta.
Subimos a la tercera planta, había veinticinco habitaciones por planta así que la 69 debía estar en el tercer piso. Pasamos la 51, frente a ella la 52, 53… nos detuvimos frente a la 69.
—Vaya, no tiene la llave puesta y…parece robusta, no sé si…
—Aparta.
—¿Con un extintor? Creí que ibas a darle una patada o algo así.
—Has visto muchas películas. Aparta.
Golpeé sobre la cerradura con un extintor de cinco kilos. La puerta se abrió de par en par.
—Pero qué…
Tras esa puerta de madera idéntica al del resto de habitaciones había una nueva puerta. Thais me sacó la linterna del cinturón y fue iluminando todo el perímetro de la puerta.
—Joder ¿Qué coño hay tras esa puerta? ¿Has visto la cerradura? Y el espesor que tiene —golpeó primero con los nudillos y luego con los puños pero apenas se percibió sonido alguno— esto no lo vas a poder abrir con un extintor —dio unos golpecitos sobre una lámina situada a un metro ochenta más o menos, luego iluminó la cerradura.
—Alumbra tú —me alargó la linterna y se aplicó a estudiar la cerradura— esta sí es digital.
—Pero no tiene ranura para ninguna tarjeta —observé.
—No, esto no es una cerradura de hotel corriente, el que la colocó quería que solo el que poseyese la combinación pudiera entrar.
—¿Qué combinación?
—Numérica, claro está, en las teclas solo hay números.
—Pero cuántos números.
—Solo hay una forma de saberlo: probando —alargó la mano con intención de empezar a pulsar teclas.
—Espera, si vas a probar al menos hazlo con algo que tenga cierta lógica —sujeté su mano.
—Vale, tú dirás, que combinación quieres probar primero, 1, 2, 3, 4 o todo ceros, o todo unos.
—No sé, prueba algo con el 69 ¿El 69 no te dice nada?
Thais frunció el ceño un instante antes de responder.
—Hombre, si fuese Shania te haría alguna referencia sexual, pero yo soy más recatada, hacker pero recatada.
Sentí subir el rubor a mi cara.
—No me refería a eso, quería decir algo como 6969 o 0690, algo así.
—Vaya vaya —sonrió— vale probemos con 6969 pero no creo que funcione.
Thais fue pulsando las cuatro teclas, luego pulsó el 69 otra vez pero ya no se reflejaron en la pantalla.
—Bueno, al menos ya sabemos que es una combinación de cuatro dígitos.
—¿Cómo coño vamos a adivinarla? ¿Cuántas combinaciones posibles puede haber? Es una locura.
—Déjame pensar.
—Pensar qué.
—Y si es un nombre, una combinación de letras.
—No hay letras, en las teclas solo hay números, concéntrate.
La chica sonreía.
—Soy muy buena descifrando claves. Escucha esto. La puerta blindada estaba tras la otra, no parece que mucha gente tuviese conocimiento de ella —tamborileaba con los dedos sobre el marco de madera de la puerta reventada— ¿Qué fue lo que viste en tu visión?
Le conté lo que había recordado.
—El Conserje…
—El Director —la interrumpí.
—Vale, el Director te llamó por tu nombre y le dijo al botones que te acompañase a tú habitación, a la habitación del señor Luka…
—Don Luca —volví a interrumpir.
—Bien, Luka tiene cuatro letras, cuatro dígitos. Podría servir, de hecho creo que es esa.
—Thais, no hay letras, solo números no…
—¡Sssssht! Los teclados tienen asociados letras a cada una de las teclas numéricas. Antes debías de pulsar tantas veces la tecla como posición ocupase la letra, por ejemplo, si quisieras escribir la letra “B” tendrías que pulsar dos veces la tecla “2”.
—¿Te sabes qué letra corresponde a cada letra?
—Sí.
Sin esperar más comenzó a teclear a la vez que cantaba en voz alta.
—5 8 5 2.
Los cuatro dígitos, al igual que la vez anterior, permanecieron unos instantes en el display y luego desaparecieron, pero la puerta continuó sellada.
—Mierda Thais, van dos intentos —Cuántos se supone que tenemos?
—No lo sé, dímelo tú, se supone que es tú habitación —respondió molesta.
—¿Seguro que esas letras corresponden a esos números? Podrías haberte equivocado.
—No me he equivocado.
—Mierda —me dediqué a iluminar por todas partes, detrás de la puerta reventada, en los marcos interiores de madera, en el suelo.
—¿Qué haces?
—Puede que lo escribiese por alguna parte, tengo mala memoria recuerdas.
—Espera, espera, espera, espera. Hay otro teclado, el teclado que llevan las Blackberry.
—¿Y también te lo sabes?
Thais permanecía concentrada, recordando, con la mirada clavada en un punto concreto de la puerta acorazada.
—No sirve, algunas de las letras corresponden a signos de puntuación, no a números, la “L” corresponde a la doble comilla, la “K” al acento, no sirve.
—¿Cómo la “K”?
—¡Luka!
—Luca se escribe con “C” ¿No?
La mirada de la chica se iluminó.
—Claro Luca, estamos en Roma, es italiano, es con “C”, la costumbre de abreviar todo con la “K”.
Sin dejar tiempo para meditar sobre ello se lanzó al teclado y pulsó rápidamente: 5 8 2 2. Tras unos segundos sonó un “clac”, el display del teclado se tornó verde y apareció la palabra OK. En ese momento la lámina situada a la altura de mi cabeza se deslizó a la derecha y dejó a la vista una especie de lector de cristal.
—¿Qué coño es eso?
—Un escáner de iris.
—¿Cómo lo sabes?
—He visto muchas películas.
—¿Y qué iris hay que escanear?
—El tuyo, claro. Sitúa el ojo alineado con esa raya horizontal y no parpadees.
—¿Qué ojo?
—No sé, prueba con el derecho.
—¿Prueba?
—¿Se te ocurre algo mejor?
—¡Joder!
Coloque el ojo frente a la línea roja, al instante algo se movió verticalmente, de arriba hacia abajo. Cuando alcanzó el final volvió a ascender hasta desaparecer. Se produjo un leve siseo, como el soplido que se escucha al abrir algo envasado al vacío. Un momento después un sonido indicó que la puerta se había abierto.
Los dos empujamos a la vez.
La puerta acorazada se deslizó con suavidad, no hizo falta empujar demasiado, de hecho apenas había que hacer fuerza alguna, cuando se abrió 45 grados el interior se iluminó y un leve zumbido comenzó a escucharse salir de alguna parte.
—Joder chaval, hay luz eléctrica, esta habitación dispone de un generador propio.
—No es una habitación —dije adentrándome un paso y observando el interior— es un bunker.
Entramos y fuimos recorriendo todo el habitáculo.
—No toques nada, no sabemos de qué va todo esto.
Salvo por el blindaje que recubría todo el interior, la disposición podría haber sido la de una habitación de hotel cualquiera. Primero un pequeño hall de poco más de dos metros cuadrados con todo el suelo cubierto por una moqueta color gris claro, a continuación, en el lado izquierdo una habitación también con una puerta blindada aunque en esta ocasión estaba protegida por una cerradura convencional. En su interior había un aseo con bañera y lavabo. Un metro más adelante se accedía a un salón con dos sofás. En la pared de enfrente de uno de ellos una televisión perfectamente pegada al tabique, no se veía ni un solo cable. Se observaba el pilotito rojo de stand by perfectamente. A su lado un termostato, seguramente para controlar el aire. Bajo ella una mesa metálica con un montón de teléfonos, incluidos varios por satélite, perfectamente alineados. En un lado de la mesa, una fuente con caramelos, en el otro una cafetera Nespresso. Thais cogió uno y lo desenvolvió con los dientes para luego meterlo en su boca.
—Fresa mmm, joder que rico.
En la pared de la derecha había un escritorio normal, bueno normal no, los muebles parecían de madera maciza, no eran normales, nada en esa habitación era normal. Avanzamos en la única dirección que podíamos hacerlo. Enseguida nos encontramos a la izquierda con una puerta blindada como la del aseo, también protegida con llave. Pasamos al interior. Frente a la puerta, una cama doble, al menos tendría dos por dos metros. A la derecha un mueble con una maleta de un metro por unos veinte centímetros. Sobre las paredes, lo mismo que sobre las demás, nada de nada, con la misma tonalidad de color bronce. Me dirigí al maletín. Estaba protegido por una cerradura circular, cuatro ruedas, cuatro dígitos, en cada rueda había diez números. Miré a Thais.
—Prueba otra vez la misma.
Fui girando las ruedas hasta hacer coincidir: 5 8 2 2. No se escuchó nada pero el maletín se abrió un poco. Lo cogí por los bordes y lo abrí del todo.
—Joder ¿Qué arma es esa?
Dentro de la maleta descansaba una mezcla de fusil de asalto y escopeta de precisión. No se parecía a ningún arma que hubiese visto hasta ese instante y tampoco me dio la impresión de que pudiese existir otra como esa.
—Está personalizado, es un arma única.
La levanté y la giré mostrándole la inscripción del lateral.
—Luca —leyó Thais— está claro que es tuyo ¿Puedo?
Me lo cogió de las manos y lo sopesó.
—Vaya, no pesa casi nada, casi menos que una pistola ¿De qué estará hecho? Lástima que no tenga munición ¿Por qué el cañón es tan redondeado y tan grueso?
—Todo él es un silenciador.
Me coloqué frente a la maleta y fui tanteando los bordes hasta dar con un par de resaltes. Al apretarlos se abrió un doble fondo. En su interior había veinte cargadores de unos treinta cartuchos cada uno, calculé. Llevaban munición de 5,56 mm como los fusiles de asalto convencionales. Le recogí el arma a Thais e introduje un cargador. La levanté y la llevé a mi hombro. Se manejaba sin dificultad, incluso Jorge podría usarlo perfectamente. En el fondo oculto también había una mira. La acoplé. Disponía de un pulsador con varias posiciones. Mira convencional, nocturna y laser.
—¿No tendrás otro para mí?
Lo devolví al maletín y salimos de la habitación. Al fondo había una nueva puerta, la última. Como las anteriores también estaba protegida por cerradura de llave pero en este caso estaba cerrada y no había rastro de la llave.
—Puede que la llave esté en otro sitio.
El único mueble que tenía algún cajón era el de la habitación, en el que descansaba la maleta con el fusil.
Al tirar de él nos llevamos una nueva sorpresa. Todo el interior estaba acolchado con espuma. Había un hueco grande en el que se encontraba una Glock 20 de calibre 45 y cargador de 15 cartuchos con mira laser incorporada bajo el cañón. A su derecha veinte cargadores más, llenos, perfectamente colocados en sus huecos correspondientes.
—Vaya, menuda colección tienes.
Al lado derecho del cajón había una caja metálica de color negro, rectangular. La abrimos apretando sobre la tapa. En su interior hallamos tres llaves de seguridad.
—Una para cada una de las puertas.
Cogí la pistola y las tres llaves y regresamos frente a la única puerta que permanecía cerrada. A la segunda acerté y la cerradura giró. El interior estaba oscuro y se percibía un olor mezcla de metal, aceite y pólvora. Tanteé en el lateral hasta dar con el interruptor. Una hilera de halógenos se fue encendiendo iluminando perfectamente el interior.
—Vaya, esto sí es un auténtico bunker.
El interior de esa última estancia tenía forma de “L” y seguramente llegaba hasta el final de la pared del salón. Era la única habitación cuyo suelo no lo cubría la moqueta, era de cemento. Perfectamente distribuido en multitud de estantes había en unos, alimentos, víveres, agua, bebidas; otro estaba repleto de medicinas, vendas, material quirúrgico; a su costado, perfectamente apiladas una cantidad ingente de cajas de munición de calibre 45 para la pistola y de 5,56 para el fusil. También cuatro chalecos antibalas, cuatro pasamontañas, cuatro pares de guantes, cuatro pares de botas. Otro apartado estaba repleto de pilas y baterías. Uno más con linternas, cuchillos, gafas de visión nocturna. En el siguiente había dos trajes de protección NBQ completos. Medios de transmisiones… la lista era infinita.
—Con todo esto pueden subsistir varias personas durante varias semanas.
—¿Crees que podrás traer a los demás hasta aquí? Shania ya debe estar inquieta.
Le entregué la pistola y la vi salir. Observé las paredes, no había ni una sola ventana en ninguna de las habitaciones. Me dirigí lentamente frente a la televisión y busqué el mando sobre la mesa. No vi ninguno. Fui pasando la mano por la televisión hasta dar con el botón de encendido. El plasma se inició pero en toda la pantalla lo único que se veía era un cursor luciendo intermitente. Volví a buscar algún mando, algún ratón. No hallé nada.
—Mierda —golpeé con el índice sobre el cursor.
Sonó una especie de crujido y se inició una grabación. La imagen se fue haciendo nítida hasta dejar ver un rostro: era yo, situado frente a una cámara o algún otro medio de grabación.
“Bien. Si estás viendo esto es que todo el plan se va desarrollando mejor de lo previsto. Solo tú conoces la existencia de este sitio, tu bunker, mi bunker, solo tú conoces la clave para entrar, solo tus ojos permiten el acceso. Si estás viendo esto es que has comenzado a recordar, puede que incluso ya lo hayas recordado todo. Si es así, no necesitas que te diga nada más. Si aún no has conseguido reunir todas las piezas tampoco puedo ayudarte, no sería seguro, ni para ti ni para el desarrollo del plan, no sé en qué punto te encuentras, entiéndelo. Ánimo, ya estás muy cerca de la meta.”
La imagen desapareció del mismo modo que había aparecido y, a continuación se quedó la pantalla en blanco. Intenté volver a reproducir el mensaje pero no fui capaz. La volví a apagar a ver si así volvía a aparecer el cursor intermitente pero nada.
—Mierda.
De la puerta de entrada comenzaron a llegar ruidos, conversaciones, Thais había traído al resto al interior del bunker, de mi bunker. Me dirigí a la entrada y, tras comprobar que hubiesen entrado todos cerré la puerta. Giulia y Jorge cogieron enseguida caramelos de la mesa, Thais condujo a los demás a las estancias del bunker. Adam cargaba con la pequeña. Shania vino hasta mí.
—¿De qué va todo esto? ¿Qué es este sitio y cómo conocías su existencia?
Permanecí un momento en silencio pensando sobre ello y meditando si debía contarle lo de la misteriosa grabación.
—Jose…
—Luca.
—Qué…
—Luca, todo ha venido por mi nombre, mi verdadero nombre.
Puse a Shania al corriente de todo lo acontecido hasta ese momento, incluido la extraña grabación. Se levantó a tantear en la tele pero obtuvo el mismo resultado que yo.
—Ese mensaje no se puede haber volatilizado.
Sonreí.
—Mira esto, mira este lugar ¿De verdad crees que no se puede haber volatilizado?
Los demás fueron regresando y se concentraron frente a la televisión, alrededor de nosotros. Me fijé en una hoja de papel que traía Giulia en la mano. Se la arrebaté de un tirón. La chica se asustó y retrocedió un paso.
—¿De dónde la has sacado? ¿Dónde has encontrado esta hoja?
Giulia me miró a mí, luego a Shania y, por último, a Thais antes de responder.
—Estaba pegada… en la puerta…en una de las habitaciones —casi susurró con miedo.
—¿Qué habitación? Vamos, recuerda.
Mientras hablaba le quité la pistola a Thais y ya caminaba hacia la puerta.
—En la primera planta, la habitación que estaba pegada a las escaleras… creo.
Salí corriendo hacia abajo. Descendí los escalones por tramos completos, a saltos, mi respiración era agitada, todo mi cuerpo estaba en tensión, mi mente despierta. Me situé frente a la puerta, había manchas recientes, huellas de pisadas y los restos del celo que debía haber sujetado la hoja con el dibujo que yo sostenía ahora en mi mano izquierda. Retrocedí un par de pasos y, en esta ocasión sí que reventé la cerradura de una patada. El interior estaba a oscuras, me maldije por no haber cogido una linterna. Recordé la pistola que llevaba en la mano y fui apuntando con el puntero laser. No era suficiente, el haz estaba pensado para apuntar, no para iluminar el interior de una habitación.
—Aparta, anda.
Shania entró enfocando con una linterna y tendiéndome a mí otra. La habitación estaba revuelta. Allí había habido alguien hacía poco, la cama estaba deshecha, había restos de envoltorios de chocolatinas y de galletas por el suelo, botellas de agua vacías y también algunas botellitas vacías de licor. Sobre la mesa varias hojas de las que se dejan en los hoteles para que los clientes puedan apuntar alguna cosa, llenas de dibujos. Dibujos como los que había encontrado en la Base, iguales que los que encontré con Thais en el apartamento de Cosenza.
—Te estás obsesionando, puede ser una casualidad —Shania hojeaba los dibujos.
—No, no. Una vez es casualidad, dos es una coincidencia… tres constituyen un patrón. Esa niña me está guiando hacia ella, cree que soy su padre y quiere que la encuentre, que la rescate.
—Mira esto —un arranque de tos hizo que Shania se doblase sobre sí misma, todavía no se encontraba completamente repuesta de la influenza— mira este dibujo.
La hoja a la que se refería Shania mostraba la imagen inequívoca de un cura, del jefe de todos los curas: el Papa. Pero lo alarmante eran los números que había al pie del dibujo. Eran, sin lugar a duda, una fecha y una hora:
“120911 20:55”
Esa letra no era de ella, los trazos eran firmes, los había escrito un adulto, la mujer que la protegía, la mujer de ojos verdes, tenía que ser ella. Una idea me asaltó y corrí a inspeccionar toda la habitación.
—No hay manchas de sangre.
—Bueno, mejor, eso quiere decir que no hay nadie herido.
—Pero es que sí hay alguien herido, le amputaron el brazo a un hombre, tendría que haber manchas de sangre, vendas usadas, algo.
—Puede que el tipo no lo superase, puede que haya muerto y…
—No, se han separado. La niña esta ahora protegida solo por una persona, seguramente la mujer de ojos verdes. Nos ha dejado ese mensaje. Ha salido hace algo más de media hora hacia el Vaticano. Tengo que alcanzarlas.
Salimos corriendo hacia el bunker, cuando entramos Shania rompió a toser de nuevo. Me dirigí a la habitación y saqué el fusil y cinco cargadores más el puesto. Fui a la habitación del fondo y me puse un chaleco antibalas, me coloqué un correaje con compartimentos para los cargadores, una linterna y un machete, finalmente me enfundé unos guantes. Regresé a la habitación a por el fusil y lo alimenté con una bala. Shania se colocó en la puerta impidiéndome el paso.
—Espera, necesitarás ayuda, no puedes ir solo.
Una vez más la tos la asaltó haciendo que se doblase.
—Sigues enferma, debes quedarte aquí —le entregué la pistola— cuida de los demás. Aprovechad el tiempo para recuperaros.
—No puedes entrar tu solo en el Vaticggg… —no pudo acabar la frase.
—Lo sé, por eso debo alcanzarlas antes.
Salí del Hotel y enfilé la Via Cavour. La lógica me decía que debería buscar un coche, algún medio de transporte, pero eso implicaba invertir tiempo, un tiempo del que no disponía, además, sentía discurrir la adrenalina por mi organismo, me encontraba alerta, despierto, sobreexcitado; recordaba esa sensación, no era la primera vez que la sentía, algún lugar de mi cerebro la había reconocido, incluso la echaba de menos. Aceleré hasta alcanzar el cruce con la Via degli Annibaldi, la avenida que conducía al Coliseo. Mi oído captó un sonido, un ruido, algo que no debía estar ahí. Me detuve, era noche cerrada pero la luna llena iluminaba la ciudad eterna…
…la mejor iluminación para ver las maravillas de esta ciudad es la que proporciona la luna…
Otra visión, era ese lugar, esa ciudad aceleraba el proceso que fuese que hacía que recordara cosas, aunque fuesen cosas inútiles. El ruido había cesado, podía ser un animal, un muerto, uno de esos malditos zombis arrastrándose incansable. Cuando me disponía a continuar lo volví a escuchar. No era un zombi. Me escondí tras una marquesina de publicidad. El papel descolorido anunciaba una futura reunión para septiembre de 2011 sobre la conservación de los bosques. Esa reunión debería estar teniendo lugar actualmente. No dejaba de tener su gracia.
Los pasos, ese era el ruido, se acercaban, crecieron en intensidad hasta detenerse a pocos metros de la marquesina. Esperé. Quienquiera que fuese avanzaba ahora lentamente.
—No, no, soy yo Thais, Luca, soy Thais.
La chica hablaba mientras levantaba la barbilla obligada por el machete que oprimía su garganta.
—Os dije que permanecieseis en el bunker —se había quedado con esa denominación— os lo dije con claridad.
—Yo también te lo dije, que quería ir contigo, fuese donde fuese, que prefería estar a tu lado, además ese sitio es pequeño, estamos encerrados, respirando el mismo aire, están enfermos aún y yo, yo estoy embarazada, no quiero que…
—Hace un momento dudabas si continuar con tu embarazo.
—Tenías razón en lo que dijiste, aunque no lo pensaras.
—Vale.
—…no quiero que…
—Que vale. No te retrases, no te esperaré.
Enfundé el machete y reemprendí la marcha sin más. Al instante escuché sus pasos detrás. No podía hacerla regresar sola y puede que, cuando encontrase a la mujer y a la niña sirviese para ganarme más fácilmente su confianza.
Mientras continuaba por la Via Cavour intentaba decidir cuál podía ser el camino más rápido, no, el camino que esa mujer podía elegir. Llegamos a la Via dei fori Imperiali. El plano de la ciudad de Roma parecía estar proyectándose en el interior de mi cerebro, con sus edificios, sus monumentos, sus puentes, sus calles, mi cabeza era un puto GPS. Seguí corriendo hasta la Piazza Venezia. Continué por la Via del Teatro di Marcello reduciendo la velocidad para permitir que Thais me alcanzase. Respiraba con dificultad, sus pulmones parecían ir a estallar de un momento a otro. Su pecho subía y bajaba. Me detuve. Llegó hasta mí y se inclinó apoyando las manos sobre las dos rodillas. Decidí darle algo de tiempo para recuperarse mientras elegía qué camino seguir.
—No hay zombis —apenas articuló.
—Estarán durmiendo.
—No duermen… nunca duermen.
Era cierto desde que dejamos el Hotel no habíamos avistado ninguno. Eso, lejos de ser una buena noticia, podía constituir un nuevo quebradero de cabeza, los zombis siempre terminaban apareciendo y si lo hacían en manifestación como en Valencia representarían un peligro difícilmente salvable para nosotros, pero sobre todo para la mujer y la niña.
—Escucha ¿Qué es eso?
Thais señalaba hacia adelante. Yo también lo escuchaba.
—Carreras, gritos, gruñidos. Los zombis las han descubierto.
Visualicé el mapa de lo que teníamos frente a nosotros para intentar comprender cuál sería la decisión de la mujer, qué camino seguiría. Palazzo Mattei, Teatro Marcello…
—Al río, un poco más adelante se encuentra la Isla Tiberina, está en el centro del Tíber, se accede por el Ponte Fabricio por este lado y por el Ponte Cestio por el otro. Se dirigen ahí, seguro, en caso de dificultades siempre pueden arrojarse al agua.
Nos detuvimos, cinco detonaciones seguidas terminaron de romper el silencio de la ciudad. La mujer era inteligente, si se había visto obligada a abrir fuego su situación tenía que ser desesperada.
@@@
El ruido sobresaltó a Caronte. Se incorporó con brusquedad y tanteó por la cama buscando algún arma que no tenía. Su pecho subía y bajaba, dejó de buscar y concentró su atención en la ventana, suaves rayos de luz se filtraban por los cristales llenos de tierra y barro procedentes de lluvias pasadas.
—Perdón.
Caronte desvió su mirada hasta posarla sobre la niña.
—¿Qué hora es?
La niña llevó sus ojos a un lado, luego al otro, al final los dirigió de nuevo al encuentro de los de Caronte, la expresión de la pequeña ante esa simple pregunta era la misma que si le hubieran pedido que explicase la Teoría de la Relatividad.
—No sé —se miró la muñeca y luego señaló el interior de la habitación con un movimiento de su mano— no tengo ningún reloj.
Sandra terminó de rasgar el envoltorio de la chocolatina y le dio un considerable bocado. Ese era el sonido que había hecho despertar a Caronte.
—¿Quieres? —Ofreció.
La mercenaria negó con la cabeza.
—¿Por qué no me has despertado? Ha pasado demasiado tiempo, ya se está poniendo el sol.
—Dormías —la pequeña sonrió levemente— y a ratos roncabas como mi abuelo cuando se echa la siesta en el sillón. Necesitabas descansar. Tú te preocupas por todos, estabas cansada.
Caronte desvió la mirada hacia las botellitas de vodka que había desperdigadas por la cama. Cansada no, borracha —pensó. Al instante se sintió culpable, recordó la última conversación con la pequeña.
—Sandra, siento lo que te dije anoche, yo…
—No es verdad, no lo sientes, pero da igual, cuando mi padre nos encuentre ya verás como yo tenía razón —se terminó la chocolatina y se chupó los dedos manchados de chocolate derretido.
Caronte consideró inútil continuar con el mismo tema, nada haría cambiar la idea que la pequeña tenía de su padre, así debía ser, además, nada garantizaba que no fuera ella quien estuviese en un error.
Tras pasar por un aseo que ya comenzaba a oler demasiado se sentó junto a la niña y aceptó una lata de frutos secos. Cogió las hojas que la pequeña había pintado y las fue pasando. La verdad era que no se le daba mal el dibujo a la condenada.
—Recuerdo que vi el papel sobre la mesa pero ¿De dónde has sacado las pinturas?
—En Recepción, había mucho botes más llenos como este —señaló el bote de metacrilato circular con el nombre y el logo del Hotel rodeándolo sin levantar la cabeza mientras continuaba realizando trazos a lo que cada vez tenía más forma de Sumo Pontífice.
Caronte perdió todo el color y sintió una punzada insistente en su corazón. Se había emborrachado y la niña había salido sola de la habitación, había bajado a Recepción y se había dedicado a buscar por el mostrador un montón de pinturas. Podía haber sido atacada por un zombi y ella durmiendo borracha como una cuba, podía llevar en su sangre el remedio para esa locura y su estupidez la había puesto en peligro.
—Sandra —intentó dirigirse a ella como supuso que lo haría una madre a su hija— debes prometerme que nunca vas a salir sola, a no ser que yo te lo diga…
—Te pregunté, pero estabas dormida, no te despertabas, te dejé dormir, tenías que descansar… bueno, también estaba un poco enfadada por lo que me dijiste de mi papa y no insistí mucho; perdón.
La mercenaria se inclinó sobre la niña, cogió la cara entre sus manos y la besó varias veces. No recordaba haber tenido una muestra de cariño como esa hacia ningún niño pero esa cría comenzaba a ser mucho más que un activo para ella. La sorprendida niña sonrió con las mejillas apretujadas entre las manos de Caronte. Cuando la soltó continuó perfeccionando su dibujo.
La mujer se dirigió a la neverita, sabía que quedaba, al menos una botellita más de alcohol, después de confirmar que estaba en lo cierto la volvió a cerrar y se alejó de ella, se colocó frente a la ventana. Anochecía, anochecía y su cabeza era un torbellino de ideas contradictorias. Por una parte sabía que debía llevar a la pequeña al Vaticano, la Organización disponía de medios para hallar una posible cura, Tamiko ya se encontraría allí, estaba segura. Lo que ya no tenía tan claro era que fuese capaz de permitir que a la niña le hicieran algún daño. No tenía ni idea de la forma en la que se debía obtener una vacuna, ni idea de lo que requería pero el científico ya les había contado que la Organización, Octavia, no había dudado en poner en peligro la vida de Sandra. Sandra, en el momento en que pensabas en una persona por su nombre la relación con ella cobraba otra dimensión. Si la situación se repetía no podía asegurar que se fuese a limitar a permanecer observando.
Marcharse ahora no era una opción, la Organización conocía mejor que nadie la arquitectura de ese maldito virus que transformaba muertos en asesinos incansables, tenía a Sami y, sin duda, tenía los medios necesarios pero… por otro lado estaba Sandra, quería encontrar a su padre, estaba convencida de que este las seguía y de que también se dirigiría al Vaticano; sencillamente no podía arrebatarle esa esperanza.
Observando el movimiento descoordinado de un zombi que deambulaba frente al Hotel tomó una decisión: lo único importante era la niña, Sandra, se aseguraría de que, si el hombre que las seguía era su padre, se reuniese con ella. La vacuna y la posible cura para toda la Humanidad quedaron en segundo plano; nadie le haría daño a la cría, ya no.
Eran las 20:20, lo ponía en la pantalla del mando a distancia del aire acondicionado. Pulsó el botón de encendido.
—Mierda.
La pequeña ya había terminado el último dibujo: un Santo Padre perfecto, su empeño era admirable, nunca había dejado de creer.
—Déjame.
Apoyó la hoja sobre la mesa y escribió con bolígrafo:
“120911 20:55”
—Así cuando tu papá lo encuentre sabrá cuándo estuvimos aquí, sabrá que estamos cerca, sabrá que su hija le sigue esperando.
—Gracias.
La niña se colgó del cuello de Caronte y depositó suavemente un beso en su mejilla.
Ya había anochecido, su destino no tenía pérdida, ese día se decidiría su futuro. Caronte se preparó, comprobó su cuchillo y decidió dejar el fusil, no tenía munición y solo sería un estorbo, aún conservaba una de las pistolas que les arrebató a aquellos tipos. Comprobó el cargador; diez cartuchos más el de la recámara. Giró el cuello a un lado y al otro, sus vértebras crujieron, luego realizó varias rotaciones completas con su hombro herido, le dolía menos, las necesarias horas de descanso habían ayudado. Se decidió y salieron. Antes de abandonar definitivamente la habitación volvió al interior, cortó dos trozos de celo y pegó la hoja en la puerta de acceso a la habitación. La pequeña le sonrió y se cogió a su mano.
El reloj del mando a distancia del aire acondicionado reflejaba las 20:55. Hora de irse.
Antes de descender la escalinata del Hotel Caronte se detuvo, inspiró profundamente el aire fresco. La niña la observó y se apresuró a imitarla, la mercenaria no pudo evitar esbozar una sonrisa. Contempló la calle delante de ella, la luna llena permitía distinguir cada detalle con un brillo apagado, los vehículos abandonados, los edificios, las inútiles farolas, los pasos de peatones que no tenían ya ninguna función. Si hubiera habido zombis también los habría visto pero no descubrió ninguno por los alrededores, puede que tuviesen suerte y lograran alcanzar el Vaticano sin tropezarse con los malditos muertos. Descendió lentamente, al llegar a la calle la niña había cogido su mano.
Caronte no tenía claro el camino a seguir, se giró a la derecha, la Via Cavour se veía despejada, no había retenciones a la vista, el tráfico era fluido, se rió para sí por su penosa broma. Estaba nerviosa, se acercaba el momento de entregarle la niña a la Organización y no sabía si sería capaz. La miró. La pequeña la observaba sin disimulo ignorante de la razón por la que no avanzaban en ningún sentido.
—¿No sabes el camino?
—Qué…
—Que si no sabes ir al Vaticano.
—Sí, sí, no es eso, hay indicaciones por todas partes.
—¿Entonces?
—Sí, vamos.
La mercenaria decidió continuar calle adelante, disponía de buena visibilidad y la avenida era amplia, en caso de que apareciesen los zombis tendrían tiempo de sobra de esconderse o de escapar. El conocimiento que tenía Caronte de Roma era muy limitado, similar al que podría tener cualquier turista, de hecho era lo único a lo que se había dedicado las otras veces que había visitado la ciudad. Era capaz de ubicar los principales monumentos y poco más, aparte del Hotel, claro. Sabía que a la izquierda se encontraba el Coliseo, siguiendo la calle el Monumento a Víctor Manuel II y entre los dos el Circo máximo. El Vaticano se encontraba al otro lado del río. Por suerte el Tíber disponía de multitud de puentes por los que poder cruzarlo.
Más que caminar paseaban por el centro de la calle, si no se pegaban a las fachadas no podrían verse sorprendidas desde algún portal. Todo iba transcurriendo mejor de lo previsto. Caronte no estaba segura de que eso fuese bueno.
Avanzaban muy lentamente, la mercenaria no quería sorpresas. Rodearon por la plaza el Monumento a Víctor Manuel II y cogieron la Via dei Teatro di Marcello, el resto de calles cercanas eran más estrechas, esa era la más amplia. A pesar de que la temperatura era más bien fresca Caronte sudaba. No era el calor, lo sabía, continuaba dándole vueltas a lo mismo. Intentaba imaginar la situación, su llegada al Vaticano, la recepción por la persona que se encontrase al mando, el momento de separarse de la niña para que experimentasen lo que fuera con ella…
… la caída las sorprendió a las dos, ninguna había visto el agujero de la calzada, era como el anterior que había engullido el todoterreno en el que viajaban solo que algo más profundo. Rodaron hasta el fondo, en él la tierra estaba húmeda. Durante la caída se separaron. Caronte corrió a auxiliar a la pequeña, la escuchaba gemir. El socavón debía tener más de cinco metros de profundidad, se había tragado un par de vehículos al menos y era más alargado que el otro. La luz de la luna apenas era capaz de iluminar el fondo, a pesar de ello no tuvo ninguna dificultad en alcanzar a la pequeña.
—¿Estás bien? ¿Te has roto algo? —Si la niña se había fracturado algún hueso tendría que cargar con ella y le sería más difícil defenderse en caso de aparecer los zombis.
—No, solo me he arañado la rodilla… creo.
—Bien —Caronte le colocó los cabellos hacia atrás intentando descubrir su rostro y restarle importancia a la situación, la pequeña sonreía.
La expresión de la niña cambió de repente, su rostro se transformó en una máscara de terror y su carita… se le escapó a Caronte de las manos. Alguien tiraba de la niña.
—Me arrastran, alguien tira de mi pierna, Caronte dame la mano, no me sueltes, por favor…
La mercenaria no veía a nadie, no había nadie abajo, pero la cría se alejaba. La cogió de las manos y tiró, tiró con tanta fuerza que pensó que iba a arrancarle a la niña las extremidades. La fuerza al otro extremo cesó y la niña terminó encima de Caronte. La mercenaria se apresuró a incorporarse y alejarse del sitio en el que la habían sujetado. Tenía a Sandra pegada a ella, la abrazaba por el cuerpo y trataba de buscar al ser que la había cogido. Entonces lo oyó, oyó los lamentos, los gruñidos, el ruido que… hacían al arrastrarse, había más de un zombi, debían haber quedado enterrados al producirse el hundimiento del terreno y ahora habían decidido salir, justo en ese momento, cuando las habían escuchado caer, rodar y…chillar.
Los zombis iban apareciendo de entre la tierra como en las peores películas de muertos vivientes. Se levantaron. Caronte sabía que tenían que salir del agujero antes de que terminasen de desenterrarse. Corrió al otro extremo con la niña de la mano y comenzó a subir. La tierra estaba húmeda y resbalaba. Caronte cogió a la pequeña e intentó izarla para que alcanzase el asfalto. El ataque de los zombis la sorprendió en una posición indefendible, con las dos manos ocupadas en elevar a la niña dos zombis se abalanzaron sobre ella, los había visto de reojo pero poco podía hacer. Para evitar que Sandra cayese sobre ellos la volteó y la lanzó a un lado. Ya tenía las manos libres pero con una debía sujetar del cuello a uno de los zombis, al otro le lanzó un puñetazo al rostro, parte de su carne se quedó adherida a su puño, sintió una profunda arcada pero no tuvo tiempo de más, el zombi volvía a la carga. No era capaz de decir si se trataba de un hombre o de una mujer, ni si era joven o viejo, la tierra cubría su rostro, su cuello, sus ropas, resultaba imposible comprender cómo era capaz siquiera de ver algo con la tierra que cubría sus ojos.
¡POF!
¡POF!
¡POF!
Habían caído tres zombis más, y pronto se les unirían otros, los gritos y gruñidos eran evidentes. Caronte sabía que usar armas de fuego no solía ser una buena idea con los zombis pero no tenía otra alternativa, en el agujero apenas se veía nada y pronto lloverían más muertos; se decidió. Desenfundó la Beretta con celeridad y comenzó a disparar. Primero a los dos desenterrados, luego a los que cayeron de arriba. El estruendo provocado por las detonaciones debía haberse escuchado en toda Roma; estaban jodidas. Cogió a la niña de la mano y trepó arriba ahora ella en primer lugar. Estaba en lo cierto, los zombis llegaban en manada. Había disparado sobre los dos más próximos así que aprovechó el hueco para correr sin soltar la mano de la pequeña.
Le dolía la frente, se le debía de haber abierto la herida, se pasó el brazo, sangraba, todo se estaba torciendo. Tenían que alcanzar el río. Trató de ubicarse, si no recordaba mal, el puente más cercano era el de la Isla Tiberina, le encantaba esa isla, no quedaba lejos, aceleró el paso y obligó a la niña a seguirla.
Se trataba de un pequeño islote en medio del Tíber en el centro de Roma. No era muy grande, 270 metros de largo y cerca de 67 en su parte más ancha. De origen volcánico resultó determinante para el próspero desarrollo del imperio. En sus comienzos albergó el Templo de Esculapio, en la actualidad acogía un hospital, una iglesia y disponía de una gran oferta de ocio nocturno. Recordaba cada una de las palabras de la guía que se la mostró la primera vez que la visitó. Ahora no tenía el mismo aspecto que entonces, sin luz alguna que iluminase los edificios al otro lado del puente, estos parecían mansiones del terror.
La carretera que discurría por el centro del puente se encontraba obstruida por un camión de reparto de hielo, no era muy alto, sopesó la idea de encaramarse al mismo pero la desechó rápido, eso no haría que los zombis desaparecieran y tampoco tenía claro que no fueran capaces de alcanzarlas. Bordearon corriendo el vehículo por la acera izquierda. Unos metros más adelante, un coche fúnebre se había estrellado contra el muro derecho del puente; el ataúd continuaba dentro.
La temperatura parecía subir por momentos, el estruendo de los gritos y gruñidos de los zombis se mezclaba con el arrullo del agua del río que continuaba fluyendo bajo ellas como si el apocalipsis que había sobrevenido en todo el mundo no fuese con él. Caronte valoró también la posibilidad de lanzarse al agua pero el recuerdo de los zombis emergiendo para abalanzarse sobre Megan en la playa la golpeó haciendo que desechase de inmediato esa alternativa.
Se detuvo tirando con fuerza de la mano de la niña. Delante de ellas el puente estaba ocupado por decenas de zombis que avanzaban a la carrera a por su cena. Se volvió, la entrada al Ponte Fabricio ya había sido tomada por los muertos que las seguían. Se había equivocado, se había metido, sin pensarlo, en un callejón sin salida. Reculó, colocando a la niña tras ella, hasta el lado izquierdo del muro del puente y desenfundó su arma. Sabía perfectamente la munición que contenía: seis balas, estaban jodidas.
@@@
Llegamos a la margen del río, el Ponte Fabricio quedaba a nuestra derecha. Construido en el año 62 a.C es el más antiguo de ese periodo que se conserva en su estado original; sacudí la cabeza para apartar todos esos datos. La hilera de frondosos robles no dejaba observar bien la escena. Nos subimos a un autobús urbano volcado que había arrancado múltiples ramas hasta detenerse y quedar encajado entre un par de árboles para terminar estrellando su techo contra el murete de piedra que flanqueaba el río. Corrí entre las ventanas para buscar un lugar con mejor visibilidad mientras escuchaba nuevos disparos, seis más, luego solo el atroz griterío de los zombis envuelto por el arrullo del agua corriendo en el cauce y las hojas de los árboles meciéndose por la leve corriente de aire que soplaba desde el Norte. Me giré para verificar que Thais me siguiese. Casi se chocó conmigo. Su respiración era agitada y su expresión aterrorizada.
—No tienen más balas —Thais no dijo nada, bastante tenía con mantener su respiración a un ritmo aceptable.
La situación no podía ser peor para la mujer y la niña. La mercenaria había consumido toda la munición de su arma, era evidente, aprovechaba la breve ventana de tiempo que había logrado para izar a la pequeña y pasarla al reducido borde existente al otro lado del muro. Bajo ella solo quedaban los sedimentos acumulados alrededor del pilar central, este se hallaba completamente rodeado de agua que reflejaba parte del puente gracias a la luz que enviaba una brillante luna llena. Se volvió y lanzó la pistola contra la cabeza del zombi más cercano, el hombre se desplomó. Empuñó un extraño cuchillo y se lanzó sobre el siguiente. Mientras lo sujetaba del cuello con una mano con la otra hundía la hoja en su oído.
Deseé que Shania hubiera estado allí. Observé a Thais, era la mejor con un teclado bajo sus dedos pero no tenía ni puta idea de disparar. Lo que quiera que idease tendría que llevarlo a cabo yo solo. Encaré el fusil y fui enfocando con el visor. El otro lado del puente, el más próximo a la isla, aparecía obstruido por varios vehículos, parecían estar dispuestos a conciencia para evitar el tráfico rodado pero no eran obstáculo para los zombis que los iban sorteando por los huecos e incluso por encima, aunque gracias a ellos su avance resultaba mucho más lento. Aun así, varias decenas los habían sobrepasado y se dirigían hacia ellas.
En mitad del puente un coche fúnebre accidentado que había derribado parte del muro. En el otro lado, un camión descansaba estrellado contra la barandilla de piedra; dificultaba el paso aunque en menor medida, más de dos docenas de zombis lo habían sobrepasado ya.
Apunté a la mujer. A través de la mira intuí esos ojos que tan bien recordaba. En ese momento atravesaba la tráquea de una zombi, el cuchillo se había encajado en algún punto de la garganta, no le quedó más remedio que soltarlo para agarrar a otro zombi y apartar su boca de ella. La otra mano continuaba ocupada reteniendo un zombi ataviado con una mugrienta y raída sotana. Disparé.
¡FLOP! ¡FLOP!
Ninguno de los dos tiros hizo el más leve sonido, nunca había disparado un arma como esa, o si lo había hecho no lo recordaba. Los dos cuerpos quedaron flácidos y comenzaron a caer a peso, la mujer tardó en comprender antes de soltarlos.
Continué disparando. Lo hacía por proximidad, primero los que representaban un mayor peligro para la mujer y la niña, luego fui ampliando el radio. Mientras cambiaba un cargador observé a la mujer, me había localizado y corría hacia la niña.
No podía seguir así eternamente, la munición se agotaría, los zombis no. Me puse en pie. La mujer y la niña me observaban. Los zombis comenzaban a rodear también el autobús.
Me sentía extraño, eufórico pero tranquilo, reparé en mi respiración, era lenta, pausada, mi puntería: letal. Mi cerebro trabajaba a la perfección bajo presión, la situación giraba en mi cabeza, delante de mis ojos como si fuese un holograma en 3D. Inspiraba y el cuadro giraba ante mí, valoraba un movimiento, estudiaba posibilidades evaluaba resultados, lo desechaba, otro, y otro hasta que mi cerebro aceptó el último. Apunté hacia la mujer y la niña. Esos ojos que no olvidaba me observaban, no, me vigilaban; bien. Les hice una señal para que se protegieran. Vi a la mujer fruncir el ceño pero se pasó con la pequeña al otro lado del muro y obligó a agacharse como pudo a la cría.
Giré el fusil y apunté al camión. Busqué el depósito de gasolina.
¡FLOP! ¡FLOP! ¡FLOP!
El camión estalló en llamas, un hongo de fuego se elevó varios metros iluminando los sesenta y dos metros del puente, cómo coño podía saber la medida del jodido puente. Volví a apuntar a la mujer. Estaba bien, protegía con su cuerpo a la pequeña agarrada fuertemente al muro. Volví al camión. La onda expansiva había lanzado a los zombis más próximos al suelo, alguno estaría muerto definitivamente, pero muchos no tardarían en reaccionar. Varios de ellos caminaban en círculo envueltos en llamas, incendiando a su vez a los que se les acercaban. Las llamas iban disminuyendo y con ellas disminuía la visión de la zona. La escena, sin embargo, era adictiva, tuve que esforzarme para alejar el visor. Apunté hacia uno de los vehículos colocados en la otra entrada al puente. El de la izquierda tenía el depósito al otro lado. Apunté al de la derecha. Su depósito quedaba a la vista.
¡FLOP! ¡FLOP! ¡FLOP!
El vehículo estalló y, como antes, las lenguas de fuego se elevaron varios metros. Las llamas se propagaban rápido de un coche a otro. Como en la primera explosión, los zombis cercanos también habían sido derribados, y muchos de ellos volvían a caminar encendidos llevando las llamas de un zombi a otro.
—¡Luca! La mujer —Thais me golpeaba en el hombro.
Apunté hacia la mercenaria. No estaba, no la veía, solo la niña continuaba agarrada al muro del puente.
—¿Dónde está?
—Cayó al río, creo que recibió el impacto de algún fragmento de la última explosión.
Apunté hacia el río, en el pilar del puente no veía a nadie, recorrí el agua, no la encontraba.
—Luca, los zombis, la niña —Thais me tiraba del chaleco.
Aparté el ojo del visor para tener una mejor visión de conjunto. Entre la luna y las llamas la visibilidad era perfecta Varios de los zombis incendiados se dirigían hacia la cría y otros muchos comenzaban a aproximarse al camión y a la barricada encendida que formaban los otros dos vehículos. No les importaba el fuego no temían nada, ya estaban muertos.
—Espera aquí.
Salté sobre las cabezas de varios zombis que asediaban el autobús y corrí por la gruesa barandilla de piedra. A un par de metros de llegar al puente me detuve y disparé sobre todos los zombis que quedaban en pie entre las dos barricadas de fuego en el interior del puente. Reemplacé de nuevo el cargador, era el tercero. La niña continuaba al otro lado del muro, miraba hacia abajo, parecía dispuesta a saltar.
—¡NOOOO! SANDRA. ESPERA
La pequeña se volvió, parecía sorprendida de escuchar su nombre en la boca de un desconocido armado con un fusil. Aproveché su confusión y alcancé el interior del puente. Continué disparando sobre los zombis que sobrepasaban la barricada de fuego.
—¡LUCAAAA!
Me volví. Los zombis habían conseguido trepar al autobús y acosaban a Thais, retrocedía pero pronto se quedaría sin espacio. La niña de momento estaba a salvo. Apunté al autobús, abatí a todos los zombis que habían logrado subir. Busqué a la niña. Continuaba al otro lado del muro, agarrada al pedestal de metal de una papelera. Miraba hacia abajo, parecía hablar con alguien. Hice intención de asomarme.
—No.
La pequeña había gritado asustada y ahora casi colgaba sujeta únicamente por la mano que se aferraba al soporte de la papelera. Localicé a la mercenaria, se agarraba con dificultad a una rama que salía de la tierra que rodeaba el pilar del puente. Se sujetaba con la mano izquierda, en el hombro derecho se veía una herida; Thais tenía razón, debía haberle alcanzado algo de metralla tras la segunda explosión. En su rostro se reflejaba una mezcla de sufrimiento, por el esfuerzo que suponía para ella mantenerse agarrada con una sola mano a merced de la corriente que intentaba arrastrarla, y de dolor, provocado por la herida de su hombro.
—Ve con él Sandra, él te protegerá, él cuidará de ti.
Se dirigía a la niña. La pequeña se giró hacia mí y volvió a agarrarse al muro con fuerza. A la mercenaria cada vez le costaba más trabajo mantenerse sujeta a la rama, el agua la envolvía sumergiendo su cabeza, no tardaría en ser arrastrada por la corriente. Por si eso no fuera bastante, una multitud de zombis se dirigía al río procedente de la Isla; esos seres parecían dotados de radar, pronto alcanzarían el agua y comenzarían a lanzarse a ella.
—Sandra, no saltes. VE CON ÉL, VE CON TU PADRE. El río no es seguro.
La niña me miró después de oír a la mujer. Creo que llegué a distinguir unas lágrimas brotando de sus ojos, luego se soltó, se dejó caer al vacío. Me asomé. La mercenaria seguía agarrada a la rama y con el brazo herido cogía a la niña de la ropa. Los zombis procedentes de la Isla ya se lanzaban al agua. La corriente, aunque no demasiado fuerte los arrastraba río adelante.
Una vez más mi cerebro comenzó a procesar posibilidades; no válida, desechada, no válida, desechada…
—Tenéis que soltaros, deja que la corriente os lleve, eliminaré a los zombis que se os crucen. Una vez hayáis rodeado la isla y superado el Ponte Palatino debéis intentar acercaros a la margen derecha del río, el agua arrastrará a los zombis hacia el lado izquierdo. Más adelante podréis subir a la otra orilla. Ten en cuenta que solo os podré cubrir hasta el Ponte Rotto, a partir de él el río hace un giro, os perderé de vista. Procura aguantar antes de salir, yo os seguiré por la otra margen del río y limpiaré la zona.
No tenía la más remota idea del lugar del que mi mente extraía esos datos. Conocía las denominaciones de calles y monumentos, y casi de la totalidad del plano de Roma, pero no era capaz de ponerles imagen, no sabía cómo era el Ponte Palatino aunque sabía que calles unía; era enfermizo.
La mujer sacó la cabeza del agua y me miró, no podía estar seguro de que me hubiera escuchado. Asintió y soltó la rama. Sí, me había entendido, se mantenía alejada de la orilla mientras la corriente las arrastraba pero iban demasiado rápido. En medio del cauce no había zombis pero varios de los que se lanzaban desde el costado de la Isla se habían quedado encallados entre los pilares del Ponte Rotto. Apunté con cuidado y… no veía nada, tuve que apartar la vista de la mira. La luna había dejado de brillar, una enorme nube negra la cubría por completo, tardaría en poder volver a ver algo. Cambie a mira nocturna. No era suficiente, había demasiados focos de fuego a mi alrededor, el intensificador no funcionaba correctamente. Coloqué de nuevo la mira normal y volví a apuntar, era imposible, veía bultos deformes, no podría alcanzarlos en la cabeza. Intenté localizar a la niña y a la mujer pero no podía estar seguro de su posición, me dio la impresión de que habían logrado separarse del Ponte Rotto, pasarían a su izquierda.
Escuché tarde el gruñido, no me dio tiempo a reaccionar. Sentí el mordisco en el hombro. Eché la cabeza atrás y golpeé al zombi en la cara haciendo que se soltase, luego lancé el codo contra su frente. Me giré y disparé dos tiros a quemarropa, su cabeza reventó. Me llevé la mano a la espalda, repasé la piel, los dientes no habían alcanzado la carne, el chaleco me había salvado. Los zombis regresaban.
Me encontraba en el centro del puente, entre los dos arcos. Un crujido extraño comenzó a elevarse sobre el resto de sonidos procedente de la Isla. El primer arco cedió, parte del puente se vino abajo arrastrando vehículos aún en llamas y zombis con ellos. No acababa de reaccionar y el crujido que se había iniciado al otro lado se contagió a todo el puente. Salté por el pilar central antes de que toda la estructura colapsase. Terminé en el agua muy cerca de donde poco antes había estado agarrada a la rama la mercenaria. Nadé hacia la orilla para evitar los bloques de piedra que caían. Un puente con más de 2.000 años y me lo había cargado de dos disparos.
—¡LUCAAA!
Era Thais, los zombis debían estar asediándola otra vez. El derrumbamiento de la estructura había despejado la zona de muertos. Subí por las escaleras que comunicaban con el puente desaparecido y corrí hacia el autobús. La desaparición de la luz de la luna lo dificultaba todo. A pocos metros del autobús comencé a disparar. Despejé el costado del vehículo lo suficiente para que la chica escapase.
—Salta —grité.
Thais se alejó de los zombis que la acosaban en lo alto del autobús y saltó junto a mí. El transporte urbano estaba rodeado de muertos, muertos que ahora se dirigían hacia nosotros. Corrimos hasta alejarnos unos ochenta metros. Coloqué el sexto cargador, el último.
—Espera.
Volví a apuntar sobre el autobús, busqué el depósito y abrí fuego. Una nueva explosión sacudió la ciudad. Nos daría algo de margen para poder alejarnos con más seguridad, sería un nuevo reclamo para muchos zombis. Corríamos en dirección al siguiente puente, el Ponte Palatino, como el anterior, este también estaba bloqueado en los accesos por vehículos que impedían el paso de cualquier forma que no fuera andando. No podía ser casualidad.
Habíamos dejado atrás a los zombis que nos perseguían pero solo me quedaban siete balas. No nos fue difícil localizar a la mujer y a la niña. Los faros de tres todoterrenos las iluminaban, a su alrededor varios fusiles, también dotados de silenciador abatían a los zombis que se acercaban. Nos detuvimos, me apoyé sobre el techo de un vehículo para poder apuntar mejor. Siete balas. Veía a cinco soldados, todas mujeres rodeando a la mujer y a la chica. Me sobraban dos. Eché el cuerpo adelante dispuesto a disparar.
—No tienes munición suficiente —retiré la vista, Thais susurraba a mi oído— ¿Cuántas balas te quedan? No hay más cargadores.
—Siete.
—¿Solo te quedan siete balas? No podrás con todos y te delatarás. Hay cinco a la vista pero dentro de los vehículos hay más. Si disparas podrían matar a la niña.
—La necesitan —objeté.
—No sabes si son los que la buscan.
—Sí lo sé, sé que lo son, son mujeres, mercenarias como ella, como Shania.
Thais retiró su mano de mi hombro.
@@@
Caronte miraba a un lado y otro, intentaba concentrarse pero no lograba apartar la mirada de la niña de su cabeza. Había fallado, a pesar de todo su entrenamiento había fallado. Se había vuelto a descuidar y las habían sorprendido. Ahora solo les quedaba una opción: saltar al río, a las aguas oscuras y llenas de zombis del Tíber; y no quería exponer a la niña a eso, la imagen de Megan siendo desgarrada en el mar se repetía en bucle en su cerebro.
Sacudió la cabeza, desechó esas ideas e intentó concentrarse en la situación. Lo primero era proteger a la pequeña. Aprovechando el respiro de los últimos disparos levantó a la niña y la pasó al otro lado del muro.
—Pisa en ese saliente, agárrate a la barra de la papelera. Estate preparada, tendremos que saltar —Caronte tuvo que volverse para alejar de su retina la mirada cargada de terror de la niña.
Ya llegaban. Lanzó la pistola descargada sobre la cabeza del zombi más cercano. Su cráneo sonó al romperse, todo el cuerpo cayó inerme a un lado. El siguiente ya estaba encima, lo sujetó por el cuello y hundió el cuchillo del tuareg en su oído. Tuvo un instante para recordar la mirada de Ayyer, le habría venido bien su ayuda.
Un nuevo zombi se abalanzó sobre ella, vestía una mugrienta sotana, lo sujetó del cuello. Antes de poder apuñalarlo llegó otro, una mujer. La paró en seco hundiendo el cuchillo en su tráquea. No había tiempo, se aproximaba otro y tras ese, muchos más. Tiró de la empuñadura para extraer la hoja mientras el cuerpo muerto caía. El cuchillo se había encajado, no podía sacarlo, tuvo que soltarlo para sujetar la boca de un nuevo zombi. Era el fin. Lo lamentó por la cría, tendría que saltar, continuar ella sola. Había fallado pero le conseguiría el tiempo necesario para que escapase río abajo. Se giró para ordenarla que saltase. Entonces ocurrió, de repente el cura dejó de empujar, su cabeza realizó un leve movimiento. Un creciente lunar negro apareció en su frente. Casi de forma simultánea al otro le ocurrió lo mismo, pasó de tener que mantenerlo alejado a sujetarlo para que no cayese. En esta ocasión su ojo derecho pareció expandirse. Los soltó.
Los zombis que avanzaban frente a ella fueron, uno a uno, cayendo de la misma forma silenciosa. La estaban ayudando, alguien disparaba con un arma dotada de silenciador. Por fuerza tenía que ser de la Organización. Comprobó que la niña continuase bien, la miraba tan sorprendida como ella. Buscó el origen del fuego, no tardó en hallarlo, disparaba desde un autobús: no se trataba de la Organización, era el padre de la niña, reconoció su silueta, el cerebro le trajo el recuerdo del olor de su cuerpo desnudo después de haber hecho el amor varias veces. Por fin la había encontrado. Se alegró por la niña, se lo merecía.
Enseguida su mente racional volvió a la realidad, continuaban cercadas por decenas de zombis y un solo hombre era lo único que las mantenía con vida: estaban casi tan jodidas como antes.
El hombre le hizo un gesto, miró a los coches y al camión, a un lado y otro del puente, Caronte comprendió. Arrancó el cuchillo del cuello de la mujer, pasó al otro lado del muro y se colocó sobre la niña protegiéndola con su cuerpo y obligándola a que se agachase cuanto pudiera. Enseguida llegó la primera explosión, el depósito de combustible del camión reventó, las llamas se elevaron ocupando esa entrada del puente y propagándose de zombi en zombi.
La segunda explosión no tardó. En esta ocasión Caronte no vio nada, lo sintió, sintió el impacto en su hombro derecho. Se soltó del puente para no arrastrar a la niña, con su padre tendría una oportunidad.
—¡CARONTE! ¡CARONTE! —la niña gritaba y miraba al río buscando a la mujer.
Las lágrimas que inundaban sus ojos apenas le permitían ver nada. Cuando ya estaba a punto de saltar al vacío escuchó su nombre. Alguien la llamaba por su nombre, no era Caronte, tampoco Tamiko, era la voz de un hombre, una voz fuerte, potente, segura, no se trataba de Sami. Por alguna razón esa voz la paralizó y detuvo su decisión. Enseguida descubrió su procedencia, un hombre disparaba sobre los zombis, su arma era como las que tenía Caronte en el desierto, no hacía ruido, recordó el nombre: silenciador. Los zombis caían alrededor suyo, no dejaba que se acercasen a ella. Entonces oyó el grito.
¡LUCAAAA!
Caronte había logrado sujetarse a una rama con su mano izquierda, el hombro dislocado dolía pero menos que el derecho, debía haber recibido el impacto de algún trozo de metralla procedente de alguna de las explosiones. Luca, así que ese era el nombre del hombre, nunca lo supo. Sonrió, se alegró por la niña. Reunió las pocas fuerzas que la quedaban para levantar la cabeza, la niña la miraba, parecía sorprendida, no contenta ni aliviada. Parecía dispuesta a saltar.
—Sandra, no saltes. VE CON ÉL, VE CON TU PADRE. El río no es seguro.
La pequeña saltó “por qué saltó” a Caronte no le dio tiempo a procesar la situación. Veía a la niña caer como a cámara lenta. Si no lograba retenerla el agua la arrastraría, ella tendría que soltarse y se alejarían del padre de la cría, del hombre que las había salvado la vida, que había recorrido medio mundo para rescatar a su hija. La niña entró en el agua y Caronte alargó la mano derecha, la izquierda debía mantenerla agarrada a la rama. Sus dedos encontraron el cuerpo de la cría, se cerraron como cepos en torno a su ropa, tendrían que cortarle la mano antes de que la abriese y dejase escapar corriente abajo a la pequeña.
Sandra salió del agua y escupió el líquido que había llenado su boca, luego sus manos se cerraron con fuerza en torno al brazo de Caronte. La mercenaria cruzó los ojos con los de Sandra, intentaba comprender el motivo por el que había saltado. Había escuchado a su padre decirle que no saltase, se había dirigido a ella por su nombre, no lo entendía.
Arriba seguía escuchando los frenéticos movimientos del hombre mientras continuaba disparando. Había recordado su voz al escuchar hablar a su hija; nunca olvidaría esa voz.
—Tenéis que soltaros, deja que la corriente os lleve, eliminaré a los zombis que se os crucen. Una vez hayáis rodeado la isla y superado el Ponte Palatino debéis intentar acercaros a la margen derecha del río, el agua arrastrará a los zombis hacia el lado izquierdo. Más adelante podréis subir a la otra orilla. Ten en cuenta que solo os podré cubrir hasta el Ponte Rotto, a partir de él el río hace un giro, os perderé de vista. Procura aguantar antes de salir, yo os seguiré por la otra margen del río y limpiaré la zona.
Caronte sentía los tendones de sus hombros a punto de romperse. El río sumergió su cabeza, tuvo que luchar para conseguir volver a sacarla. No entendía muy bien lo que le decía pero sus fuerzas se encontraban al límite. Le miró, asintió y se soltó de la rama dejando que el río las arrastrase a las dos.
Mientras luchaba por mantener sujeta a la niña trataba de situar los pies hacia adelante para evitar herirse con cualquier cosa que pudiera hallarse en el fondo. Mientras avanzaba iba viendo zombis caer bajo los disparos del padre de la niña. Se esforzó en recordar lo que le había gritado; que dejase el Ponte Rotto a la derecha, que luego las perdería de vista en el recodo del río. Tenía las ruinas de ese puente al frente, pero las iba viendo desaparecer, se desvanecía. El pulso de Caronte se aceleró aún más, había dejado de ver el puente, todo era oscuridad, sus fuerzas se agotaban, se iba a desmayar, todo estaba negro, apretó con más firmeza el cuerpo de la pequeña.
—La luna se ha ido.
La voz de la niña fue como un chute de adrenalina. Levantó la vista, era cierto, las nubes habían cubierto por completo la brillante luna, todo se había oscurecido. Eso no era bueno, no era un buen presagio. Al instante escuchó un enorme crujido a su espalda, qué pasaba ahora. Ladeó la cabeza como pudo para ser testigo de cómo el Ponte Fabricio se derrumbaba, primero un arco, luego el otro.
¡LUCAAAA!
Caronte buscó la procedencia de la voz, venía del autobús, la mujer que acompañaba a Luca estaba en problemas, no podía distinguirla, no podía ayudarla, tal vez tampoco él pudiese ayudarla, el puente había caído con el padre de la niña encima rodeado de zombis; no lo tenía fácil.
La mercenaria se esforzaba en escuchar, era el único sentido útil en ese momento. Procedentes del autobús en el que se refugiaba la mujer oyó impactos sobre la chapa, el hombre continuaba disparando, seguía vivo, una sonrisa se le escapó.
—Sigue vivo.
Habían dejado el Ponte Rotto atrás. Ahora no percibía disparos en torno a ella, tampoco veía zombis en la margen cercana. Hizo lo que el hombre le había dicho y se fue desplazando a la derecha.
Una nueva explosión las sorprendió. Cuando se volvió descubrió el autobús en llamas, lo había hecho explotar para atraer sobre él la atención de los zombis cercanos y tener un respiro para protegerlas.
Caronte había conseguido aproximarse a la orilla, se agarró a un trozo oxidado de escalera y logró salir del río. Se tumbó en el cemento del carril que recorría el margen derecho, necesitaba un descanso pero estaba exultante, la adrenalina continuaba fluyendo, el dolor desaparecía y ella sabía el motivo: el padre de la niña estaba ahí, por fin la había encontrado, ya no tendría que entregársela a la Organización, le daba lo mismo el futuro de la Humanidad, el posible hallazgo de una vacuna, ya nadie volvería a hacer daño a la cría, a Sandra.
—Ese hombre no era mi papa.
La confesión de la niña la paralizó, la adrenalina se evaporó, todo el cansancio, el estrés, el dolor provocado por las heridas, todo afloró de golpe, a pesar de estar completamente tumbada en el suelo tuvo la impresión de hundirse, de atravesar el cemento y caer a peso al interior de las ruinas de la ciudad de Roma.
El gruñido la sacó de su abstracción. La niña se incorporó alejándose del zombi. Caronte se levantó empuñando el cuchillo de Ayyer. Las últimas palabras de la pequeña golpeaban el interior de su cerebro destrozando sus neuronas:
“…ese hombre no era mi papa…”
“…ese hombre no era mi papa…”
“…ese hombre no era mi papa…”
Se preparó para recibir al zombi. Intentó esquivarlo pero su hombro izquierdo falló, se vio arrastrada al suelo, logró separar la boca del zombi de su cara y empleó las últimas fuerzas que le quedaban en empujarlo con las piernas. El zombi rodó y cayó al agua.
—Caronte, vienen más.
La mercenaria se giró sin ser capaz de levantarse, más de media docena de muertos se acercaban corriendo, gruñendo, no podría con todos, a quién quería engañar, no podría con ninguno, era el fin, no había vuelto a oír los disparos del pad… de ese hombre. Se sentó y atrajo a su lado a la niña. Sujetó con fuerza su cuello, no dejaría que sufriese, no permitiría que la devorasen viva. Cerró los ojos, la pequeña hizo lo mismo, y se concentró en transmitir sus últimas energías a sus manos.
¡FLOP! ¡FLOP!
¡FLOP! ¡FLOP!
¡FLOP! ¡FLOP!
Abrió los ojos, las luces hirieron su retina, tras ella los zombis caían bajo el fuego de los fusiles con silenciador. Los faros de tres vehículos las iluminaban, ni siquiera los había oído acercarse. Tras las luces creyó ver a varias mujeres uniformadas: la Organización. Acercó la boca al oído de la niña:
—No digas nada… de ese hombre, nada, no has visto nada, estabas asustada, no viste nada.
La cría asintió notando una presión excesiva sobre su cuello.
—¡Al suelo! Suelta el cuchillo y estira los brazos.
La mercenaria sencillamente se dejó caer boca abajo soltando el arma, ni siquiera recordaba tenerla en la mano.
—Caronte —Tamiko se acercó a ella, lo lograste, lo sabía, sabía que lo lograrías. Os hemos estado buscando.
Caronte dirigió una mirada inexpresiva a la japonesa mientras esta la ayudaba a incorporarse. Había fracasado, no lo había conseguido, al final había entregado a la niña a la Organización.
—Una gran idea hacer volar los vehículos que obstaculizaban el Ponte Fabricio.
Un hombre uniformado se acercó a ella, no le conocía. Su cerebro se activó de nuevo, no sabían de la existencia del… de ese hombre, Luca y debían continuar ignorándola.
—No había muchas más opciones —expresó con voz apenas audible.
—Escuchamos disparos, al otro lado del río y luego en el puente. Sin embargo…
Los sentidos de Caronte saltaron, estaba en peligro.
—… no escuchamos ningún disparo antes de cada explosión ¿Cómo lo hiciste?
Qué hacer, qué decir, no era la observación lo que la había aterrorizado, ni el tono en que había sido hecha, era la voz… había escuchado esa voz antes, ladeó su cuerpo para sortear el del primer hombre que había hablado; entonces lo vio, lo volvió a ver. Tenía que pensar rápido pero no sabía qué ocurría.
—Creí que fuisteis vosotros —su mente trabajaba a toda prisa— eran armas con silenciador, pensé que era Tamiko —señaló a la japonesa.
El hombre se acercó, adelantó al otro y se acuclilló frente a la pequeña.
—Tú debes ser Sandra. Encantado de conocerte —estrechó la mano libre de la niña, la otra seguía cogida a la de Caronte— ¿Tu tampoco has visto a nadie en ese puente?
La niña venció el impulso de buscar la confirmación de Caronte antes de responder:
—Tenía los ojos cerrados, estaba asustada, tenía miedo.
Su voz había sonado quebrada, su expresión volvía a ser de pánico, la niña era una gran actriz.
El hombre continuaba sonriendo cuando se incorporó hasta situarse frente a Caronte.
—Estás herida —llevó la mano al hombro de la mujer— será mejor que te llevemos con Armand. Pasad al vehículo.
La niña y Caronte se sentaron en la parte de atrás, Tamiko se puso al volante del todoterreno. Cuando las puertas se cerraron la niña acercó su boca al oído de Caronte para susurrar:
—Ese hombre tampoco es mi papá.
En el exterior, Evan sonrió a Kool mientras observaba el margen opuesto, creía haber visto un reflejo.
—Le han visto, ha sido él, Luca está cerca.
@@@
Los soldados que habían rodeado a la mujer y a la niña parecían más relajados, continuaban vigilándolas pero no se mostraban tan hostiles. Apunté a la mercenaria más cercana a la mujer, ninguno de los dos hombres estaba a tiro, era como si esperasen algún tipo de ataque.
—Sé que quieres ayudar a la niña, crees que estás en deuda con ella pero…
Un creciente dolor de cabeza se afianzaba por momentos. Escuchaba la voz de Thais en segundo plano mientras mantenía a una mercenaria de rasgos orientales en el punto de mira.
—… sé que preferirías que fuese Shania quien estuviese ahora aquí, pero aun así, ni estando los dos juntos podríais acabar con todos y rescatar ya a la niña, está en la otra margen del río, la matarían, esa gente…
No sé cómo ocurrió, no podría explicar cómo el cuello de la chica había terminado un vez más entre mis dedos. Mi mano derecha se cerraba sobre su garganta. Podía oír los latidos de su corazón, podía sentir su sangre fluir por el interior de sus venas. Podía oler su miedo. Los ojos de Thais se abrían cada vez más. Tras el desconcierto inicial comenzó a golpearme con las manos, primero en el pecho, luego en el brazo, por último intentó aflojar la tenaza que la ahogaba. Solté el fusil dejándolo colgar de la correa que lo sujetaba a mi cuello e inmovilicé sus manos. Intentaba hablar, decir algo, suplicar por su vida, apelar a algún tipo de sentimiento. Algo en mi interior se había liberado, la cabeza me iba a estallar pero sentía mi conciencia en paz y mi respiración era tranquila. Los ojos de la chica se movían hacia arriba, repetían el movimiento una y otra vez: se ahogaba. Entonces lo oí, no era eso, venían zombis, estaban muy cerca, intentaba avisarme con lo único que podía mover.
Lancé la cabeza atrás para impactar sobre la frente del zombi que ya se relamía. Solté a Thais, la escuchaba coger aire y toser, toser y volver a insuflar aire en sus pulmones. Antes de darme la vuelta vi como la niña y la mujer de ojos verdes embarcaban en los vehículos para perderse en la oscuridad que de nuevo envolvía la ciudad.
Cientos de zombis se dirigían hacia nosotros, reventé con la culata del fusil la cabeza del zombi que acababa de derribar y me preparé para ir recibiendo al resto. El dolor de cabeza había remitido por completo, mi respiración seguía pausada pero sentía crecer un odio extremo contra esos seres. Algo parecido a lo que me sucedió en Cagliari. Deseaba matarlos, acabar con todos, no, no es verdad, deseaba matarla a ella, volver a coger su cuello entre mis manos y apretar, apretar hasta que su corazón dejase de latir.
—Tenemos que irnos, tenemos que salir de aquí, solo tienes siete balas, hay que volver.
Me giré para mirarla sin abandonar mi posición de defensa. En su cuello se apreciaba sin dificultad la marca de mis dedos.
—Vete —tuve que realizar un gran esfuerzo mental para alejar los pensamientos que me dominaban.
Avancé un paso y atravesé el pecho de una zombi, el cañón del fusil entró entre sus senos y salió a la izquierda de su columna. Disparé y reventé la cabeza del zombi que la seguía, luego adelanté el pie y golpeé con la frente la cara de la mujer, cayó de espaldas dejando sangre y restos en el fusil.
—Luca, tenemos que irnos…
¡FLOP! ¡FLOP!
Los dos proyectiles impactaron entre las piernas de la chica.
—¡Vete! ¡Ya!
Thais se volvió y echó a correr alejándose. Podía escucharla sollozar mientras se marchaba. Me concentré en los zombis que se aproximaban.
Era la una de la madrugada cuando crucé las puertas de entrada al Hotel Palatino. Shania bajaba en ese momento los escalones perfectamente pertrechada con otro chaleco y varios cargadores, de la pistola que empuñaba, en los correspondientes alojamientos. Quedamos frente a frente en el vestíbulo del Hotel. Tardó unos instantes en bajar el arma y dejar de apuntarme
—Joder ¿Qué coño ha pasado? ¿Has visto el aspecto que tienes? No te habrán mordido ¿Verdad? —El cañón de la pistola volvió a dirigirse hacia mí.
Giré la cabeza y vi mi imagen difuminada en un espejo que rodeaba por completo una de las columnas del vestíbulo. Estaba oscuro, no había demasiada luz pero lo que vi reflejado en él hizo que me estremeciese. Mi rostro era una máscara ensangrentada, el chaleco, antes negro, parecía ahora estampado de diferentes tonalidades de rojo. Mis pantalones se hallaban cubiertos de sangre y restos, sobre la rodilla derecha un desgarro dejaba ver mi piel también ensangrentada. El fusil era un trozo de acero pegajoso con restos varios adheridos por todas partes.
—No… creo —respondí.
—Tienes una herida ensangrentada en la pierna y la huella clara de un mordisco en el cuello ¿Estás seguro?
—La sangre de la pierna no es mía y… el chaleco evitó que los dientes me alcanzasen.
—¿Me vas a contar entonces lo que ha ocurrido? La chica no ha sido muy explícita —Shania mantenía el arma sujeta con las dos manos apuntando a algún punto indefinido delante de mis pies.
Sentí como una descarga en la cabeza y mi mente regresó a la margen del río. Podía escuchar el murmullo del agua, respirar la humedad que desprendía el Tíber, impregnarme de la historia que había recorrido ese lugar
La tenía al alcance de la mano pero saltó, la niña saltó. Debería haber saltado tras ella pero los zombis acosaban a Thais. La mujer cree que soy su padre ¿Por qué cree eso?
—¿Os habíais separado?
El puente cayó, primero un arco, luego el otro. La niña y la mujer ya estaban corriente adelante, el río se las llevaba.
—¿Dónde estaba Thais?
Corrí hasta el autobús. Consumí casi toda la munición para rescatarla. Dejé una montaña de zombis rodeando el vehículo.
—¿La chica estaba en el interior de un autobús?
Escuchaba la voz de Shania lejana, como si perteneciese a una conversación con otra persona, muy lejana.
Escapamos corriendo. Todavía estaba a tiempo de alcanzar a la niña y a la mujer. Habían logrado salir por la otra orilla. Los zombis no tardarían en presentarse y atacarlas.
—¿Y qué ocurrió?
Las luces de varios todoterrenos se encendieron de pronto. No sé de donde habían salido, no los oí llegar. Varias personas inmovilizaron a la mujer y se llevaron a la niña.
—La Organización.
Hubiera podido matarlos, lo hubiera conseguido pero…
—Ella te dijo que no lo hicieras.
No sé cómo ocurrió pero cuando me quise dar cuenta estaba a punto de estrangularla. Apretaba su cuello, creo que la habría matado. Ella luchaba y a pesar de estar a punto del colapso me hizo una seña para advertirme de los zombis. La solté y golpeé a uno, me volví y atravesé con el cañón del fusil a otro. Intentó convencerme de que nos fuéramos.
—Entonces fue cuando disparaste sobre ella; solo intentabas salvarla. Ella lo sabe. Esa parte nos la ha contado ¿Qué pasó después?
Observé a Shania, me estudiaba con el ceño fruncido, aún sujetaba la pistola con las dos manos, aún continuaba en guardia. Me llevé la mano a la sien, la cabeza me iba a estallar.
Eliminamos a todos los que se encontraban en la primera planta.
—Qué…
A todos, los matamos a todos, éramos fantasmas, usábamos armas automáticas, personalizadas, silenciosas, el silencio de la muerte.
—¿De qué estás hablando?
Subimos por las escaleras de madera al piso superior. Los escalones crujían a cada paso, el olor a puro habano se percibía cada vez más. Los guardaespaldas abrieron fuego, nos esperaban. Tú acabaste con los dos.
—¿Cómo puedes saber eso? ¡Has… recordado! —Shania había palidecido.
Estaban todos en el despacho, alrededor de la mesa, abrazados, temblando, el cigarro se consumía en un cenicero en una esquina de la mesa. Disparaste al líder del cartel y a su esposa, como si se tratase de zombis, un tiro en la frente para cada uno; no, espera, ese no era el jefe.
“A los niños siempre los matabas tú”. Esa frase retumbaba en mi cabeza, no había dejado de escucharla desde que Shania la pronunciase.
Yo disparé sobre sus hijos. Los cuatro cuerpos cayeron al suelo casi a la vez.
—¿Qué más has recordado?
Me apreté las sienes, todo el cerebro palpitaba dentro de mi cráneo.
—Desde que hemos llegado a Roma me vienen fragmentos, recuerdos parciales pero en lo que se refiere a este… desde que me contaste esa historia en Cagliari no he dejado de reproducir la escena en mi cabeza… había algo que fallaba, no tenía sentido que alguien nos torturase de esa forma, no conseguía explicármelo; ahora sí, era comprensible, habíamos aniquilado a su familia.
—Eran asesinos.
—Eran niños, su esposa…
—Todos eran responsables, todos disfrutaban de los beneficios de sus delitos.
—Por eso iban a matarnos de esa forma…
—No, ese cabrón creyó que se le había aparecido la virgen, de un plumazo habíamos acabado con su hermano y su familia, en segundos lideraba en solitario todo el cártel; era tan asesino como su hermano, por eso estaba disfrutando tanto, era un maldito sádico.
—¿Siempre actuábamos así? —Recordé otra visión en la que acababa con la vida de una niña, su madre y su padre en un chalet en la Costa Este de Italia— ¿Siempre aniquilábamos a toda la familia?
—Qué…
—La visión que te conté, la familia aquella del chalet.
Shania parecía absorta ahora, daba la impresión de estar visualizando una cinta con la película de aquella misión.
—No —apenas susurró.
—Qué…
—Que no, nunca antes habíamos actuado así.
—Y entonces ¿Por qué acabar dos misiones diferentes exterminando a los objetivos? ¿Puro sadismo? ¿Qué clase de personas somos? ¿Diversión tal vez?
—No te acuerdas de todo ¿Verdad?
—Ya te lo he dicho, fragmentos, momentos, sensaciones
—No se trataba de dos misiones distintas, era la misma…
—¿La misma?
—El tipo al que matamos en el chalet, ese hombre era el contable del cartel, lavaba el dinero procedente de la droga. Daba apariencia legal a todos los negocios del cartel.
—Trabajaba para ellos…
—Más que eso, formaba parte de la misma organización, no era un simple empleado.
—Pero ¿Por qué los exterminamos a todos?
—No lo sé —levantó la voz— tú te encargabas de recibir los detalles de cada misión.
—¿Y no te ponía al corriente? ¿No confiaba en ti?
—Esas fueron las dos únicas veces en las que ocurrió eso. Por más que te pregunté no me revelaste nada, solo lo necesario para llevar a cabo la misión, ningún detalle más. Lo siento —Shania enfundó definitivamente el arma— pero no entiendo por qué es tan importante esto para ti ahora.
De repente me sentía agotado, mareado, rendido, las piernas me pesaban, el chaleco se tornó en armadura que tiraba de mí hacia el suelo, me faltaba el aire. Shania se adelantó, recogió el fusil que había escapado de mis manos y se colocó mi brazo alrededor de su cuello para evitar que cayese al suelo.
—Será mejor que nos larguemos de aquí, tus amiguitos ya nos han encontrado.
En la calle se escuchaban ya los gritos y gemidos de los muertos, los primeros zombis comenzaron a subir las escaleras del Hotel. Con Shania tirando de mí ascendimos hasta el primer piso.
—Estoy bien —la aparté y volví a tomar el fusil.
—No le des más vueltas, olvídalo, lo que pasó pasó y ya no podemos cambiarlo, concéntrate en el presente. Sabemos dónde se dirigen, la chica no ha tenido la culpa, eran demasiados y no te quedaba munición apenas. No podías hacer más, no hubieras podido aunque hubieras estado solo.
—No creo que pienses eso de verdad.
—Ya, pero es así, no eres inmortal, ni invencible. Será mejor que sigamos, necesitas una ducha y descansar. Algún complejo vitamínico de los que almacenabas en tu farmacia tampoco te vendrá mal.
Reparé entonces en algo, Shania no había tosido ni una sola vez.
—Pareces mucho más recuperada.
—Todos lo estamos, es esa habitación, el bunker, Adam cree que inyecta oxígeno extremadamente puro, cree que es una especie de cámara hiperbárica o algo así. Tienes que ver a Mia y al abuelo.
Cuando Shania abrió la puerta del bunker y nos adentramos en él, seis pares de ojos se posaron en mí, al instante todas las miradas se desviaron y se perdieron en distintos puntos de la habitación. Tan solo la pequeña no se había percatado de mi entrada. Jugaba junto a la pared, oprimía un interruptor y observaba fascinada como las luces del techo se encendían: magia. Al instante pulsaba de nuevo y reía al verlas apagarse. Cuando reparó en mí quedó paralizada, miró en todas direcciones y al final corrió a buscar protección junto a Mariano, el anciano le debió parecer la persona con más capacidad para protegerla. Antes había dudado si echarse en brazos de Shania pero ella estaba demasiado cerca de mí. Me sentí mal, una creciente nausea se apoderó de mi estómago. Me dirigí al baño y cerré.
Volvía a ser consciente de la batalla que se luchaba en mi interior. Por un lado el odio que sentía hacia la gente de la Organización, los responsables de que no me acordase de nada. Ese odio hacía que todo fuese lícito, todo valía para conseguir alcanzar ese objetivo, aunque también podía tratarse de una simple justificación. Pero al mismo tiempo, frente a ese sentimiento pervivía otro, uno más puro, más noble. El problema era que a este último cada vez le costaba más abrirse paso y mi ser, mi subconsciente, se identificaba más con el primero. Recordé las promesas que le había hecho a Laura. En ese momento su ausencia golpeó mi interior, la necesitaba, ella era la única que alimentaba mi lado bueno aunque fuese por la fuerza. Le había fallado. Me sentí débil, el agotamiento me hacía flaquear. Intenté quitarme el chaleco pero la sangre y los restos adheridos a los velcros hacían que mis manos se resbalasen. La impotencia me hizo gritar. Lancé un puñetazo contra el espejo. La imagen de mi rostro saltó hecha pedazos. Tuve que apoyarme en el lavabo para no caer al suelo.
Shania me sujetó de las axilas, y acompañó mi caída. Ni siquiera la había sentido entrar en el aseo. Nos sentamos en el suelo apoyando la espalda contra la pared.
—Deja que te ayude.
Ella sola se fue encargando de quitarme toda la ropa ensangrentada. Una vez desnudo me metió en la ducha, me entregó el fusil y la ropa, abrió el grifo y cerró. Mientras el agua caliente recorría mi cuerpo me sentí solo, inmensamente solo. Abrí la mampara con la intención de meter dentro conmigo a Shania pero ya no estaba, había salido; volví a encontrarme solo.
Cerré y me concentré en borrar todo resto de sangre de mi cuerpo. Lavé como pude mi ropa y coloqué bajo el chorro de agua el fusil hasta que ningún trozo de carne quedó adherido. Lo deposité todo en el suelo de la bañera, aumenté la temperatura al máximo y dejé que el agua caliente cayese sobre mí hasta herir mi piel. Cuando no pude aguantar más cerré el grifo.
Abrí la mampara y salí a un baño lleno de vaho con olor a metal… podrido. En él me encontré a Shania tirada en el suelo, sollozando. No sabía cuándo había entrado.
—¿Estás bien? —Pregunté enrollándome una toalla a la cintura y arrodillándome a su lado.
De sus ojos escaparon varias lágrimas.
—¿Qué ocurre Shania? ¿Has vuelto a mentirme?
—No —absorbió varias veces antes de ser capaz de continuar, su pecho subía y bajaba descontrolado— después… después de la misión en Italia cambiaste.
—En qué sentido.
—Estabas tenso, preocupado, distante… diferente.
Decidí dejar que continuase hablando, que sacase todo lo que llevaba dentro.
—No fue solo el hecho de haber matado a aquella niña…
—En la visión que tuve de ese incidente no parecías disgustada ni sorprendida.
—No soy ninguna santa, ninguno de los dos lo somos. Para serte sincera tampoco me afectó haber acabado con la niña…
—No fuiste tú.
—Ya, díselo a un jurado.
—¿Qué buscábamos allí? Recuerdo una carpeta.
—No lo sé seguro, me limité, nos limitamos a llevárnosla y a entregarla a la Organización.
—¿Y luego?
—Tres días después estábamos en Méjico.
—Da Silva.
—Sí.
—Si somos tan buenos… éramos tan buenos ¿Qué salió mal?
—La planificación de las operaciones la realizaba la Organización, ellos se lo daban a los operativos. Nosotros siempre habíamos verificado exhaustivamente todos los detalles, pero en esa ocasión…
—No lo hicimos.
—No, era prioritario acabar con el cartel, y con toda su cúpula, y toda es toda, eso me dijiste.
—Pero algo falló.
Shania cortó un trozo de papel y se limpió antes de continuar.
—Todo falló. Da Silva no estaba tras esa mesa de despacho. De alguna forma había sido alertado. Cuando salimos de la casa varias docenas de puntos rojos se colocaron sobre nuestro cuerpo, en el pecho, en la cabeza. Decenas de armas nos apuntaban. Aún siento escalofríos al recordar la situación. Me miraste, en tus labios pude leer adiós; joder, íbamos a morir matando y lo único que me dijiste fue adiós.
—¿Qué ocurrió luego? ¿Cómo nos capturaron?
—Nos dispararon con una pistola Taser, 50.000 voltios que nos inmovilizaron, el cerdo quería divertirse con nosotros antes de matarnos. El resto ya te lo conté.
—¿Qué ocurrió cuando se fueron los fantasmas?
—Pasamos un par de semanas en una casa de la Organización en Tijuana. Estuviste distante, distinto, habías cambiado, nunca volviste a ser el mismo. Esa fue nuestra última misión juntos.
—¿Por qué?
—Nunca lo supe, si llegas a recordar algún día tal vez puedas decírmelo.
—¿Y luego?
—Desapareciste, te convertiste tú también en un fantasma, nadie sabía de ti, no conseguí localizarte ni contactar contigo.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace poco más de un año, en mayo. Luego me dijeron que habías desaparecido en una operación, que te retenían cautivo en el CNI español y que yo era la única que podía traerte de nuevo. Olvidaron mencionar que todo el mundo se iba a llenar de muertos andantes. Hubiera hecho cualquier cosa, cualquier cosa con tal de volver a verte.
En ese instante Shania se derrumbó y rompió a llorar. La levanté y la abracé. Sentía su cuerpo estremecerse. Su boca buscó la mía. La desnudé con ternura en esta ocasión y nos colamos en la bañera.