—¿Te has dado cuenta que siempre que has perdido la pista, de tu hija, de Sandra, quiero decir, siempre ha ocurrido algo que te ha vuelto a poner en el camino correcto?
Observé a Thais un instante antes de responder.
—Sí, en realidad, creo que es algo que ya había pensado.
—Es como si quisiesen orientarte, no, conducirte, conducirnos hacia donde ellos quieren.
—Sí, eso parece.
—Da un poco de miedo ¿No?
Me giré hacia Thais sin saber muy bien qué decir.
—Me refiero a que, incluso con el mundo que ha quedado, esa gente, esa Organización ¿Cómo pueden tener recursos para conducirnos hacia ellos?
—No lo sé, puede que estemos exagerando, al final cada uno ve lo que quiere ver. En cualquier caso al menos continuamos teniendo una meta.
Llegamos al lugar donde habíamos dejado la moto. Antes de que la levantase, Thais me cogió de la mano.
—Estás preocupado ¿Verdad?
Levanté la moto y arranqué.
—Ella está bien, la protegen, no le pasará nada —el tono de Thais resultó más condescendiente de lo que seguro pretendía.
—Cada vez queda menos genta para protegerla.
—¿Qué quieres decir?
—Viajaba con dos mujeres además del científico.
—Y eso cómo lo sabes.
—En la casa solo había cuatro tipos de huellas, marcadas con sangre por el suelo. La niña, las del hombre y otras dos que correspondían a mujeres.
—Unas serían las de esa mujer pero las otras ¿Cómo puedes saberlo?
—Correspondían a un pie muy pequeño, treinta y ocho o treinta y nueve, eran de mujer, seguro.
—Bueno, las mujeres de esa Organización son temibles, mira a Shania.
Asentí.
Completamos el camino de regreso a la nave en silencio. Yo no podía dejar de darle vueltas a lo que había dicho Thais y ella parecía meditar también, probablemente acerca del futuro que la esperaba si al final decidía continuar adelante con su embarazo.
Detuve la moto delante de la puerta metálica. Paré el motor y descendimos. Thais se dirigió a la entrada. La cogí del brazo deteniéndola y la situé tras de mí.
—Qué.
Lamenté no haberme llevado la pistola. Observé el suelo. Descubrí marcas de ruedas de vehículos que no estaban cuando nos fuimos por la mañana. Miré a Thais. Me observaba en silencio, la preocupación se adivinaba en su mirada.
—¿Qué ocurre? —Susurró a mi oído.
—Alguien ha estado aquí después de partir nosotros, puede que incluso continúe en el interior.
—¿Esas mujeres?
—No creo.
Tiré de la puerta y me adentré. Enseguida comprobamos que estábamos en lo cierto. Al fondo de la nave estaban nuestros amigos, sentados o, directamente, tirados en el suelo. Roberto, el médico, con bastante mejor aspecto, pasaba de uno a otro en lo que parecía una improvisada consulta. A su alrededor estaban otra vez los sin techo. En esta ocasión todos nos apuntaban sin miramientos con armas automáticas.
—Aún no ha concluido el plazo que nos diste para marchar.
Mientras hablaba caminaba en dirección a su jefe. Conté a siete hombres armados. Dos de ellos se dirigieron hacia Thais, otros dos me encañonaron a pocos centímetros obligándome a detenerme.
—¿Es ella?
Dos tipos salieron de detrás de las estanterías. No los había visto, podría haber más escondidos, ocultos entre las sombras, no podía saberlo.
Los dos hombres se acercaron a Thais. Hice intención de interponerme pero los que me encañonaban apoyaron las armas en mi pecho. Me detuve, no pude evitar que se acercasen.
—No, no es esa.
—¿Estáis seguros? Miradla bien, tiene que ser ella, no hay nadie más.
—No, no es, seguro, no es ella, era una mujer rubia, muy, muy guapa, de ojos verdes, no es ella seguro, esta es solo una niña.
—¿De qué va esto? —Pregunté.
El jefe caminó hacia mí hasta estar a solo un par de metros, entonces se detuvo.
—¿De dónde venís?
—Salimos a buscar algo de comida.
—No veo que lleves nada.
—No tuvimos suerte.
—Alguien agredió a esos hombres.
—Ya, una mujer rubia.
—¿Amiga tuya?
—Lo dijo él, rubia, guapa.
—Pensé que habrías sido tú o alguien de tu grupo.
—Pensaste mal, es lógico, no me conoces.
—¿Sí?
—Si me conocieras sabrías que yo no los habría dejado con vida.
El hombre les hizo una seña a los que me apuntaban y se aproximó hasta que casi podía oler su aliento.
—Hoy es vuestro día de suerte —me miraba directamente a los ojos, sin pestañear.
—Yo no estaría tan seguro.
El hombre continuaba taladrándome con la mirada.
—Sé que eres un asesino, sé que seguramente llevas algún arma escondida y sé que probablemente fueses capaz de matar a varios de nosotros, pero seguro que no podrías con todos, te mataríamos antes de que lo lograses, también mataríamos a tus amigos.
—Entonces puede que el día de suerte sea el tuyo.
—El mío. Y eso por qué.
—Si hubieses venido ayer ya estarías muerto, pero… esta mañana me he dado cuenta de que tengo un motivo para querer seguir vivo.
El hombre suspiró y se apartó a un lado sin dejar de observarme.
—No sé quién eres pero no te quiero en nuestra ciudad, a ninguno. Recoged vuestras cosas, os largáis ya.
—Ellos no se han recuperado, nos diste…
—El plazo ha expirado, salid, ya, ahora.
—Míralos, están muy débiles, no están en condiciones de viajar.
—Tiene razón, creo… creo que deberían descansar al menos otras veinticuatro horas. La niña, la pequeña continúa con fiebre elevada. Es muy… pequeña —Roberto se había acercado hasta nosotros con una jeringuilla llena de antibiótico en las manos.
El jefe lo fulminó con la mirada.
—Puedo quedarme con ellos si quieres, así…
—No —cortó tajante— tú te vienes. Dadle las gracias al médico. Tenéis veinticuatro horas, ni un minuto más.
Tras pronunciar su ultimátum hizo una señal a sus hombres y todos fueron abandonando la nave. Cuando Roberto pasó junto a mí le cogí del brazo.
—Gracias.
—Tú nos has salvado a nosotros, conseguiste las medicinas. No es mala gente, tal vez pueda convencerle de que me permita pasar antes de que os vayáis a ver cómo evolucionan. Me preocupa la niña.
—Gracias de nuevo.
@@@
Acababan de abandonar la A2 para entrar en Roma. El reloj del GLK marcaba las 18:11. Habían llevado una velocidad constante, tal vez un poco por encima de lo que la prudencia aconsejaba pero en esta ocasión habían tenido fortuna de no verse involucrados en ningún accidente. Habían parado pasado Salerno para atender al científico. Tenía fiebre, era síntoma inequívoco de infección. Le habían limpiado la herida y las había obligado a aplicarle una nueva dosis de azúcar. Desde ese momento parecía haber caído en una especie de letargo y no había soltado prenda, tan solo algún que otro lamento ahogado y algún comentario incomprensible.
El día era soleado, la temperatura agradable. Caronte conducía desde la última parada, apenas había sido capaz de dormir alguna hora y prefería mantener la cabeza ocupada en algo a que continuase trabajando a su aire. La niña viajaba en el asiento de delante, la habían elevado sobre un cojín para que pudiese ver por la ventanilla y el cinturón de seguridad no la estrangulase. La pequeña sacaba las manos y saludaba a cuantos zombis se encontraban en un intento de normalizar un viaje a través de la locura. Caronte la observó con disimulo, en ese momento trasteaba en el navegador. Había intentado poner música pero en el coche no había ningún cd y las emisoras de radio ya no eran las de antes, aun así había intentado sintonizar algo completando un par de vueltas enteras al dial sin éxito. Sin duda esa niña le caía cada vez mejor.
Caronte había reducido sustancialmente la velocidad. Acababa de dejar atrás el Viale Manzoni para continuar por la Via Labicana. Sami gimió más alto de lo normal.
—¿Qué le pasa? —Caronte se giró para intentar comprobar por sí misma el estado del científico.
—Sigue inconsciente, yo creo que tiene más fiebre que antes, esa herida tiene infección, es que vaya mierda ¿Azúcar? ¿En serio? Se supone que este tipo es médico o algo así ¿No?
—En cuanto lleguemos al Vaticano podrá atenderle alguien.
—Te veo muy optimista ¿Es tu rol de líder o realmente lo piensas?
—Sienna estaba convencida del destino, tú me lo has dicho. La Organización debería tener recursos médicos.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
Caronte redujo para rodear dos coches que habían colisionado en el centro de la calle.
—Quieren a… a Sandra, intentan fabricar una vacuna, por fuerza deben tener médicos.
—Sí, como este ¡Azúcar! Y una mierda.
—¡Cuidado!
Caronte se había vuelto para ver la cara de Tamiko. El aviso de la niña llegó tarde. El coche cayó al interior del socavón y dio la vuelta hasta quedar tumbado sobre el techo. La velocidad no era muy grande pero el vehículo se había casi clavado contra el fondo para luego girar quedando panza arriba dejando únicamente a la vista desde la carretera parte de las ruedas traseras. El parabrisas se resquebrajó y las ventanillas estallaron en mil pedazos. Los airbag saltaron inundando todo de polvillo blanco, hinchándose y desinflándose en cuestión de segundos. Las ruedas del coche, a pesar de haberse detenido el motor, continuaban girando. Un fuerte olor a gasolina crecía en el ambiente.
—¡Caronte! ¡Caronte! Despierta, tienes que despertarte, vienen zombis ¡Despierta!
Caronte abrió los ojos y enseguida sintió escozor en el derecho. Hizo intención de llevar la mano hasta él pero no lo logró.
—No veo. Me escuecen los ojos.
—Tienes sangre, tienes una herida en la frente, sangra bastante.
Caronte sintió como la niña intentaba limpiar la sangre de su cara y de su ojo.
—Caronte, vienen…
—Ya ¿Cuántos son?
—Muchos, y se acercan.
Caronte trató de salir del coche. Era imposible. El techo la aplastaba contra el volante. Tenía parte del cuerpo fuera pero era incapaz de usar sus brazos. Puede que se hubiese partido la columna en el choque. Observó las ruedas girar todavía, intentó pisar el freno pero no logró ubicarlo, aunque el movimiento sirvió para descartar una lesión medular.
—Caronte…
—Vete. Tienes que irte.
—Pero…
—Vete —intentó ubicar su posición recordando dónde se encontraban antes del accidente. Debían estar muy cerca del Coliseo— escucha, muy cerca de aquí está el Circo Máximo, está señalizado, sigue las indicaciones hasta él. Es un lugar con muchas ruinas, despejado aunque con muchos lugares donde esconderse. Corre hacia allí. Yo te buscaré en cuanto consiga liberarme.
—Pero…
—Que corras joder. Vete ya ¡Corre! Circo Máximo ¡Recuerda!
Caronte vio la invertida figura de la niña alejarse entre sollozos sintiendo que algo se desgarraba dentro de ella. Una vez más se había confiado, no había prestado la atención debida y ahora todos iban a pagar las consecuencias. En su campo de visión aparecieron los primeros zombis, dos muertos, parecían varones. El pecho y el hombro comenzaban a dolerle, no lograba moverse y no podía liberar sus brazos para llegar al cuchillo y cortar el cinturón de seguridad. Por alguna razón el recuerdo de Charlie vino a su mente, se trataba de un amigo de la infancia. Su madre decía siempre que tenía los huesos de goma. Su amigo Charlie, entre otras muchas habilidades, era capaz de dislocarse el hombro a voluntad, le había visto hacerlo infinidad de veces, incluso en alguna ocasión ella misma lo había intentado también siguiendo sus indicaciones; nunca lo había conseguido.
Su cuerpo continuaba aprisionado por la carrocería del coche. Los zombis estaban más cerca. Apretó con toda sus fuerzas intentando recordar las indicaciones de Charlie.
—¡Ahhhhhh!
No pudo evitar dejar escapar un grito. El hombro había salido de su sitio, bendijo a Charlie rápidamente. El dolor había sido inmenso… pero ahora tenía un leve margen para moverse, deslizó la mano derecha y extrajo el cuchillo de Ayyer. Cortó el cinturón y se desplazó hacia fuera poco a poco.
El primer zombi hizo aparición. Saltó con inesperada facilidad al interior del socavón y se situó casi encima de ella. Su descoordinación le dificultaba los movimientos. El muerto dudaba si seguir caminando o si debía agacharse. Por fin se inclinó y golpeó su cabeza contra la chapa del coche. Volvió a incorporarse confundido lanzando los brazos hacia abajo para intentar alcanzarla. Caronte no podía salir pero tampoco podía permanecer en esa posición, pronto vendrían más y ese acabaría consiguiendo agacharse. Decidió ayudarle. Clavó el cuchillo en las dos rodillas del zombi, primero la derecha, luego la izquierda. El hombre cayó a peso. Caronte tiró entonces de su camisa hacia adelante y la cabeza del muerto se estrelló con violencia contra la puerta, rebotó y terminó sobre el asfalto a escasos centímetros de su cara. Cambió el cuchillo de posición y lo hundió en su ojo derecho. Apenas disponía de unos pocos segundos. Se impulsó hacia fuera sintiendo hervir su hombro.
Un nuevo zombi la alcanzó. Caronte ya había salido por completo del coche pero continuaba tendida en el suelo. Tomó impulso y lanzó una patada contra las piernas del zombi. El chico trastabilló y acabó cayendo hacia atrás. Caronte se incorporó y hundió el cuchillo en su oído izquierdo antes de que pudiera levantarse.
Por el mismo camino que habían traído llegaban más zombis, muchos más. Rodeó el coche y se inclinó hacia Tamiko. Llevó los dedos a su cuello. Tenía pulso. La zarandeó hasta despertarla.
—Qué…
Estaba claramente aturdida pero no tenía tiempo para esperar a que se recuperase. Cortó el cinturón de seguridad que la sujetaba, el científico viajaba sin asegurar.
—Vienen zombis. Hemos tenido un accidente. Estamos cerca del Coliseo —trató de ponerla al día rápidamente.
—¿Y la niña? —Tamiko movía la cabeza buscando a la pequeña.
—Ha huido pero debo ir tras ella. No tengo tiempo de sacaros. Permaneced quietos y callados, llamaré su atención y haré que me sigan, cuando esté despejado podréis salir.
El rostro de Tamiko mostraba preocupación y escepticismo a partes iguales.
—Pero si nos separamos…
—Dirigíos al Vaticano, ese es nuestro destino, allí nos reuniremos.
—Y si no te siguen…
Caronte apretó la mano de Tamiko y se dirigió hacia los zombis gritando y gesticulando. El coche quedaba parcialmente oculto así que la horda no tardó en tomarla como único objetivo. Corrió hacia ellos sin dejar de chillar y mover su brazo derecho. Giró hacia la Via Celimontana asegurándose que todos los zombis de cabeza iban tras ella, tenía que confiar en que ninguno se despistase y terminase llegando al vehículo antes de que pudieran liberarse Tamiko y Sami.
Caronte corría como podía, aún no se había recuperado por completo del golpe. La tarde no era excesivamente calurosa pero ella sudaba, sintió como el sudor se deslizaba por su frente, se limpió con el brazo sin dejar de correr. No era sudor, su brazo estaba empapado de sangre, había olvidado la brecha producida en el accidente.
Se detuvo en el cruce con la Via Marco Aurelio. Estaba exhausta. Los zombis la seguían en manada, se estaba alejando de Tamiko y, al mismo tiempo, intentaba acercarse al Circo Máximo. Decidió continuar hasta el siguiente cruce. Ahora podía tomarse un pequeño respiro. Avanzaba caminando rápido, sin llegar a correr. El hombro izquierdo le dolía, seguía desencajado y sentía latirle la herida de la frente. De repente se encontraba cansada, no, no era eso, no era físico, era la niña.
—Es solo una niña joder —había gritado tanto que los zombis que la seguían tenían que haberla escuchado.
Aligeró de nuevo el paso, obligándose a ignorar su agotamiento y el dolor de sus heridas. Los zombis habían reducido la distancia.
La niña era lista, muy lista, se fijaba en todo. Estaría bien. Sin darse cuenta había aumentado la velocidad, ni ella se creía lo que pensaba ¿Y si era cierto, y si en la sangre de la cría estaba la cura para toda la Humanidad?
Se detuvo, necesitaba un vehículo. Giró sobre sí misma buscando alguno. Al desplazar la vista, la destrucción, el abandono, la ausencia del hombre, se hicieron patentes de repente, papeles por todas partes, restos, edificios colapsados, pintadas avisando demasiado tarde del peligro que se cernía sobre la ciudad, paredes empapeladas de fotos de seres queridos desaparecidos, búsquedas fallidas, búsquedas incompletas. Notó un creciente mareo, una sensación de presión, le faltaba el aire. Se apoyó sobre una farola intentando recuperar el control de su voluntad, el entrenamiento recibido durante años se fue imponiendo, sus constantes se fueron normalizando. Era una mercenaria, una de las mejores, y podría con esa situación.
Volvió a aligerar el paso pero ahora con un objetivo claro, un poco más adelante había una moto tirada, una enorme Harley. Llegó hasta ella y buscó el contacto. La llave seguía allí. El manillar parecía algo doblado, un espejo y los dos intermitentes delanteros habían desaparecido, apenas quedaban restos de ellos alrededor de la moto, una capa de polvo y tierra hacía dudar sobre cuál era su color, a saber cuánto tiempo llevaba ahí tirada. Giró la llave y pulsó el encendido electrónico. El motor de arranque gimió un par de veces antes de lograr arrancar. El sonido característico de sus tubos de escape se dejó oír de nuevo en la ciudad eterna. Una sonrisa se dibujó en el rostro de Caronte; volvía a tener el control de su futuro, de su supervivencia. Se inclinó sobre la moto y tiró con fuerza del manillar con su mano derecha, la moto apenas se movió, pesaba demasiado para levantarla con una sola mano. Intentó colocar la otra mano también pero al tirar tuvo que soltar, se incorporó dando gritos de dolor. No lo lograría con el hombro dislocado.
Los zombis se acercaban. Su amigo Charlie apareció frente a ella de nuevo:
“…es fácil, solo debes buscar un buen apoyo y hacer presión contra él, ni siquiera tienes que golpearte con fuerza, vamos inténtalo…”
Caronte apoyó su hombro contra la esquina del edificio, solo el contacto ya le produjo un incremento en el dolor que sentía. Maldijo entre dientes a Charlie. Cerró los ojos, retiró el hombro y lo estrelló con fuerza contra la pared. El dolor hizo que se le saltasen las lágrimas.
—Cabrón malnacido, en realidad nunca me caíste bien.
Sus pulsaciones se habían disparado, se volvió; los zombis se acercaban. Cerró de nuevo los ojos, dio un paso atrás y estrelló una vez más su hombro contra la esquina. Aunque el impacto había sido más violento, el dolor percibido había sido menor. Giró el hombro. Le dolía pero podía moverlo, realizó varias rotaciones completas, había vuelto a su sitio.
—¡Bien por Charlie!
Recogió la moto y aceleró un par de veces. Adoraba ese sonido. Puso primera y aceleró a tope. La moto rugió. El aire azotó su rostro, su pelo enmarañado, era una sensación embriagadora. Encaró hacia el Coliseo y giró para tomar la Via di San Gregorio, el Circo Máximo no estaba lejos. Los zombis que la seguían habían quedado demasiado rezagados.
Se adentró en el Circo Máximo, su aspecto era muy similar a como lo recordaba, es lo que tenían las ruinas, que el tiempo parecía no pasar por ellas. Dio una vuelta por todo el recinto, una sensación de ahogo volvió a dominarla; la niña no estaba allí. Se detuvo intentando concentrarse, buscar alguna señal, alguna huella del paso de la pequeña.
Unas profundas nauseas se apoderaron de la boca de su estómago, la asaltaron varias arcadas pero no fue capaz de expulsar nada. Estaba pasando algo por alto, tenía que volver al vehículo, eso significaba poner en riesgo a Tamiko y Sami pero no tenía otro remedio, la niña no había sido capaz de alcanzar el destino que le había dicho, tenía que estar escondida en alguna parte, cualquier otra alternativa resultaba demasiado dolorosa.
Antes de alejarse fijó su atención en un todoterreno, se encontraba volcado sobre el costado derecho, eso no tenía nada de especial, lo curioso era el cadáver que permanecía atrapado bajo él. Condujo la moto hasta el vehículo y la dejó en marcha.
El cadáver no era tal, se movía, era un zombi, una zombi, para ser precisos. Lo llamativo de ella era el uniforme que vestía, lo conocía, ella tenía uno igual, mejor dicho, lo había tenido. Pertenecía a la Organización. Intentó reconocer algún rasgo en el rostro deformado y putrefacto pero no lo logró. Tampoco conocía a todos los miembros.
Se asomó al interior y sus ojos se iluminaron. Se inclinó y estiró el brazo para coger el fusil. Su hombro lastimado protestó, pero lo tenía. Un fusil automático con silenciador, extrajo el cargador, estaba a mitad, quince cartuchos. Miró por el interior pero no localizó más cargadores ni más munición; lástima. Se lo colgó a la espalda y se alejó con la moto en busca de Tamiko y Sami.
Retomó la Via di San Gregorio y se dirigió hacia el Coliseo. En esta ocasión lo rodeó por la izquierda, redujo la velocidad hasta detenerse, oía algo, algo inconfundible, gruñidos y gemidos de zombis. Volvió a acelerar y entonces lo vio, en medio de un descampado, junto a la Via delle Terme di Tito: un carro de combate, un Ariete perteneciente al Ejército italiano. Su cadena derecha partida descansaba extendida en el suelo varios metros por detrás, cubierta de hierbas salvajes que no conseguían esconder los restos de miembros, los pedazos arrancados, el horror del que había sido testigo antes de terminar inutilizado. Su cañón colgaba flácido por el costado izquierdo del tanque y… en lo alto de la torreta: la niña. Lo había conseguido. En ese momento comenzó a hacerle señas moviendo los brazos. Caronte le devolvió el gesto levantando la mano izquierda. La situación no era fácil, el carro se hallaba rodeado de muertos hambrientos. Sus gruñidos irían atrayendo a más hasta hacer imposible el rescate. Debía actuar rápido o no sería capaz de sacar de ahí a la niña.
Aceleró y dio una vuelta completa al tanque, algunos zombis la tomaron como nuevo objetivo pero la mayoría continuó rodeando el blindado. Volvió a acelerar y cuando pasó cerca del tanque le chilló a la niña:
—El cañón.
Se alejó veinte metros, puso la pata de la moto y encaró el fusil. Quince balas, no había margen para el error. Inspiró y expiró varias veces hasta normalizar su respiración, luego comenzó a disparar sobre los zombis agrupados en el costado izquierdo del tanque.
¡FLOP! ¡FLOP!
¡FLOP! ¡FLOP!
¡FLOP! ¡FLOP!
¡FLOP! ¡FLOP!
¡FLOP! ¡FLOP!
¡FLOP! ¡FLOP!
¡FLOP! ¡FLOP!
¡FLOP! ¡CLIC!
—¡Ahora! —Gritó Caronte.
Desde la distancia vio como la niña avanzaba a paso rápido en equilibrio sobre el cañón hasta llegar a la boca, entonces saltó a tierra. Dio un par de vueltas y se levantó con una sonrisa en el rostro. Los zombis ya se acercaban.
—¿Lo he hecho bien verdad?
Caronte la recibió con los brazos abiertos, se sorprendió besándola varias veces hasta subirla a la moto.
—¿Es tuya?
—Ahora sí, es de las dos, nos vamos.
La Harley se alejó del descampado cuando los zombis ya se dirigían hacia ella. Pocos metros más adelante detuvo la moto. La pequeña tiraba de su camisa. Se volvió.
—¿Y Sami? ¿Y Tamiko?
Caronte resopló.
—Los dejé en el vehículo, espero que se encuentren bien y hayan podido escapar.
—¿Vamos a ir a buscarlos?
—No, puede que aún no hayan logrado liberarse, si nos acercamos podríamos ponerles en peligro.
La niña asintió entristecida y se abrazó a ella dando por terminada la conversación. Caronte volvió a acelerar sintiendo los pequeños brazos de la cría apretar con demasiada fuerza su cintura; fue la sensación más agradable percibida en mucho tiempo. Por alguna extraña asociación mental que no llegó a comprender se encontró pensando en Ayyer, en los negros ojos del tuareg, en cómo sería un abrazo suyo. La pequeña tenía razón, no podían dejarlos allí tirados.
—Cambio de planes, iremos a por ellos —la cría sonreía ahora de forma sincera.
Caronte giró y se dirigió al Coliseo, lo rodeó y encaró la Via Labicana, no tardaron en toparse con el socavón que se había engullido el todoterreno. Detuvo la moto y la apoyó sobre la pata, apagó el motor y corrió hacia el agujero. Se percibía un fuerte olor a gasolina. Saltó y se asomó al interior del vehículo, el olor a combustible era más fuerte abajo. No había nadie dentro, el tiempo que había tardado en hallar a la niña, ellos lo habían empleado en alejarse del lugar, sin duda habrían dirigido sus pasos hacia el Vaticano, tal vez pudiesen alcanzarlos, no debían estar muy lejos y, al fin y al cabo, ellas iban en moto.
—Caronte —la niña se había acercado y la llamaba desde el borde del agujero— vienen, zombis, vienen muchos zombis, por todas partes, más que antes.
La mercenaria introdujo medio cuerpo dentro del vehículo y buscó por el salpicadero hasta dar con el mechero. Lo pulsó y esperó contando los segundos mentalmente.
—Caronte —volvió a llamar la niña.
El mechero saltó con un “clac”, lo sacó y trepó fuera del socavón ayudándose de las manos, sentía como se arañaban las yemas de sus dedos. Cuando llegó a la cima comprobó que la pequeña no exageraba. Sin necesidad de haberle dicho nada, ya se había subido a la moto. Caronte lanzó el mechero incandescente sobre el charco de gasolina y corrió junto a la moto. Escuchó el sonido de la deflagración al propagarse el fuego por todo el vehículo. Con un poco de suerte explotaría y los zombis se verían atraídos por el espectáculo, al menos una parte de ellos.
Arrancó el motor y estudió la situación antes de decidirse por una dirección. La carretera se encontraba inundada de zombis, a un lado y al otro, ocupaban todo el asfalto de la Via Labicana. No tenían mucho tiempo. Los gritos y gruñidos de los muertos resultaban enloquecedores, ya podían distinguir sin dificultad sus mutilaciones, pronto les asaltaría su hedor.
—Caronte…
La mercenaria tomó una decisión. Un poco más adelante había unas escaleras que podrían sacarlas del apuro pero en la moto nunca serían capaces de subirlas, si hubieran estado de bajada habría sido otra cosa pero… Caronte aceleró con dirección, una vez más, al Coliseo, pero en esta ocasión sacó la moto del asfalto y se fue desplazando por el centro de los jardines que flanqueaban la Via Labicana.
Recuperó la carretera a la altura de la Via Nicola Salvi. La siguió hasta alcanzar la Via degli Annibaldi. Su decisión había resultado acertada, casi habían perdido de vista a los zombis, pero se alejaban del Vaticano, también de Tamiko y Sami. Caronte giró para coger la Via Cavour y aceleró la moto como no lo había hecho hasta ese momento.
El aire acariciaba su rostro, el sonido de los escapes de la Harley se agudizó, era una delicia, un bálsamo para sus sentidos, un oasis entre toda esa locura. Notaba la presión de los brazos de la niña, con el último acelerón la abrazaban aún más. De repente apretó los frenos, la moto culeó de atrás, le costó estabilizarla por completo. La niña se hallaba completamente pegada a ella ahora, la cara incrustada en su espalda, sus cuerpos unidos como si de uno solo se tratase. Cuando la Harley se detuvo por fin la pequeña logró recobrar su posición.
—¿Qué ha pasado?
—¡Baja!
—No.
El rostro de la niña reflejaba un terror puro. Caronte comprendió.
—¿Te apetece una chocolatina?
La cría desconfiaba, temía quedarse sola, daba vueltas a los últimos sucesos intentando encontrar qué había hecho mal, qué era lo que podía haber molestado a la mercenaria; el accidente, tal vez no debería haber subido al tanque.
—Necesitamos escondernos, descansar, ocultarnos de los zombis hasta que desaparezcan. Conozco un lugar precioso, seguro, lleno de comida, siempre lo visitaba cuando venía a Roma —obvió relatarle los motivos de esos viajes, ahora hacían que se sintiese sucia solo con recordarlos— pero tenemos que apresurarnos, no servirá si nos ven acceder a él.
La niña bajó de la moto por fin, a punto de romper a llorar. La expresión del rostro de la mujer le pareció desquiciada, como poseída.
Caronte dejó de mirarla y aceleró girando y alejándose unos cuarenta metros. Cuando encaró la moto, la niña ya lloraba sin control. La mercenaria aceleró en dirección a su destino, el Gran Hotel Palatino. Las puertas de cristal que daban acceso al final de la escalinata permanecían cerradas, era un buen lugar, seguro, tenía que serlo, ese Hotel siempre lo era. La moto se precipitaba a toda velocidad contra la entrada, Sandra había dejado de llorar y ahora sus ojos y su boca reflejaban su desconcierto.
Un metro antes de llegar a las escaleras, Caronte soltó el manillar y saltó de la moto, cayó al suelo dando varias vueltas y volviendo a lastimarse el hombro. Mientras, la Harley se precipitó, escalones arriba, hacia la cristalera. Las puertas de entrada recibieron el impacto del vehículo, el estruendo se tuvo que oír en toda Roma, los cristales salieron despedidos en todas direcciones, la moto desapareció en el interior del Hotel y terminó estrellándose contra el mostrador de Recepción.
Caronte atrajo a la niña y ambas se precipitaron escaleras arriba. Antes de acceder al interior la mercenaria observó una vez más la marquesina con las letras que anunciaban el Hotel, antaño de un blanco luminoso que contrastaba con el tono más cálido de la iluminación interior, ahora estaban tan apagadas como el resto de los edificios de la ciudad.
La niña ya no sabía si continuar llorando, ahora apretaba la mano de la mujer con tanta fuerza que pronto sus dedos se tornaron blancos. Caronte corrió hacia Recepción. El motor de la Harley ya se había detenido, la rueda delantera continuaba girando, el olor de los gases del escape se extendía por todo el hall. La mercenaria hizo intención de saltar al otro lado del mostrador, necesitaban las llaves de alguna habitación. La niña, sin embargo, tiraba de ella sin aflojar un ápice la presión.
—Sandra, necesitamos las llaves, tenemos que desaparecer de aquí antes de que lleguen los zombis.
La niña la observaba como ida, sin saber si ponerse de nuevo a llorar, gritar o reír. La mujer comprendió que no la iba a convencer así que la izó y la sentó en el mostrador, luego saltó ella al otro lado y, sin llegar a soltar su mano, cogió varias llaves del casillero, todas correspondían a habitaciones del primer piso, así, en caso de necesidad, siempre podrían escapar por una ventana. Las guardó en los bolsillos y cogió a la cría en brazos, la pequeña se enroscó a su cuello como una serpiente. Caronte se dirigió escaleras arriba, le habría gustado echar un vistazo al Hotel que tan buenos recuerdos le traía pero debían desaparecer antes de que los zombis pudieran descubrirlas.
Subían los escalones casi de dos en dos, el interior del Hotel estaba limpio, por alguna razón debían haberlo abandonado antes de que la infección llegara a extenderse. El suelo estaba barrido, había polvo sí, pero ni rastro de huellas de lucha, ni sangre, ni muertos… y lo mejor: sin zombis. Caronte se detuvo frente a la habitación número 17, buscó entre las llaves que portaba hasta dar con la de esa puerta. Por suerte eran llaves tradicionales, nada de tarjetas magnéticas, esas seguramente no habrían funcionado, desconocía el tiempo de autonomía que podían tener esas cerraduras electrónicas. Giró la llave y antes de pasar se volvió a mirar a la niña, tenía la mirada fija en la hoja de madera, perdida, no lloraba aunque continuaba sollozando quedamente.
Por fin abrió. Nada más entrar, localizaron a la izquierda el baño, de él salía un agradable aroma a canela. Caronte cerró la puerta de fuera y luego la del aseo, después de comprobar la habitación le tocaría el turno al baño. Tras un breve pasillo de apenas un metro se encontraba la habitación. A la izquierda un escritorio con una silla, encima un espejo de marco marrón. Al fondo un gran ventanal con las cortinas todavía descorridas. A la derecha una amplia cama doble perfectamente hecha. La mercenaria comprobó todos los rincones, los armarios, debajo de la cama, luego el aseo. La habitación estaba limpia. Una vez convencida por fin respiró relajada. Buscó a la niña, continuaba plantada a un metro de la puerta de entrada, con esa expresión de terror que la acompañaba desde que le dijese que quería que bajase de la moto.
La mercenaria caminó hasta la neverita situada bajo el escritorio y la abrió rezando para que estuviese tan llena como la recordaba. Por suerte no albergaba alimentos frescos, así que todo se hallaba en buenas condiciones. Sacó una chocolatina y un par de botellines de agua y lo repartió con la pequeña, luego se dejó caer en el reducido sofá situado a la derecha de la cama.
Caronte observaba desde el sofá a la niña. Comía con fruición las chocolatinas a la vez que daba enormes tragos de zumo. Parecía más tranquila, más confiada. Se levantó y se sentó a su lado. La niña le tendió la chocolatina dejando a la vista unos dedos pringados de chocolate. Caronte declinó la oferta con una sonrisa y un movimiento de cabeza. Al instante volvió a ponerse seria.
—¿Por qué hiciste los dibujos? Los que colocaste en la cristalera del apartamento en Cosenza ¿Por qué los hiciste?
Sandra tragó con dificultad y dio un nuevo sorbo al brick de zumo antes de responder.
—Para mi papá.
Se levantó, corrió hasta la nevera y sacó una nueva chocolatina.
—¿Quieres tú una?
Caronte negó de nuevo y la niña regresó saltando hasta volver a sentarse en el centro de la cama con las piernas cruzadas.
—¿Por qué crees que tu padre los verá? Los dibujos ¿Por qué?
—Me está buscando, Sami lo dijo, fue a la Base, tú lo dijiste —contestó con la boca llena dejando entrever los dientes también manchados de chocolate.
—La situación es muy difícil, los zombis…
—Mi papá vendrá a por mí, es muy fuerte, el más fuerte, es soldado y me va a encontrar —levantó el zumo hasta que no quedó una gota y lo dejó en la mesita de noche— ¿Estás triste? ¿No quieres que nos encuentre? Tranquila, no tengas miedo, cuando nos encuentre le diré que tú me ayudaste, a ti no te hará nada… ni a Sami —quedó pensativa un instante— vaaale, también le diré que no le haga daño a Tamiko.
—Creo que le he visto.
—¿Qué, a quién?
—A… a tu padre.
—¿Qué… está ahí?
La niña corrió a asomarse por la ventana. Apenas se veía nada fuera.
—No, lo encontré en Cosenza… creo.
A la pequeña se le fueron llenando los ojos de lágrimas.
—¿Está… está? —No se atrevió a continuar con la frase.
—Yo caminaba por un camino de tierra, supongo que iba pensando en otra cosa, el coche apareció de repente, no lo vi hasta que lo tuve encima.
—¿Qué coche? —Balbuceó entre sollozos la pequeña.
—Él consiguió esquivarme, pasó junto a mí, derrapó y se estrelló contra un árbol.
Sandra rompió a llorar.
—¿Estaba muerto? —Las lágrimas no paraban de brotar de sus ojos.
—No, no le pasó nada, saltaron los airbags, nada más —a Caronte le dio la impresión de que no tenía ni idea de lo que eran los airbag, pero no quería desviarse del tema una vez que se había decidido a afrontarlo.
Sandra sonrió entonces de oreja a oreja, las lágrimas seguían deslizándose por sus mejillas, era como esos momentos en que, con un enorme sol y sin ninguna nube comenzaban a caer finas gotas de lluvia.
—Varios zombis se aproximaron al vehículo al escuchar el ruido del golpe y de la frenada.
—Pero tú le ayudaste, le ayudaste ¿Verdad?
—Me fui, me di la vuelta y me marché, tenía que…
—Te odio, te odio ¿Por qué no le ayudaste?
La niña había saltado sobre Caronte y no paraba de golpearla en el pecho. Ella fue sujetando sus manos intentando no hacerle daño.
—Volví, volví Sandra. Los zombis casi habían entrado en el coche. Por alguna razón tu padre parecía no poder salir del vehículo, supongo que se habría atascado el cinturón —la niña la observaba ahora expectante, ni lloraba ni reía— disparé sobre ellos, los maté a todos y… y me fui.
—Pero ¿Por qué, por qué te fuiste? ¿Qué le pasó?
—Verás Sandra, es complicado, en el mundo hay buenas personas y malas personas.
—Mi padre es bueno, me quiere, y a mi madre, es bueno ¿Por qué no le ayudaste? Tú eres mala.
—A veces las personas no son lo que aparentan.
—¿No son? No te entiendo ¿Qué dices? —la niña volvía a llorar desolada.
—Las personas tienen secretos y…
—¿Qué personas?
—Todas…
—Yo no, yo no tengo secretos ¿Tú tienes secretos?
—Escucha —la sujetó cariñosamente de las mejillas— puede que tu padre no sea la persona que crees.
La niña se alejó de ella y saltó sobre el sofá. Escondió la cara entre las manos y se tumbó boca abajo sin dejar de llorar. Caronte se sentó junto a ella y le acarició el cabello negro.
—¡Vete! ¡Déjame! ¡Te odio!
Caronte fue hasta la ventana y corrió las cortinas, luego regresó a la cama y se tumbó boca arriba. No tenía ni ganas de comer, la conversación con la pequeña le había dejado un amargo sabor de boca, un sentimiento ambiguo. Por un lado lamentaba hacer sufrir a la niña pero por otro estaba convencida de no equivocarse. Ese hombre ocultaba algo y no podía ser nada bueno. Si todo seguía su curso pronto lo sabría. Volvió a observar a la pequeña, se había quedado dormida, la cogió con todo el cariño que pudo y la colocó en el centro de la gran cama.
La frente le dolía, aunque un poco menos que el hombro. Se dirigió al aseo, apenas se veía en su interior. Observó su imagen en el espejo. La herida de su frente ya no sangraba, una sucia costra indicaba que estaba cicatrizando. Pensó en lavarla, abrió el grifo y pasó la mano por debajo:
—Mierda.
No salió ni una gota. Tal vez fuera mejor no tocar la herida. Se alivió en el aseo y volvió a la habitación. El hombro izquierdo le dolía ahora más. Se aseguró de que el pestillo de la puerta de entrada estuviera echado y se dirigió hacia la nevera, cogió varias botellitas de alcohol sin mirar de qué era cada una y se sentó en el sofá. No disponía de ningún otro analgésico; esa noche dormiría bien.
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Tamiko salió del todoterreno. El científico seguía inconsciente. Se asomó al borde del socavón. Apenas vio algún zombi aislado a lo lejos. La argucia de Caronte estaba teniendo éxito. Sus pensamientos se dirigieron hacia la niña, si después de todo lo que habían pasado para mantenerla con vida, ahora la perdían… desechó esas ideas y regresó al vehículo. Dudó si despertarlo o sacarlo antes del coche. Se decidió por lo último. Lo colocó en posición, ya se disponía a arrastrarlo de los dos brazos pero en el último momento se arrepintió y tiró tan solo del izquierdo, al final no sirvió de nada, el muñón herido fue arrastrando y golpeó varias veces contra la carrocería del coche, con el último impacto el científico despertó y comenzó a gemir y gritar.
Su cintura y sus piernas seguían dentro del vehículo. Los gritos se hacían más intensos. Tamiko se lanzó sobre él, tapó su boca con una mano pero el hombre no atendía a razones, movía la cabeza a un lado y al otro y tiraba de la mano de Tamiko con la suya, la única que le quedaba. La japonesa comenzó a sudar, si continuaba chillando atraería la atención de los zombis, se decidió por fin. Liberó su boca e inmediatamente llevó la mano a su garganta y apretó con destreza. Sami se ahogaba, dejó de chillar para, tan solo gorjear, su rostro se iba congestionando.
—Deja de chillar de una puta vez o te juro que te estrangulo.
El científico se fue calmando, a medida que lo hacía, Tamiko iba aflojando la presa. Cuando dejó de forcejear por completo lo soltó y lo terminó de arrastrar fuera del vehículo.
El hombre se iba calmando pero el dolor que sentía se hacía evidente en su rostro. Se sujetaba el muñón con la otra mano. Tamiko se agachó y se introdujo de nuevo en el coche, al poco salió con la mochila botiquín. Se la tendió al médico, este, con una sola mano intentó abrirla.
—Trae —Tamiko volvió a cogerla.
La abrió y extrajo lo que buscaba Sami: una nueva inyección de morfina. Antes de entregársela la sujetó delante de sus ojos.
—Te necesito despierto, no podré cargar contigo, si te desmayas o no me sigues el ritmo te prometo que te dejaré tirado.
Sami asintió rápido repetidas veces, sus facciones estaban desencajadas, su rostro sudaba, sus ojos desaparecían hundidos en las cuencas hasta casi ser solo dos puntos negros, su aspecto se asemejaba más al de un zombi que al de un ser humano. Por fin Tamiko se la entregó. Mientras se preparaba, el científico miró por primera vez alrededor suyo.
—¿Qué ha pasado?
Antes de que pudiese contestar, se incorporó de un salto.
—¿Y la niña, y Sandra, dónde está la niña?
Tamiko tiró de él obligándole a agacharse otra vez.
—Pínchate de una vez, la cría está con Caronte.
—¿Dónde? —Insistió.
—Pínchate de una vez o te juro que te clavo la jeringa en la frente.
A Sami no le gustó la expresión del rostro de la japonesa, así que se preparó y se pinchó una nueva dosis de morfina.
—Como te dé por desmayarte o algo así te dejo aquí a merced de los zombis.
Sami cerró los ojos y disfrutó un breve instante, mientras la droga se repartía por su organismo y aletargaba sus sentidos, mitigaba su dolor y relativizaba la importancia de todo lo demás.
—¿Cómo sabes que está con Caronte?
Tamiko observó al árabe antes de responder, parecía un yonki nada más haberse chutado una dosis.
—Caronte partió tras ella después de producirse el accidente, dijo que la pondría a salvo; con eso me basta.
—¿Y ya está?
—Sí, ya está, nos dirigiremos al Vaticano, ellas harán lo mismo, puede que ya se encuentren cerca.
—Ya, pero también podría ser que…
—Calla de una vez y camina —Tamiko le había puesto la pistola en la frente y le empujaba hacia adelante.
El árabe parecía convencido, aunque Tamiko sospechaba que la morfina tenía más que ver que su poder de persuasión. Caminaban por las sombras de la noche, se adentraban en la Piazza bocca della veritá. El avance no podía ser más lento, el científico se detuvo. Se le veía agotado. Tamiko casi le arrastraba con el brazo izquierdo sobre su cuello
—Venga sigue joder.
Sami se dejó caer hacia atrás y Tamiko no pudo hacer nada por retenerlo en pie, se dio un costalazo y quedó inmóvil tendido en el suelo con una sonrisa estúpida en la cara.
—Vaya, la morfina te ha llevado al séptimo cielo, o harén, o dónde sea que vayáis los putos moros —Sami seguía sonriendo, relajado— vamos, venga, no podemos quedarnos aquí, aprovecha el subidón de la morfina.
—No se te ocurra levantarte, y deja las manos a la vista.
Tamiko se había visto empujada contra el suelo por un pie que, en ese momento, aprisionaba su pecho. De reojo podía ver la cara de imbécil del jodido moro, pero nada de su atacante. No sabía quién era, podía tratarse de vulgares ladrones. Sufrió un estremecimiento al pensar que los tuaregs las hubiesen seguido hasta allí, su vello se erizó al revivir la escena en la que Ayyer acababa con Sienna. Intentó sobreponerse, era una mercenaria entrenada, algún desarrapado la retenía contra el suelo, nada más, podía solucionarlo. En ese momento sintió el contacto frío del cañón sobre su cabeza. No tenía dudas, era una pistola, de hecho, estaba casi segura de que se trataba de una Beretta, no era ningún truco, la amenazaban con una semiautomática.
—¿Quiénes sois? ¿Qué hacéis aquí?
Tamiko no sabía cuál sería la respuesta correcta, ni siquiera cuál podía ser la mejor. Había vivido muchas situaciones como esa, donde era ella la que sostenía el arma. Una palabra equivocada y te volaban la cabeza, una palabra de más y ella apretaba el gatillo.
—¿Quién es ese hombre? ¿Le has cortado tú el brazo?
La voz era de otra persona, había al menos dos hombres. No parecían nerviosos, alterados, no mostraban prisa y ella… ella estaba agotada.
—No. Fue Caronte —respondió sin pensar más.
—¿Tamiko?
La habían llamado por su nombre, no lograba ponerle cara a esa voz. Intentó girarse para ver de quién se trataba, pero la pistola aumentó la presión sobre su cráneo.
—Tamiko ¿Eres tú? Aparta Kool, creo que es Tamiko.
—¿Yess?
La presión sobre su cabeza cesó. El rostro de Yess apareció delante de sus ojos.
—Joder, que aspecto tienes.
Los brazos delicados pero fuertes de Yess la ayudaron a incorporarse. Mantenía las manos en alto.
—Es Tamiko, la conductora de…
—Sé quién es.
La segunda voz que había escuchado momentos antes tuvo rostro al fin. Unos ojos azul intenso la observaban en la semioscuridad. Un rostro bello, surcado por una cicatriz a la altura de la barbilla la dominaba sin necesidad de decir nada más.
—Eres la conductora de Sienna ¿Dónde está ella? ¿Qué ocurrió?
Tamiko volvió los ojos para mirar a Yess, vio la preocupación en su rostro. Volvía a estar en peligro, sus respuestas de nuevo serían determinantes para su futuro.
—Ese es Abdel Sami ¿Verdad? ¿Qué le ha pasado, quién le ha cortado el brazo y, sobre todo, dónde está la niña que debíais custodiar?
Tamiko se estremeció de nuevo. No conocía al hombre que hablaba, estaba claro que era quien mandaba y no lo decía su aspecto, lo indicaba su tono de voz. Decidió contar toda la verdad y que fuese lo que Buda, Dios o Alá quisiese.
—La niña debería estar con Caronte. Nos dirigíamos al Vaticano. Tuvimos un accidente al entrar en Roma. Los zombis nos rodeaban, la niña huyó, Caronte nos liberó y fue tras ella. A él le mordieron, en Cosenza, Caronte le cortó el brazo. Su reacción le salvó de convertirse en un zombi pero su herida empeora, tiene infección, si no le tratan pronto morirá. Y Sienna está muerta, la degolló un jodido tuareg.
—¿Debería?
—¿Qué?
—Has dicho debería, debería estar con Caronte —Evan recordaba ese nombre, no tardó en ponerle cara, sabía que era ella quien iba al mando de las unidades en África desde que cayese la Base, se lo había comunicado Sienna antes de desaparecer.
Tamiko miró a Yess antes de responder, esta bajó la cabeza.
—La niña está con ella, a salvo, estoy segura, Caronte es la mejor, las dos estarán bien. Una vez lo crea conveniente se dirigirán al Vaticano.
Evan la observaba en silencio, Tamiko sabía que su vida se estaba decidiendo en ese preciso instante, lo había visto más veces, la Organización no perdonaba los errores. En otras circunstancias tal vez hubiera intentado algo, ahora, sencillamente estaba agotada. Bajó los brazos y esperó la sentencia.
—¿Viajabais en el coche incendiado?
Tamiko no sabía por dónde iba a hora ese hombre, no sabía si se trataba de algún tipo de trampa para ella pero no tenía demasiadas opciones.
—No sé de qué coche incendiado hablas…
—En un socavón, panza arriba —interrumpió el hombre al mando.
—Sí, caímos en un socavón de la carretera, ya te lo he dicho pero el coche no llegó a incendiarse.
El hombre la miraba fijamente parecía intentar atravesar su cerebro, introducirse en él para adivinar sus pensamientos, si mentía u ocultaba algo.
El gruñido de un zombi aproximándose rompió el silencio. El hombre apartó la mirada de Tamiko.
—Vienen zombis, llevamos demasiado tiempo aquí.
El otro hombre había hablado, se dirigió hacia el zombi, se detuvo frente a él, le lanzó una patada al cuello. Sus vértebras crujieron y su cuerpo dio una vuelta en el aire antes de caer. Su garganta seguía profiriendo ruidos ininteligibles. Levantó la pierna y aplastó su cráneo.
—Evan, debemos irnos. Pero ese hombre puede que no resista el trayecto. Le necesitamos, lo sabes.
Evan fue observando a todos. Al momento tomó una decisión.
—Contacta por radio, que envíen un vehículo al Ponte Cestio, nosotros le llevaremos hasta allí, está cerca. Luego iremos a buscar a la niña.
Kool se llevó aparte a Evan.
—Buscarla dónde.
—El coche en el que se estrellaron está próximo, ellas no pueden haber ido muy lejos.
—Ya has oído a Tamiko, Caronte sabe dónde dirigirse, ahora solo tiene que preocuparse por la niña, en cuanto se sienta segura la llevará al Vaticano.
Evan se pasó el dedo por la cicatriz de su barbilla, era un gesto que repetía desde que el maldito Guardia Suizo le hiriese.
—¿Apostarías tu vida a esa carta?
Kool observó a Evan, estaba cambiando, ya no lo conocía, no era el mismo.
—Sí —respondió al fin alzando el mentón.
Se hallaban de regreso en el Vaticano, frente a la escalinata del Palacio de la Gobernación. Pese a lo intempestivo de la hora, el revuelo era grande. Al final la opinión de Kool había prevalecido aunque este sospechaba que si la niña no aparecía pronto con vida significaría su sentencia de muerte. Evan descendió del vehículo y llamó a una de las mujeres de guardia.
—Levantad a Armand, llevadlo a la enfermería, tiene que ver a ese hombre —señaló a Sami que era sacado del coche por Yess y Tamiko. Las mercenarias alrededor del vehículo se apresuraron a saludar a la japonesa, a la última superviviente de la Base de Marruecos.
Kool se dirigió hacia Evan.
—¿Qué ocurrirá si Sami muere?
Evan lo miró y una sonrisa extraña se dibujó en su rostro.
—En ese caso mucha gente habrá dejado de ser útil.
Kool asintió y se alejó para encargarse de que la reunión se disolviese. Al poco rato Evan le llamaba de nuevo.
—Dime, iba a tomar algo con Yess en la cantina y luego… ¿Qué querías?
Evan dudó.
—Dile a… bueno, déjalo, mejor mañana.
—¿Quieres venir a la cantina?
La mirada de Evan se endureció.
—No, me voy a acostar, estoy cansado, mañana será un día duro. Vosotros también deberíais descansar.
Kool partió en dirección contraria y apartó a Yess del grupo en el que hablaban animadamente sobre las peripecias de Tamiko.
—Ven a la cantina.
—¿Por qué? Estamos charlando con Tamiko.
Kool le echó el brazo por los hombros en un gesto extraño para ella y se la llevó aparte. Yess lo miraba sorprendida.
—¿Me vas a decir de qué va todo esto?
—Sonríe —Kool acercó su boca a la de ella— nos observa —Yess descubrió en lo alto de la escalinata a Evan mirando fijamente hacia ellos— vamos a la cantina.
La mercenaria le hizo detenerse y saltó a sus brazos para, a continuación, lanzarse sobre sus labios. Kool la llevó así hasta la puerta de la dependencia que habían transformado en cantina, una sala adjunta en el mismo Palacio de la Gobernación donde la tropa se reunía, sobre todo por las noches. Una vez allí, Yess separó su boca de la de él.
—Me iba a decir que te buscara, que…
Ella colocó con lentitud el índice sobre sus labios, luego volvió a buscarlos con deseo.