Shania ya estaba lista. Se miró una vez más en el espejo. Definitivamente no le gustó la imagen que le devolvió. Empezaba a descubrir el nacimiento de algunas canas pero lo que más la molestaba era esa expresión de permanente cabreo con el mundo que se había instalado en su rostro. Inspiró con fuerza ahogando una sensación de creciente mareo y salió del aseo procurando no hacer ruido. Se asomó a la ventana de su habitación. Se encontraba en el interior del Palacio de la Gobernación. Todos los habitantes de la ciudad dormían ahora en ese edificio excepto el personal de servicio que lo hacía en los Cuerpos de Guardia que habían establecido.
En el exterior todo estaba cubierto de una gruesa capa de nieve, en la última semana había nevado con fuerza varios días. La mañana amanecía similar al día anterior; finos copos parecían flotar continuamente en el aire. Fijó su atención en uno de ellos, lo siguió mientras pudo hasta que no fue capaz de distinguirlo de los que lo rodeaban. Sin duda haría frío fuera. Dentro de la habitación la temperatura era tolerable. Habían habilitado, en los sótanos, enormes salones en los que la gente compartía su calor para hacer más llevadero el frío. Ella prefería seguir sola, con la cría. Pasaba más frío pero así se encontraba más cómoda. No soportaba estar rodeada de gente.
Oteó todo el horizonte sin el más mínimo entusiasmo. Dirigió la mirada hacia el reloj situado en la pared. Estaba colgado en el centro, su situación era rara dentro de la nueva disposición del despacho en el que se encontraba. Las mesas y sillas de trabajo habían ido fuera y en toda la habitación tan solo quedaba la cama de la que acababa de levantarse rodeada de mantas en el suelo, una silla que usaba a modo de colgador y mesita y ese jodido reloj. 24 de diciembre. 8 de la mañana del día de Nochebuena del año 2012. Inspiró. Hacía 449 días que el sargento había desaparecido. Era demasiado. Todos la animaban intentando transmitirle esperanza pero solo el chico, Jorge, estaba totalmente convencido de que Luca regresaría: “siempre vuelve”. Se lo había repetido todos y cada uno de los días desde que el sargento se había esfumado.
Confiaba plenamente en él, en sus capacidades, en su destreza, pero era demasiado. Además hacía tiempo que había empezado a sospechar que aunque hubiese sobrevivido puede que no tuviese intención de regresar.
Una vez más volvió a rememorar ese día. Después de que el cojo se hubiese marchado se había echado sobre Luca. Había vuelto a desnudarlo y habían hecho el amor. Había sido diferente a todas las anteriores ocasiones, en ese instante no supo identificar el motivo. Había tenido mucho tiempo para pensar sobre ello, ahora sabía el porqué: había sido el primer acto de amor entre los dos, no se había tratado solo de sexo y había sido así porque él lo había querido. Se secó una lágrima rebelde. Tras el encuentro había caído rendida mientras él acariciaba suavemente su cuerpo. Cuando despertó lo hizo exultante, pletórica, se sentía invencible… hasta que se volvió y constató que ya no estaba, que el sargento se había marchado, sin despedirse. Ahora sabía que ese último acto de amor había sido su despedida.
En cuanto comprendió lo que pretendía salió a buscarlo. Sola, portando una pistola nada más. A pie, corriendo hasta caer desfallecida, descansando lo justo y volviendo a correr. En un principio se dirigió al Hotel Palatino. De allí al refugio del cojo. En ninguno de los dos sitios había huellas de Luca. Aun así no se dio por vencida. Recorrió todas las calles de Roma hasta que dos semanas después se dio cuenta de que llevaba varios días sin comer, casi sin beber, no tenía munición para la pistola. Ni siquiera sabía dónde se encontraba. Deambuló sin tener conciencia de por dónde caminaba hasta que una mañana Caronte y Jorge la encontraron. Cuando la mercenaria detuvo el coche y salió del todoterreno fue incapaz de reconocerla. Se enfrentó con ella hasta que las palabras del chico la devolvieron a la realidad. La llevaron de regreso al Vaticano. Durante semanas permaneció aislada por voluntad propia. Solo la insistencia de Jorge y el cariño que le mostraba esa cría, Mia, habían conseguido recuperarla.
Volvió hacia la ventana y apoyó la frente contra los cristales. Sintió el frío en ella. Fuera ya comenzaba a verse gente paseando por los jardines, todos abrigados hasta las orejas. Algunos niños correteaban entre la nieve lanzándose bolas, dejándose caer en el colchón blanco hasta casi desaparecer entre risas y gritos.
Tras sobrevivir a la brutal experiencia de los zombis, las personas habían aprendido a reconocer lo realmente importante: la amistad, la familia, el que había tenido la suerte de conservarla, pero sobre todo: el tiempo. En realidad siempre había sido así aunque la Humanidad no lo hubiera percibido. El dinero, el poder, la salud, el sexo, nada tenía valor si no disponías de tiempo para disfrutarlo… o para sufrirlo, el tiempo era el premio… o el castigo. Ahora las personas madrugaban, se acostaban tarde, aprovechaban cada minuto del nuevo día que se les había concedido como si pudiese ser el último, y en realidad así era, cada día podía ser el último.
Miró a lo lejos, a las murallas. No veía a los centinelas pero sabía que estaban allí, protegiendo la ciudad, vigilantes para concederle un día más a cada una de las personas acogidas en el interior.
Ahora todo era algo más fácil, habían comprendido que debían permanecer unidos, trabajar juntos, y no había sido fácil, pero los zombis continuaban siendo una amenaza indiscutible y, de momento, insuperable. Habían ganado batallas sí, pero el resultado de la guerra tardaría mucho en inclinarse a su favor, si es que alguna vez llegaba a hacerlo. Los zombis vencían y lo seguirían haciendo mucho tiempo.
Cada día salían expediciones hacia Roma en busca de provisiones y de supervivientes, ella casi siempre iba al frente de alguna. Habían conseguido limpiar unos pocos barrios de muertos pero la tarea era ardua y se percibía como interminable. Habían logrado establecer contacto con otros países, ya no había estamentos de poder, no había gobiernos, no había quien prestase servicios de ningún tipo. En la mayoría de los lugares con los que habían logrado contactar era un “sálvese quien pueda”, en cierto modo todos adolecían de lo mismo, aunque en la Ciudad del Vaticano mantenían una mínima ventaja: ahora todos iban a una, remando en la misma dirección, minimizando los enfrentamientos estériles por muchas ganas que alguien, a veces, tuviese de provocarlos.
Shania llevó la mano hacia su mejilla y recogió una lágrima rebelde. Cuando la bajó de nuevo sintió el contacto de los pequeños dedos. Junto a ella los enormes ojos azules de Mia la observaban llorosos.
—¿Le echas de menos?
Shania estuvo a punto de echarse a llorar. Observó el rostro de la pequeña. Su voz era grave, ronca, no le pegaba para nada a su pequeño cuerpo. Aun así agradeció poder escucharla. Recordó una vez más el instante en que la niña había vuelto a hablar, fue un mes después del nacimiento de la hija de Iván y Thais. En realidad no hacía tanto tiempo, la pequeña se había pasado casi un año sin decir ni una palabra. Se encontraban en uno de los jardines en el interior de la Ciudad, siempre en su interior. Iván abrazó y besó a Thais. Jorge, Clémentine y Giulia disfrutaban haciendo reír a la diminuta Esperanza, así habían decidido llamar a su hija los dos adolescentes, mientras Mariano la mecía incansable entre sus brazos. Caronte, como siempre, daba la impresión de estar ausente, como a cien años luz de ellos. Ella se levantó y se alejó sin poder evitar que las lágrimas brotasen sin control. Al poco sintió la presencia de la niña. Desde que la había sacado de la potabilizadora del Ambush se había establecido una relación especial entre ellas. Puede que la cría necesitase alguien que sustituyese a su madre o, y esta era la conclusión que había terminado por aceptar Shania, esa niña tenía una sensibilidad especial y sabía que la necesitaba. Gracias a ella logró recuperarse. A partir de ese día la cría permanecía siempre cerca. La gente pensaba que la pequeña era tímida, frágil. Shania sabía que no, simplemente Mia cuidaba de ella. Durante el día la niña jugaba con otros críos, se relacionaba con los demás; por las noches siempre dormía con ella, parecía saber que era el momento más delicado para ella. Como ahora, aquél día cogió su mano y le hizo la misma pregunta:
“…¿Le echas de menos?…”
La tristeza que la sobrecogía se tornó en alegría al escuchar la forzada pronunciación, al fin la pequeña parecía haber superado todos sus traumas. En ese instante se abrazó a ella y le dijo lo mismo que le iba a decir ahora.
—Él está vivo Mia, lo sé, puedo sentirlo.
Las lágrimas volvieron a escapar de sus ojos contagiando a la niña.
—Esta noche viene Papá Noel.
Shania se limpió las lágrimas y asintió.
—¿Ya has pensado lo que quieres que te traiga?
La pequeña asintió con una sonrisa en su rostro aunque con los labios apretados.
—Quiero que él venga pronto, así dejarás de estar triste.
Shania se agachó y rodeó el pequeño cuerpo de Mia con cariño.
El ambiente en el comedor era agradable, cálido. El aroma del café recién hecho se extendía por todo el recinto. En las paredes había colgados adornos navideños y un enorme árbol de Navidad presidía el salón.
Mia señaló la mesa en la que estaban Jorge, Clémentine y Giulia, y cuando Shania asintió soltó su mano y corrió hacia ellos. La relación entre la gente que sobrevivía en la Ciudad era relativamente buena, pero en el conjunto continuaban existiendo grupos muy marcados. Uno de esos grupos era el suyo. Habían vivido juntos demasiadas cosas.
Shania se dirigió al Cuerpo de Guardia que habían establecido a la entrada del Palacio. Ella había declinado formar parte del Consejo de Gobierno pero Caronte y Kool habían insistido en que se encargase de la Seguridad eso equilibraba algo las fuerzas entre los dos grupos predominantes: el de Amos y el formado por Kool y el resto de mercenarias que quedaban. Frente a la radio, Stark coordinaba en ese momento la labor de todos los centinelas que daban protección al recinto amurallado.
—¿Alguna novedad?
—Nada, todo tranquilo.
—¿Zombis?
—Los habituales, nada especial, incluso menos que de costumbre, con la nieve por las rodillas apenas pueden moverse.
En realidad lo único que interesaba a Shania era una cosa: saber si había alguna noticia de él.
Cuando regresó al comedor, Giulia ya le había preparado un tazón de leche a Mia. Se sirvió ella un café con leche y se sentó junto a Mariano, lo más alejada que pudo de Amos.
—Buenos días —todos fueron respondiendo a su saludo.
Shania observó los vasos de leche, las rebanadas de pan, los recipientes con mantequilla. Ahora disponían de vacas, ovejas, obtenían leche y derivados de ellas. Cerdos, conejos, gallinas. Habían organizado zonas para el cultivo. Comenzaban a ser autosuficientes. Cada uno de los habitantes del Vaticano, el último recuento había contabilizado a mil ochenta y cuatro personas, tenía una función que cumplir, todos aportaban algo, habían logrado establecer una prometedora organización social.
El walkie que llevaba Shania colgado del cinto crepitó. Amos y Caronte dejaron sus tazas sobre la mesa al tiempo que lo hacía Shania.
—Shania, aquí Ángel, no te lo vas a creer.
Todos buscaron con la mirada a Shania, esta fijó la vista en el altavoz del walkie, como si a través de él fuese a descubrir a lo que se refería Ángel.
Shania inspiró profundamente, esas palabras: “no te lo vas a creer” no presagiaban nada bueno, las veces que las había escuchado desde que partió de Madrid habían dado paso a situaciones extremadamente peligrosas y en ocasiones mortales.
—Sin adivinanzas Ángel, sabes que no me gustan.
—Ya, ya. Es la entrada de ferrocarril, hay un tren, fuera hay un tren. Pero eso no es lo más asombroso; cuento varias decenas de personas a caballo rodeándolo.
Todos se observaron ahora alarmados, Amos, que se había puesto en pie, estuvo a punto de caer, Francesca hubo de sujetarlo.
—Comienzan a aparecer zombis —Ángel se sintió en la obligación de informar ya que no recibía noticias.
—¿Estás bien? —Caronte acercó su rostro a pocos centímetros de la cara de Amos.
—Esto ya lo he vivido, ya lo he vivido, ya pasó antes. Así comenzó todo, así perdimos el Vaticano.
Sin poder evitarlo dirigió la vista hacia la ventana en busca de helicópteros cargados de soldados. En ese momento un escalofrío de duda recorrió todo su cuerpo. Aún no confiaba en todas esas mujeres soldado. Agradeció que quien hubiera dado la voz de alarma fuese Ángel, un joven de su confianza, un miembro de la reconstruida Guardia Suiza y no alguna de ellas.
Después de la huida de Evan y la desaparición de Luca se habían vivido unos momentos extremadamente delicados. Amos no confiaba en las mercenarias, en ninguna, tampoco en Kool. Los civiles, que hasta ese momento habían sobrevivido atemorizados por Evan tampoco estaban dispuestos a volver a depender de quienes hasta días antes los habían subyugado. Llegaron a un acuerdo por el que él, Amos, como único superviviente del Cuerpo de la Guardia Suiza, estaría al frente de la Ciudad del Vaticano. Crearon una especie de Consejo de Gobierno en el que se vio obligado a incluir a Caronte y a Kool, fue una suerte que la otra mercenaria, Shania, no quisiera formar parte. Aun así, Kool había jugado bien sus cartas y la había puesto a ella al frente de la seguridad de la Ciudad.
Esto último había dado como resultado la necesidad de nivelar las fuerzas, así que Amos había vuelto a formar la Guardia Suiza. Como en la original, solo estaba integrada por hombres, de hecho, todos los varones mayores de quince años debían adiestrarse para realizar tareas de seguridad y de defensa del recinto, solo se excluía a los ancianos. No se trataba de revivir un tiempo pasado, no se vestían los trajes de gala, de payaso los denominaba Shania, pero sí que se intentaba que quienes estuviesen de servicio, dando seguridad a la Ciudad mantuviesen una cierta uniformidad, nada llamativo, todo funcional. Las mercenarias se habían ocupado de adiestrarlos en el manejo del armamento y en técnicas de lucha, contra los zombis y contra otras personas.
Así, Amos se había ido ocupando de colocar a una persona de su confianza en todos los grupos, en todos los puestos. Personal afín a él controlaba el armamento, los almacenes de comida, los recursos esenciales. Ángel era una de esas personas.
—Vamos para allá, no dejes que entre nadie hasta que lleguemos.
Después de reunir a todos los efectivos armados disponibles se subieron en cuatro Hummvys y se lanzaron a toda velocidad hacia la entrada de ferrocarril.
—Daos prisa, la cosa se complica por momentos.
—¿Son hostiles las personas del tren?
—No, bueno, no hacia nosotros, se enfrenten a los zombis pero… —la comunicación se cortó.
—Pero qué Ángel —Shania no pudo esperar a que terminase la frase.
—Están defendiéndose de los zombis, jinetes con ropas negras, turbantes azules y completamente embozados disparan sobre ellos con… con arcos y flechas.
Shania buscó a Caronte con la mirada.
—¿Tuaregs? —Preguntó.
—Podrías ser, pero no entiendo de dónde han salido y cómo han logrado llegar hasta aquí.
Una vez en la Estación, Ángel llamó su atención desde lo alto del muro. El perímetro de todo el Vaticano había sido reforzado, esa zona, sin embargo, no necesitaba demasiados arreglos, el alto muro que se alzaba sobre el túnel de acceso del ferrocarril era lo suficientemente seguro. Shania se bajó y aceleró el paso para llegar lo antes posible junto a Ángel y el resto de hombres que ahora se esforzaban en abatir a los zombis que iban apareciendo al otro lado.
—¡Shania! Espera. Quiero ir, quiero verlo —llamó Amos.
Shania casi voló para encaramarse al muro lo más rápidamente posible. Tenía un presentimiento y no era capaz de identificar si se trataba de algo bueno o… Cogió los prismáticos que le tendió Ángel. No podía creer lo que veía. A unos doscientos metros del muro se encontraba un tren. Una máquina de gasoil tiraba de tres vagones. En el frontal, una especie de chimenea expulsaba una nube de humo blanco muy denso. Los copos de nieve se deshacían al entrar en contacto con él. Asomadas a las ventanas de los vagones se podían ver multitud de cabezas. La mayoría parecía gente normal, no se trataba de tuaregs. En una de esas ventanas creyó reconocer a una persona: Roberto, el médico que… sí, era él, seguro. Ajustó la óptica de los prismáticos y enfocó la máquina. También reconoció a la persona que daba la impresión de conducir el convoy; se trataba de Aldo.
—Joder… si ellos estaban allí…
Flanqueando el tren había varios tuaregs a caballo. Portaban enormes espadas y en sus espaldas se distinguían esas bolsas de cuero que servían para transportar las flechas, no recordaba su nombre. Todos ellos resaltaban con su vestimenta negra sobre el manto blanco que se extendía bajo los cascos de sus caballos. No podía apartar los ojos de ellos. Esos tipos manejaban con maestría las monturas. Acababan con los zombis que se iban aproximando de precisos mandobles o con perfectos disparos de… flechas. Ninguno llevaba armas de fuego, al menos a la vista.
Movió los prismáticos. Algo había llamado su atención. Algo caminaba sobre la nieve. Sus ropas eran diferentes, no se trataba de un tuareg. Vestía… vestía normal, pantalones militares con un mimetizado urbano. Un gastado abrigo gris claro y bajo él un grueso jersey de lana azul de cuello alto. A su lado caminaba otro hombre y un perro negro. No sabía cómo eran y no le importaba. Había reconocido esa forma de caminar, la habría reconocido en cualquier sitio. Apartó los prismáticos de su cara para poder visualizar todo el conjunto.
—Luca…
Entre Kool y Caronte habían ayudado a Amos a subir. Una vez arriba Ángel le señaló a una persona situada junto al tronco de un grueso pino cubierto de copos, junto a él otro hombre y un enorme perro negro parecían aguardar sobre las raíces del árbol. Alrededor del tronco había nieve pero en mucha menor cantidad que lejos del abrigo de las ramas.
Amos casi le arrancó de las manos a Shania los prismáticos. Cuando enfocó las lentes sobre la figura erguida a punto estuvo de caer al otro lado del muro. Le cedió los prismáticos a Caronte, todo el cuerpo le temblaba; ella se los llevó a la vista pero no porque los necesitase, conocía de sobra esa figura.
—Luca —la palabra escapó de su boca en un susurro.
—No sabemos si es él —Amos la giró de los hombros enfrentándola.
Arriba del muro se sucedían los disparos sobre los zombis, desde los flancos de los vagones, los tuaregs a caballo disparaban sus arcos con mortal eficacia. Cada flecha lanzada encontraba una cabeza en la que clavarse. La nieve pura iba tiñéndose de escarlata con cada zombi eliminado cuyos cuerpos daba la impresión de engullir. El ruido de las detonaciones de los disparos realizados desde el muro, unido al de la propia máquina, era un irresistible foco de atracción para los muertos. La nieve ralentizaba mucho su avance, les llegaba a las rodillas, pero al final lograban acercarse, y cada vez venían más.
—Es él, seguro —afirmó Shania.
—No puedes saberlo, puede ser Evan, son idénticos, lleva una larga barba, ni siquiera podemos ver si tiene la cicatriz, puede ser una trampa.
El cuerpo de Amos temblaba ostensiblemente. Shania volvió a enfocar las lentes sobre el hombre. El pantalón que vestía no era el mismo con el que se fue. El grueso abrigo, a pesar de estar bajo la protección de las ramas, se iba viendo salpicado de blancos copos confiriéndole un aspecto raro, como si incrementara su volumen de forma artificial. El cuello largo del jersey se mezclaba con su poblada barba y dejaba asomar por detrás cabellos rubios que Shania no recordaba haber visto tan largos. De su cintura, en ambos lados, pendían dos largas espadas envainadas. No había rastro de armas de fuego tampoco en él.
Pasó a estudiar entonces a sus dos acompañantes. Al lado derecho del hombre permanecía alerta un enorme perro negro afianzado sobre sus cuatro patas, olisqueando en todas direcciones y con la cabeza erguida, alerta. El color de su pelaje contrastaba con el blanco inmaculado de la nieve que lo rodeaba. Al costado izquierdo se encontraba otro individuo. Vestía unas prendas parecidas a las que llevaban los tuaregs pero, a diferencia de estos, no llevaba turbante ni embozo. Al reparar en su rostro no pudo evitar un sentimiento de repulsión; al tipo le faltaba la boca, para ser más exactos los labios, los dos, y parte del carrillo izquierdo. Empuñaba una enorme espada y permanecía vigilante. El conjunto resultaba cuanto menos, estremecedor.
Volvió al rostro de Luca, tenía que ser Luca. Permanecía serio, impenetrable, en ningún momento había dejado de mirar en su dirección, de hecho, Shania tenía la impresión de que la miraba directamente a los ojos. Aunque quería auto convencerse, lo cierto era que no se sentía capaz de asegurar que se tratase de Luca y no de su hermano. Si cometían el error de dejar pasar otra vez a ese hombre quizá en esta ocasión no fuesen capaces de echarlo, además estaban todos esos peligrosos hombres a caballo.
La nevada parecía aumentar en intensidad. Shania bajó los prismáticos y se los tendió a Kool, luego se dirigió a todos.
—Yo saldré, verificaré que se trata de Luca y, solo entonces, permitiréis entrar el convoy.
Todos asintieron, todos excepto Amos que la sujetó por el brazo.
—Es muy peligroso, son idénticos, tan solo la cicatriz que le causé en el rostro los diferencia, y con esa barba no se aprecia.
Shania se soltó de las manos de Amos que la apretaban más fuerte de lo que estaba dispuesta a permitir.
—Bajaré yo, sola —repitió— si es Luca os lo comunicaré por el walkie.
—NO —se mostró tajante Amos— tú no formas parte del Consejo de Gobierno, no quisiste. Esta decisión no te corresponde tomarla solo a ti. Kool y yo iremos contigo. El resto permanecerá bajo las órdenes de Ángel. En caso de problemas abrirán fuego.
Shania estuvo tentada de replicar pero eso solo retrasaría las cosas y ella estaba deseando tener enfrente a… a Luca. Por otro lado, si se equivocaba y ese hombre era Evan debían asegurarse de que no lograse acceder a la Ciudad.
Subieron a uno de los todoterrenos más grandes, un Hummvy al que habían acoplado una pala para que trabajase como quitanieves. Jorge y Clémentine intentaron subir también.
—Vosotros permaneceréis aquí —Amos se mostró inflexible.
Los dos chicos desaparecieron renegando.
Los portones situados sobre las vías se fueron desplazando con lentitud. En el momento que permitían el paso del vehículo se detuvieron y en cuanto el Hummvy salió volvieron a cerrarse.
A pesar de la pala frontal el movimiento resultaba complicado. Shania conducía con la vista clavada en los dos hombres y el perro.
—Jodido chico —Kool señalaba el espejo.
Shania miró por el retrovisor también a tiempo de ver caer sobre la nieve a Jorge, al instante saltó tras él Clémentine. En pocas zancadas se situaron junto al coche. Ese chico no cambiaría nunca pero lo cierto era que se alegraba de tenerlo cerca.
Shania detuvo el Hummvy a pocos metros del veterano pino. Bajo la cubierta de las ramas cargadas de nieve esperaban los dos hombres. El perro se movía ahora inquieto alrededor de ambos. El tipo sin boca continuaba blandiendo la enorme espada. A un gesto del otro la envainó con destreza.
Shania descendió del vehículo. Amos se había llevado con él a cinco de sus Guardias mejor entrenados. Fueron descendiendo y se distribuyeron para protegerlo. Kool detuvo a Jorge y a la chica que ya se disponían a seguir a Shania.
La mercenaria caminó despacio entre la nieve. Su corazón palpitaba con tanta fuerza que temió que se saliese de su pecho o que todos pudiesen escuchar sus latidos. Se detuvo a un par de metros de los dos hombres. El perro se acercó curioso a olisquearla. Comprobó que se trataba de una hembra, su expresión era afable y sus ojos, aunque de una tonalidad marrón, tiraban demasiado a rojo. Shania volvió a dirigir la mirada hacia los ojos del hombre. Intentaba descubrir algo que le dijese con absoluta certeza que ese hombre era Luca.
—Hola —las palabras escaparon sin querer de su boca.
—Hola —respondió él con la sonrisa cínica que tan bien conocía.
Shania sintió un escalofrío recorrer cada centímetro de su piel Había reconocido esa voz. La había escuchado en todo tipo de registros, angustiada, asustada, con preocupación, jovial, divertida, entrecortada, excitada. Pero recordó que para los dos hermanos era idéntica. Por sí solo no servía, debía encontrar alguna forma de identificarlo de modo inequívoco. Empleó unos instantes en pensar sin dejar de estudiar el rostro que tenía enfrente. De repente comenzó a hablar atropelladamente.
—Cuando estábamos en Dajla, cuando nos disponíamos a adentrarnos en la Base —se detuvo un instante como dudando, no de lo que se disponía a decirle, sino de lo que se vería obligada a hacer si su respuesta no era la adecuada— me preguntaste mi nombre. Yo te lo dije y también… también te dije el lugar en el que nací. Es algo que no había contado a nadie antes, cuando me enrolé en la Organización no lo hice con mi nombre verdadero. Solo tú, solo el verdadero Luca conoce la respuesta a esta pregunta ¿Cuál es mi nombre? ¿Cómo me llamo?
El hombre permaneció indiferente, observando el rostro de la mujer, la tensión que reflejaba. Levantó la vista hacia el muro, sobre él se distinguía a Caronte apuntándole con un fusil. Volvió a clavar la mirada sobre Shania. Vio como los dedos de su mano se crispaban sobre la empuñadura de la pistola.
—¿Qué te hace pensar que podrías ser más rápida que yo?
—Ni siquiera sé si seré capaz de disparar sobre ti aunque no seas tú —lamentó confesar.
Un zombi se aproximaba demasiado. Gruñía, avanzaba unos pasos, caía y se levantaba para continuar caminando hacia ellos. Antes de que Shania pudiese siquiera desenfundar su arma para abatirlo, la perra se lanzó sobre él. Sus poderosas patas lo derribaron sobre la nieve. Sus fauces se dirigieron a la garganta. Con dos rápidos movimientos le arrancó la tráquea y la dejó caer a un lado, lanzó una nueva dentellada y partió el cuello del zombi, luego recuperó los trozos de carne arrancados y regresó masticando su botín hasta ocupar la misma posición en la que estaba. Cuando acabó, la sangre del muerto goteaba desde su boca hasta la nieve sobre la que se asentaba.
—Luca, por favor —suplicó.
—Marie, te llamas Marie, naciste en Quebec, en Canadá y deberías usar más a menudo ese nombre. Es mucho más bonito. Nunca debiste permitirme que te llamase Shania.
Shania gimió de alegría. Apartó la mano de la empuñadura de la pistola y dirigió su mirada llorosa al perro.
—Dios, el perro, se ha infectado, ahora morirá…
—No es como Diego.
Shania recordó al pastor alemán que acompañaba al sargento. Había muerto intentando salvarles del zombi con el que les había encerrado Arlenne.
—Él no se infecta con su sangre.
En el muro, Caronte levantó el fusil para volver a usar la mira con la intención de tratar de comprender lo que estaba ocurriendo sobre la nieve. Había dado la orden de no disparar sobre los zombis. Ángel se había manifestado en contra pero el sonido de las detonaciones no hacía sino atraer más zombis. Además, de momento los tuaregs se bastaban de sobra para acabar con ellos. Aprovechó el momento de aparente calma abajo para tratar de identificar un rostro entre todos los jinetes. Desde que había oído que unos tipos a caballo se encontraban a las puertas del Vaticano un nombre se le venía una y otra vez a la mente ¿Sería posible que Ayyer se encontrase entre esos hombres?
Volvió al grupo de Shania, algo había llamado su atención. Amos había desenfundado su pistola y apuntaba abiertamente a Luca… o a Evan. Se había perdido algo.
—¿Qué haces? —Kool intentó que Amos bajase su arma.
—No sabemos de quién se trata en realidad —el Guardia Suizo le apartó sin miramientos. Los hombres afines a Amos encañonaron a Kool.
Jorge apareció por el costado de Amos y se interpuso en la línea de tiro. Luego caminó lentamente hacia el extraño conjunto que formaban los dos hombres y el perro. Se acercó a él y se agachó a acariciarlo. El animal agradeció las carantoñas y terminó por echarse sobre la nieve, sumiso. La tensión a sus espaldas era insoportable.
—¿Cómo se llama?
La escena parecía desarrollarse en un recinto aislado del mundo exterior, pero lo cierto era que alrededor de ellos, los zombis continuaban acercándose y los tuaregs ocupándose en matarlos. A su espalda la tensión que estaba soportando el grupo de Amos era insostenible.
—Mazikeen —el chico había encontrado la chapa engarzada en el collar de cuero marrón que rodeaba el grueso cuello del animal— ¿Por qué Mazikeen? Es un labrador ¿Verdad?
—Jorge, chico, apártate, vuelve atrás joder —Amos trataba de moverse para poder continuar apuntando sin peligro de alcanzarlo.
—Has crecido un montón en este tiempo. Pero sigues sin obedecer una puta orden.
Jorge se incorporó con una sonrisa en el rostro. Tras él, Kool retenía a Clémentine.
—Eres Jose, o Luca. Eres el sargento. Lo sé. Se lo dije cada día a Shania. Le dije que volverías, todos los días, todos. Pero debo asegurarme. Debo protegerla. Tú me lo enseñaste ¿Por qué llevas dos espadas?
—Solo una es mía.
—¿Y la otra?
—En una ocasión me diste tu espada, el wakizashi, te dije que te lo devolvería pero no lo hice. La otra espada es para ti.
Descolgó la funda de su cinturón y le entregó una de las espadas al chico. Con parsimonia la ató a su cintura.
—¿Tiene nombre? —El chico colocó su mano sobre la empuñadura de cuero marrón.
—Es la espada que usa el pueblo tuareg desde mediados del siglo XIV. Se llama “Takouba”. Pensé que te quedaría grande pero me equivoqué. Casi estás tan alto como yo; es perfecta para ti.
Jorge desenvainó la espada y pasó la yema del pulgar por uno de los filos. Una fina línea roja le indicó que la hoja no podía estar más afilada. El chico sopesó el arma.
—A pesar de que el pueblo tuareg profesa la religión islámica, sus creencias no son en exceso radicales y el cumplimiento de las leyes islámicas es más laxo. No guardan ayuno en el Ramadán y conservan sus propias leyes. No era de extrañar que la espada no fuese la típica arma musulmana. De hoja recta con dos filos, una reducida cruz y una ajustada empuñadura, la espada tuareg constituye una formidable arma de defensa y ataque.
—Me gusta más que la Katana.
—Ahora es tuya.
—Jorge, te ordeno que te apartes de una vez, no sabemos la identidad de ese hombre.
Amos avanzó un par de pasos apoyándose en solo una muleta mientras con la otra mano mantenía apuntada hacia el hombre la pistola. Dos de sus hombres lo flanquearon y encañonaron a los dos visitantes.
—Soy Luca.
—Solo porque lo dices tú.
—Cuando abandonamos tu refugio, el refugio del que nos expulsaste a todos, para partir hacia el Vaticano te dije algo.
Amos palideció.
—Te dije que abandonases ese lugar o serías capturado.
Amos tragó saliva varias veces, su boca se había secado de repente.
—Seguramente fue tu hermano el que nos descubrió él te dijo dónde nos ocultábamos.
La expresión del desconocido se endureció.
—Cuando desperté después de que Evan me hiriese te pedí algo.
El rostro de Amos competía ahora en blancura con la nieve.
—Te pedí que me preparases un vehículo, con combustible, víveres, armas y un dron. No mostraste intención de dármelo hasta que te dije algo…
Amos se volvió para mirar a Shania, la mercenaria parecía en shock, no terminaba de procesar la información que estaba recibiendo.
—Me lo facilitaste cuando te dije que había recordado… todo.
Shania se lanzó sobre Amos. Lo derribó, sujetó la muñeca en la que sostenía la pistola y comenzó a lanzar puñetazos contra su rostro.
—Hijo de puta. Fuiste tú. Tú le ayudaste a marchar. Estaba convaleciente y le dejaste partir ¿Qué esperabas, qué muriese? ¿Era eso lo que querías? —Entre frase y frase lanzaba un puñetazo a la cara del Guardia— te pregunté en multitud de ocasiones cómo había podido marcharse Luca. Cobarde de mierda. No tuviste cojones a contármelo, sabías que te habría matado.
Uno de los hombres de Amos lanzó un culatazo a la cabeza de Shania. La mercenaria cayó a un lado conmocionada. El Guardia Suizo se incorporó con sorprendente rapidez. Kool intentó ayudarla pero fue encañonado por otro de los hombres de Amos. Un tercero se situó a su lado ante la mirada asesina del mercenario.
Los dos hombres permanecían impasibles, indiferentes a todo, incluso el perro se había tumbado entre ellos.
—Ninguno de vosotros vais a entrar en la Ciu…
Amos hubo de dejar de hablar. El filo de la espada que le acababan de regalar a Jorge se encontraba a milímetros de su garganta, si respiraba con demasiada fuerza, la afilada hoja le seccionaría la yugular. Bajó la mano pero sin soltar la pistola.
—Baja esa espada y apártate chico.
Otro de los nuevos Guardias encañonaba ahora a Jorge, el último se aproximaba a él con intención de arrebatarle la espada. La chica, Clémentine, desenfundó dos pistolas al más puro estilo Lara Croft, empuñando una con cada mano encañonó a los dos hombres que amenazaban a Jorge.
—Pensaba que no te enfrentabas a los zombis.
—Eso era antes, hace mucho tiempo, además, estos aún no son zombis.
La situación era increíble. Mientras, en los alrededores y a lo largo del convoy, las escaramuzas con los zombis arreciaban. Frente a ese pino centenario se desarrollaba una acción de lo más peligrosa. Si alguien se ponía nervioso se desencadenaría una tragedia.
—¡BASTA!
La voz del supuesto Luca pareció poner en pausa a todos. Caminó adelante hasta situarse frente a Amos. Alargó la mano y extrajo el cuchillo que pendía del cinturón del Guardia Suizo. Con precisos movimientos fue recortando el pelo de su barba hasta mostrar la barbilla despejada. No había cicatriz alguna. Ya no había dudas.