Pasaban de las ocho de la tarde. Me asomé a la ventana de la habitación de Shania. Era noche cerrada. Fuera la nieve caía con fuerza. Los copos se habían ido acumulando en las esquinas de las ventanas. Todo el suelo que alcanzaba a ver estaba cubierto de un manto blanco y limpio. La cubitera de Shania estaba llena y congelada. Desde mi conversación con ella esa mañana no la había vuelto a ver. Sabía que no podía quedarme, no debía y tampoco quería, pero extrañaba no tenerla cerca. Durante el tiempo transcurrido desde la muerte de mi hermano ella era lo único que había echado de menos.
Mazikeen dormitaba sobre las mantas. Yuba aguardaba cabizbajo junto a la puerta. Los dos estábamos listos para salir, ropa, alimentos, armas; llevábamos preparados más de media hora. Esperaba verla aparecer por la puerta pero no había sido así.
—Vámonos Yuba —el árabe asintió.
La perra se puso en pie de un salto y corrió a la puerta.
Bajamos las escaleras hasta alcanzar la planta baja del Palacio de la Gobernación. La reacción de las personas con las que nos cruzamos fue la de siempre; una mezcla de miedo, desprecio y temor. En sus ojos se podía leer con total claridad el temor que les infundía mi presencia. Sabían que no era Evan pero su cerebro era incapaz de diferenciar los actos de uno de los del otro. Siempre sería así, los recuerdos eran demasiado dolorosos. No podía culparles. El estigma de mi hermano me perseguiría siempre en ese lugar.
Al descender la escalinata el aire comenzó a azotar con fuerza nuestros rostros. El viento llegaba helado. Los copos de nieve eran considerables. Una típica noche de Navidad, una maldita noche de invierno.
Kool me había dicho que debíamos partir por la salida de Porta Angélica. Antes de que nos alejásemos unos pocos metros nos llegaron voces. Un grupo de personas se nos aproximó en la oscuridad. El primero en llegar hasta nosotros fue Mariano.
—¿Seguro que querés hacer esto pibe?
No pude evitar sonreír al escucharle. Con la vuelta de mi memoria había recordado que lo que dijo mi hermano sobre los argentinos era cierto; los odiaba, pero el abuelo era diferente.
—Te echaré de menos Mariano.
El anciano se fundió conmigo en un abrazo. Sus ojos no tardaron en llenarse de lágrimas. Intentó decir algo más pero no le salían las palabras.
Thais se nos acercó. Le pasó el brazo por el cuello. Traía a Esperanza en brazos. La pequeña no perdía la sonrisa.
—Gracias por todo.
Me dio un beso en la frente y retrocedió un paso. Estaba muy cambiada. Ya no quedaba nada de la chiquilla rebelde y asustada que encontré en Valencia a punto de ser violada. Ahora era una madre valiente y decidida, pobre del que intentase hacerla daño a ella o a su hija.
Iván se acercó con la cabeza alta, mirándome directamente a los ojos. Se detuvo frente a mí y me tendió la mano. Se la estreché. Me apretó con fuerza. Él también había madurado. Se había formado física y mentalmente.
—Ahora lo entiendo —le costaba hablar, estaba emocionado— entiendo todo lo que hiciste y te doy las gracias por ello. Me costó trabajo pero cuando ella nació… entonces comprendí que no había nada, nada en absoluto, que no fuese capaz de hacer por ella. Gracias.
Iván se retiró junto a Thais y su hija. Francesca se aproximó entonces con Giulia y Mia de la mano. Las dos niñas llevaban encajados sendos gorros de lana de tono rosado y unas manoplas rojas. La nieve casi les llegaba a la cintura. Se detuvieron frente a mí, observándome desde abajo. Me arrodillé.
—Shania te ha echado de menos —los ojos azules de Mia brillaban— muchos días lloraba. Creía que no la oía porque me había dormido pero no era así, sí la oía ¿Volverás?
—Ahora te tiene a ti para cuidarla, os tiene a las dos —la cogí de los hombros— lo has hecho muy bien este tiempo.
La pequeña asintió y una enigmática sonrisa afloró a su rostro.
Las dos niñas se alejaron. Francesca me ofreció la mano.
—Creo que estás haciendo lo mejor.
—Tu marido no parece pensar igual —Shania me había puesto al corriente de su matrimonio.
—Lo terminará entendiendo, al fin y al cabo ayudar a los demás es uno de los pilares básicos de la religión que profesa.
Me dirigí hacia Caronte y Ayyer, de la mano del tuareg iba cogida Sandra. Permanecían junto a Kool y Amos, además de uno de los hombres de confianza de este último. A su lado, aunque algo separado, se encontraban también Aldo y Roberto. Me coloqué en el centro y les indiqué que se acercasen.
—Es importante que os mantengáis unidos. Ahora ya no hay religiones, ni nacionalidades, no hay bandos. Solo estáis vosotros y los que vendrán a arrebataros lo que estáis creando. Colaborad entre vosotros para dar paso a una sociedad capaz de sobrevivir a los zombis y a todo lo que ha ido surgiendo a su alrededor. Necesitáis más personas, cada ser humano que unáis a vuestra causa será un ser humano al que no tendréis que enfrentaros como zombi o como enemigo —cogí las manos de todos y las uní una sobre otra— no permitáis que desencuentros o desavenencias den al traste con el futuro de este lugar.
Les fui dando un último abrazo a todos y me dispuse a partir definitivamente.
—Luca.
Era Caronte quien me había llamado. Se acercó a mí y me entregó un papel. En él había unos números escritos.
—Siempre habrá alguien a la escucha en esa frecuencia. No dudes en ponerte en contacto con nosotros. Y cuídate.
Ayyer se acercó entonces con Sandra de la mano.
—Parece que por fin has vuelto a encontrar a alguien —me dirigí a él en su lengua.
El tuareg dulcificó algo su expresión. Desde que lo conocía creo que nunca le había visto sonreír.
—Es otra cosa más que tengo que agradecerte. Tras perder a mi esposa y a mis hijos… —las palabras se ahogaron en su garganta— tú me devolviste la razón que necesitaba para desear seguir viviendo —fue capaz de terminar por fin.
Sandra tiró de mis manos para que me agachase. Cuando lo hice su rostro dibujó una sonrisa. No pude reprimir unas lágrimas.
—Gracias.
—Pero…
Me hizo un gesto colmado de ternura.
—Me quitaste a mi padre, sí, pero no eras tú, eras otra persona, ya no eres el mismo…
—Pero…
Colocó su dedo índice sobre mis labios.
—Me has traído a Ayyer, gracias, los dos nos necesitamos, gracias.
Pasó sus dedos por mi barbilla, por el lugar en el que la cicatriz que lucía mi hermano nos distinguía. Me besó en ella y sonrió.
—¿Has hablado con Sami?
La niña respondió afirmativamente con la cabeza.
—No debes tener miedo.
—No tengo miedo.
—Bien, estoy orgulloso de ti. Necesito que hagas una última cosa por mí —la cría frunció el ceño— necesito que me despidas de Jorge.
—Vale —sonrió de forma extraña ella también.
Ayyer hizo un gesto con la mano y uno de sus hombres, más apartados, se aproximó a nosotros con un caballo.
—Esto es para ti hermano.
Ayyer colocó las riendas en mis manos.
—No puedo aceptarlo. Es tu caballo Ayyer.
—Tienes que hacerlo. Gracias a ti hemos encontrado un lugar al que pertenecer. Ahora no lo necesitaré y ya sabes que los animales precisan ejercicio. Pero no es un regalo. Es un préstamo. Así estarás obligado a regresar para devolvérmelo.
—Gracias… hermano.
Nos fundimos en un abrazo.
—¿Y si no funciona? —Continuó en su idioma.
Sabía a qué se refería: Amos.
—Mátalo, pero solo si no puedes evitarlo —asintió— otra cosa. Permaneced vigilantes tú y Caronte, proteged a la niña. Si ella llegase a infectarse Amos no dudaría en echarla de la Ciudad o, peor, en mandarla matar.
—Eso nunca pasará, puedes estar tranquilo, antes le pasaría a cuchillo a él y a toda la Guardia Suiza.
Nadie se había enterado de nuestra conversación, nadie salvo Yuba que estaba lo suficientemente cerca de mí como para escucharlo todo.
Por fin emprendimos definitivamente la marcha. Nos encaminamos hacia la salida, la misma que hacía tan solo unos años cruzaban millones de peregrinos y visitantes. En ella volvía a estar organizado un cuerpo de guardia con personal capaz de reaccionar ante un ataque de cualquier tipo. Y así sería durante mucho tiempo.
Caminábamos a la altura de la Isla Tiberina, junto al Ponte Cestio. El único acceso que había quedado tras resultar destruido el Ponte Fabricio.
—Ahora hay dos Ponte Roto.
Yuba me miró sin entender. Caminaba serio llevando las riendas de la montura.
—Ya te podía haber regalado a ti otro caballo tu jefe.
Yuba volvió la mirada a otro lado indignado. A pesar del frío no pude dejar de sonreír aunque enseguida me envolvió la frustración, o más bien, la tristeza. No esperaba que Shania entendiese mi partida pero sí hubiera querido despedirme de ella. También me había dolido la ausencia de Jorge, aunque, sin duda, ya era casi un hombre. Intenté dejar atrás esos pensamientos y concentrarme en lo que nos esperaba.
Antes de llegar al Ponte Palatino Mazikeen echó a correr como alma que lleva el diablo sin dejar de ladrar. La noche era totalmente cerrada, hacía viento y la nieve seguía cayendo con fuerza. Pronto perdimos a la perra de vista.
—Mierda.
Observé a Yuba, estaba curiosamente tranquilo. Normalmente solía ponerse tenso cada vez que Mazikeen actuaba como lo había hecho.
—¿No quieres ir a buscarla?
El tuareg se encogió de hombros y continuó avanzando al paso de la montura.
Cuando alcanzamos el Ponte Palatino entendí a dónde había ido la perra. En el centro se vislumbraba la silueta de varios caballos.
Al llegar hasta ellos realmente me alegré.
—¿Creías que ibas a partir solo?
En el centro del puente se encontraba Shania a lomos de un caballo tan negro como su cabello. Junto a ella Jorge y Clémentine sobre sendas yeguas blancas. Todavía había una montura más. Yuba me entregó las riendas del caballo de Ayyer y fue hacia ese caballo.
—Creo que esto te pertenece —me entregó el fusil con mi nombre grabado que hallamos en el bunker, en mí bunker.
Lo sopesé, estaba perfectamente engrasado.
—Shania, no creo…
—No voy a volver, no puedo volver. Durante todo este tiempo he sentido que no pertenecía a ese lugar. La única razón por la que he continuado allí era por la esperanza de que un día regresases. No podrás impedir que te acompañe.
Me volví hacia los dos jóvenes.
—Necesitarás ayuda. A ninguno de los dos nos apetece quedarnos aquí. Además, prometemos obedecer tus órdenes… casi siempre —Jorge rió divertido, Clémentine le imitó. Ya no eran dos niños.
Mientras, Yuba había subido a su montura.
—Tú estabas al corriente de esto… y Ayyer también —recordé las expresiones de Mia y de Sandra.
Ahora fue el tuareg el que intentó escenificar sin mucho éxito una sonrisa.
—Vale y cuál es el plan ¿Por dónde quieres empezar?
Salté sobre el caballo de Ayyer y me coloqué al lado de Shania.
—Regresaremos al hangar en el que encontré a mi hermano. No me dio tiempo a revisar toda la información que allí había, creía que iba a morir, en fin, estudiaremos la documentación que encontré y decidiremos qué hacer.
—Sabes que tu hermano puede seguir por allí.
—Podría ser sí.
—¿Y qué hacemos si nos lo encontramos?
—Mirarle a los ojos. Si no nos guiña ninguno tres veces le atravesamos la cabeza.
Tras sonreír un instante, su semblante se tornó serio.
—Terminaremos encontrándonos con Earthus.
—Earthus ha sido destruido —negué serio también.
—Dijiste que dependía de otra Organización más fuerte ¿Qué harás cuando los encontremos?
—Destruirlos también.
FIN DE LA TRILOGÍA EARTHUS
Dieciocho meses después
Sábado 28 de junio de 2014 en la Ciudad libre de zombis del Vaticano.
Thais sonreía viendo correr por la habitación a su hija tras Stark mientras ella manipulaba un equipo de radio. La colombiana llevaba rapada la cabeza excepto por una franja de unos cuatro dedos en el centro que se había dejado crecer. Esperanza había insistido en que le cortasen el pelo de la misma forma y ahora parecía un clon pequeño de la colombiana.
Tras varias vueltas por fin Stark dejó que la niña la alcanzase y se lanzara sobre ella. Tumbada en el suelo la levantó con las rodillas hacia arriba. A Thais y a Iván les encantaba que su hija pasase tiempo con la colombiana, puede que fuese por su carácter latino, además así practicaba el español. A sus poco más de dos añitos la pequeña Esperanza hablaba y entendía español, italiano, inglés y árabe, hubiese tenido un brillante futuro en la civilización anterior.
—Ciudad del Vaticano.
Stark y Thais se miraron, solo la niña reía ajena al sonido que había escapado del equipo de comunicaciones por satélite.
—Ciudad del Vaticano —volvió a recibirse.
La niña se puso seria al contemplar el semblante de Stark y luego observar la expresión preocupada en el rostro de su madre.
—¿Cuánto hace que no emitimos por satélite? —Interrogó Thais.
—Desde que Luca regresó con Ayyer y los demás.
—Más de un año.
Stark asintió.
—No es una emisión al azar. Intentan comunicar con nosotros.
La colombiana cogió el micrófono, la mano le temblaba ligeramente.
—Aquí el Vaticano.
—Por fin. Nos alegra confirmar que las imágenes que nos llegan son correctas y se encuentran perfectamente.
Stark se volvió hacia Thais. La colombiana estaba pálida.
—Tienen acceso a los satélites, nos están viendo.
—Ciudad del vaticano, las Milicias Libres de Norteamérica se ofrecen para ayudarles.
Stark y Thais se miraban sin saber qué decir.
—¿Qué son esas milicias?
Las dos mujeres cada vez estaban más nerviosas. Stark se acercó el micro a la boca.
—Gracias, pero cruzar todo el océano es una empresa peligrosa. De momento no necesitamos de su ayuda, nos vamos arreglando.
Stark y Thais observaban la radio. La tensión reinante era evidente incluso para la niña que permanecía seria en silencio sin quitar ojo a su madre.
—Agradecemos su preocupación. La travesía ha sido aceptable. Nos encontramos en territorio italiano. Pronto estaremos con ustedes.
—¡Joder! —La colombiana normalmente intentaba no decir tacos en presencia de la niña pero en esta ocasión no había podido evitarlo.
—Nunca va a parar ¿Verdad? ¿Siempre será igual?
Stark no supo si Thais esperaba realmente una respuesta.
—Encontramos un lugar, luchamos por él, nos dejamos amigos, familia, lo transformamos en un hogar y… volvemos a tener que luchar para conservarlo… o perderlo —las lágrimas asomaron a los ojos de Thais.
—¿Es que acaso no ha sido así desde que el hombre es hombre?
FIN
Por fin se terminó esta trilogía. Seguramente más adelante retome las aventuras del sargento y del santuario en el que se ha convertido el Vaticano, pero eso será después de acometer otras historias, siempre con los zombis como fondo.
Espero que toda la obra os haya gustado y que hayáis disfrutado tanto leyéndola como yo lo he hecho al escribirla. Agradeceros todos los comentarios recibidos, todas las opiniones, tanto las buenas como las malas, de todo se aprende.
Gracias y hasta pronto.