En el muro, Caronte era testigo del enfrentamiento que estaba teniendo lugar al otro lado. La situación parecía complicada pero confiaba en Luca para salir airoso de ella. Sí, Luca, estaba segura de que era él, tenía que serlo. Por el contrario, en los alrededores del convoy ferroviario cada vez había más zombis. Golpeaban sobre los vagones e intentaban, sin éxito de momento, acceder a ellos. Los jinetes se empezaban a ver desbordados. No daban abasto para acabar con tanto muerto. Encaró el fusil y abrió fuego sobre uno de los zombis próximos al jefe de los tuaregs. Sí, por fin había localizado a Ayyer, cabalgaba a lomos de un impresionante alazán blanco. El turbante azul de su cabeza y el embozo de la misma tonalidad que cubría casi toda su cara apenas dejaban visibles los ojos. Unos ojos que conocía perfectamente. Unos ojos que no había podido olvidar desde que los viese en África.
Los ojos de Ayyer se cruzaron con los suyos. Una sincera sonrisa se apoderó de los labios de Caronte hasta que sintió un pinchazo en el costado. La punzada de dolor la devolvió a la realidad.
—Suelta el arma.
Ángel había usado el cañón del fusil para llamar su atención, junto a otros seis Guardias la encañonaba descaradamente.
—¿Qué coño te pasa? Hay que ayudarles, cada vez hay más zombis, los tuaregs no se bastan por sí solos. Hay que cubrirlos y abrir la compuerta para que pase el convoy.
—Me da igual lo que le ocurra a esos tuaregs y en cuanto a ese tren: no va a entrar en la Ciudad. Amos ha sido tajante. Eso no va a pasar. Y ahora deja el fusil en el suelo muy despacio.
Caronte escuchaba lo que le decía Ángel pero no prestaba atención, no podía desviar la mirada de los cinco jinetes que se habían situado a pocos metros del muro. Tenían armados los arcos y apuntaban sin duda a los que la estaban amenazando.
—Ángel, los tuaregs, van a dispararnos con sus arcos —uno de los Guardias avisaba a la vez que se disponía a disparar sobre Ayyer y sus hombres.
—No, no dispares, ellos no dispararán si vosotros no lo hacéis pero si disparáis os aseguro que moriréis con una flecha clavada en el corazón.
El Guardia temblaba ostensiblemente. Caronte dudaba de que fuese capaz de alcanzar algún blanco de ese modo. Antes de la infección era profesor en un instituto en Roma, nunca había empuñado un arma. Ni siquiera tras meses de adiestramiento bajo sus enseñanzas y las de Kool había sido capaz de acertar un blanco fijo a cincuenta metros.
Ángel arrebató el fusil de las manos a Caronte y lo dejó a un lado.
—Vigílala —ordenó a otro de los Guardias— abrid fuego sobre esos jinetes antes de que nos disparen.
—NO —Caronte agarró del pecho a Ángel y lo encaró hacia ella, sus hombres no sabían qué hacer— si disparáis moriréis.
—Ellos también.
—Puede, pero no les importa, para ellos constituye un honor morir en combate, no dudarán, no retrocederán. Si disparáis no habrá marcha atrás. Desataréis una carnicería innecesaria.
—Pareces conocerlos muy bien, y diría que ellos a ti también.
Ángel desenfundó su pistola con rapidez, se cubrió con el cuerpo de Caronte y colocó el cañón sobre su sien.
La mercenaria vio el casi imperceptible movimiento del brazo de Ayyer. Se disponía a disparar. Sabía que moriría pero iba a disparar. Sus miradas se cruzaron un instante. Su boca dibujó unas palabras que deseó comprendiese el tuareg:
“así no, por favor, así no”
La tensión del arco de Ayyer disminuyó. Ese gesto fue suficiente para que sus hombres lo imitasen, sin palabras. Dio la impresión de que los guerreros relajaban su agresividad pero Caronte había tenido tiempo para comprobar que esa sensación era completamente engañosa, la laxitud de sus brazos contrastaba con la tensión de todo su cuerpo, bastarían escasos segundos para que los arcos se armasen de nuevo y las flechas terminasen certeramente alojadas en algún corazón. Cualquier movimiento mal entendido terminaría en masacre.
Por suerte, en el muro la hostilidad pareció congelarse. Daba la impresión de que todos se tomaban una tregua. Al fin y al cabo ninguno de esos Guardias era soldado y ninguno quería morir el día de Nochebuena.
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Jorge continuaba apoyando la espada contra el cuello de Amos. Devolví el cuchillo a su funda y le indiqué con un gesto al chico que se retirase. Tardó pero por fin obedeció y dio un paso atrás aunque no devolvió la espada a la vaina. El resto seguía con la misma actitud.
Ayyer se acercó con su poderoso caballo blanco. Obligó a la montura a realizar una cabriola y me señaló el convoy. Los zombis aumentaban en número. En el tren los pasajeros, para llamar la atención de los muertos, habían estado emitiendo gritos y golpeando las ventanas de los vagones. Ahora, con un número creciente de zombis, estaban comenzando a crearse montones en las vías. Algunos zombis caían al suelo, al instante se les subían otros encima. Esto estaba haciendo que los muertos fueran capaces de alcanzar las ventanas abiertas de los vagones. Los pasajeros se defendían como podían, en el tren apenas había armas. Los tuaregs disparaban sin descanso sus flechas sobre los zombis pero la situación se tornaba insostenible. Si el convoy no avanzaba los zombis subirían al tren.
—Da la orden de que abran los portones.
Amos sujetaba el walkie en su mano. Ayyer, junto a otros cuatro jinetes, nos rodearon. Su intención era transparente.
—Ayyer, no. Todo está bien. Su desconfianza es comprensible. Mi estirpe hizo demasiado mal en el pasado —mis palabras pronunciadas en su idioma no lograron calmarlo.
Los ojos del tuareg, casi la única parte de su cuerpo que permanecía visible por el embozo que le cubría la cara, se mantuvieron imperturbables, fríos, dispuestos a todo, analizando la situación, seleccionando objetivos. Sabía bien lo que hacía porque yo ya lo había hecho.
—¿Qué estás haciendo Amos? Dame ese walkie, voy a ordenar que abran las puertas —Shania se había incorporado y se dirigía hacia Amos para arrebatarle la radio.
El Guardia se apoyó sobre el vehículo y dirigió su pistola al pecho de Shania.
—No Shania, yo soy la autoridad en la Ciudad del Vaticano y esos hombres no van a entrar.
Observé las murallas, más hombres armados se habían ido apostando. Sin duda eran personas de la confianza de Amos, su nerviosismo era palpable, probablemente no eran auténticos soldados, personas normales reclutadas para defender esos muros. Las mercenarias eran otra cosa. Distinguí a Stark y a Caronte, un hombre la mantenía sujeta con un arma apuntando a su cabeza. Aunque sin duda podrían solventar la situación en la que se encontraban, estaban rodeadas de tipos armados, eran superadas ampliamente en número. Si no ponía fin a esa situación alguien perdería los nervios y las heridas de un tiroteo no podrían cerrarse nunca.
—Hace un año me dijiste algo ¿Lo recuerdas?
Me dirigí hacia Amos hasta detenerme a medio metro de él, podía oler el aliento de su boca. El walkie descansaba ahora colgado de su cinturón. Dejó de apuntar a Shania para apuntarme a mí al mismo tiempo que intentaba mantener un precario equilibrio apoyado en una de sus muletas. La pistola de Shania descansaba en su funda, su mano se dirigió a la empuñadura.
—No, esa no es la solución —la obligué a separar la mano del arma y a retroceder.
—Hace un año, cuando me facilitaste el vehículo y las armas, me dijiste algo que entonces no llegué a comprender —Amos intentaba mostrarse seguro, firme, sin titubeos, dispuesto a todo— me dijiste que, si bien, te resultaba imposible confiar en mí observando mi aspecto, mi exterior, el envoltorio, podías sentir que mi hermano y yo no éramos idénticos.
La pistola osciló ostensiblemente, la muleta estuvo a punto de caer. Los fusiles, desde las murallas se inclinaron hacia adelante. Las manos de los tuaregs que nos rodeaban continuaron inmóviles, relajadas pero preparadas para entrar en acción. Amos logró rehacerse, se irguió todo lo que pudo aunque no dijo una palabra. Podía sentir la lucha que se desarrollaba en su interior.
—Hoy sé… sé que tenías razón. Mi hermano y yo no éramos idénticos… yo soy mucho peor. Por eso ahora te pido —continué— no que confíes en mí, sino que les des una oportunidad a ellos —señalé el convoy— y a ellos —señalé a Ayyer y a sus hombres— yo permaneceré en el Vaticano el mínimo tiempo.
—Son infieles, no accederán a la cuna de la Cristiandad.
Su voz había sonado demasiado ronca, demasiado grave. Sentí los ojos de Ayyer clavados en mí. La escena parecía transcurrir a cámara lenta, como en el tiempo bala de cualquier videojuego de acción necesario para poder vencer a los poderosos enemigos que rodeaban al protagonista en la pantalla definitiva. Alrededor nuestro los zombis continuaban llegando, continuaban cayendo víctimas de las flechas lanzadas desde los flancos del convoy; los copos de nieve se iban depositando sobre sus cuerpos en descomposición adquiriendo rápidamente una tonalidad rojiza. Si se observaba el cuadro completo la situación era cada vez más complicada. Intenté abstraerme, concentrarme en dar con las palabras adecuadas capaces de vencer la resistencia de Amos.
—Ya no hay fieles ni infieles, ya no hay Cristiandad. Solo quedan personas. Personas que lo han perdido todo y a todos, personas que han descendido hasta los infiernos, personas que han perdido su Humanidad, personas que en este mundo devastado han conseguido encontrar un motivo para la cordura, una razón para seguir viviendo, personas que, ayudándose entre ellas, han logrado salir de ese agujero, parte de esas personas ahora abarrotan esos vagones, son personas que han dejado atrás lo poco que poseían para empezar de nuevo colaborando con vosotros en el desarrollo de un nuevo Orden, de una nueva Civilización.
Amos continuaba en silencio, Shania intentaba controlar el impulso de desenfundar y descerrajarle un tiro, podía sentirlo.
—En este año he asistido a muchas situaciones como esta, como en un continuo “dejavú”. Gentes que habían conseguido organizarse en torno a un lugar fortificado, unos mejores y otros simples campos frágilmente protegidos pero cargados de esperanza. Sobre todos ellos se cernía la misma amenaza…
—Los zombis —intervino por fin Amos.
—No, los zombis ya forman parte de nuestra vida, de nuestra supervivencia, son directos, sin traiciones ni ambiciones. Constituyen la conciencia de lo que una vez llegamos a ser y nos muestran aquello en lo que nos convertimos, ellos no son nuestra amenaza, ya no, ahora son nuestra fortaleza.
La pistola de Amos volvió a oscilar levemente.
—En todos esos lugares he asistido a los mismos acontecimientos. Junto a esas personas, las mismas que aguardan en los asientos de esos vagones, junto a ellas había otras. Personas que también habían perdido todo y a todos, personas que también habían descendido a los infiernos, pero personas que, a diferencia de las primeras, no habían querido salir de esos infiernos sino que solo perseguían extenderlos al infinito.
A mi derecha, a Ayyer le costaba mantener a su montura tranquila. El caballo se alzaba continuamente sobre sus patas traseras y relinchaba asustado.
—Lo que tenéis aquí es maravilloso. Es el comienzo de un nuevo principio, un comienzo de vida y paz. Pero también es un imán, pronto esas personas que habitan en los infiernos decidirán que este lugar debe ser suyo. Si no estáis preparados os vencerán, os arrebatarán todo aquello por lo que habéis luchado, por lo que habéis muerto. Necesitáis personas dispuestas a protegerlo, personas que sepan hacerlo, personas como Ayyer y sus hombres, personas como Shania, Kool y sus mercenarias. Pero no te equivoques, también necesitaréis personas como las que aguardan atemorizadas en ese tren, maestros, agricultores, informáticos, médicos, panaderos, pastores, ingenieros, ancianos, niños, jóvenes, gente que pueda reiniciarlo todo desde abajo. Eso es lo que te he traído, esa ha sido y será mi aportación, mi compensación por el daño que causó mi hermano, por el daño que yo mismo causé en el pasado, mi contribución por todo el daño que seguro causaré en el futuro. Por todos ellos te pido que abras tu mente y te dejes ayudar, que permitas que todas estas personas contribuyan a establecer la semilla del futuro.
Amos continuaba en pie apoyado en el vehículo, apuntándome, sin inmutarse. Había visto la expresión que mostraba su rostro en múltiples ocasiones a lo largo de mi vida en montones de hombres, todos prefirieron morir antes que ceder. En ese instante fui consciente de que nunca se doblegaría, jamás podría convencerlo por muy buenos argumentos que le presentase. Simplemente había tomado una decisión, creía estar en lo cierto y nada le haría cambiar de opinión. Supe que eso mismo era lo que había observado mi hermano, por eso lo había arrojado del Vaticano.
Ayyer se alejó hacia el muro. Los zombis acosaban a los jinetes. Ya no podían repelerlos con los arcos, estaban demasiado cerca. Desenvainaban las espadas y lanzaban mandobles sobre ellos.
Los caballos cada vez estaban más nerviosos, eran más difíciles de controlar. Todos los guerreros se encontraban rodeados, todos. El tren estaba siendo asaltado. A duras penas lograban contener a los zombis que trataban de colarse al interior de los vagones.
La única razón de que nosotros no los tuviéramos ya encima eran los cuatro tuaregs que Ayyer había dispuesto para nuestra defensa. El caballo de uno de ellos, un flamante alazán negro con el pelaje brillante debido al sudor provocado por el esfuerzo continuo, se encabritó al resultar mordido en la grupa por una zombi. El tuareg cayó al suelo y al instante se vio rodeado por cuatro zombis. El caballo lanzó varias coces antes de alejarse entre relinchos desesperados.
El tuareg se levantó rápido. En la caída había perdido su espada. Desenfundó la gumía y se dispuso a defender su vida… y las nuestras. Los otros tres tuaregs no podrían ayudarle, estaban casi tan comprometidos como él. Los acontecimientos se precipitaban. En ese instante Mazikeen comenzó a gruñir de una forma que paralizaba los músculos y se lanzó al ataque.
Primero saltó sobre la espalda de uno de los zombis, lo derribó y se encaró al siguiente. Se lanzó sobre él y plantó las patas en su pecho derribándolo. Una vez en el suelo apresó su garganta y con un par de salvajes tirones se la arrancó. Su cuello quedó partido y su cabeza ladeada. Dos zombis más se acercaban a ellos.
—Yuba. Ayúdala.
El hombre sin rostro se movió con más rapidez aún que la perra. Su espada ensartó a uno por la espalda, giró la hoja haciendo moverse al zombi y ensartó a un segundo, repitió la maniobra e hizo lo mismo con un tercero. La ayuda de Yuba había dado un respiro al tuareg que fue capaz de acabar con los dos que tenía enfrente y replegarse hacia sus compañeros.
—Vale, te lo diré de otra forma. Ese convoy y esos guerreros van a entrar sí o sí. Si no das la orden de que abran esas puertas te mataré.
Mi voz había adquirido un registro diferente, uno que recordaba a la perfección, un registro de ultimátum, un registro de sentencia de muerte, volvía a erigirme, como tantas otras veces en el pasado, en juez y verdugo, y como entonces, no sentía un mínimo remordimiento, ni un asomo de duda.
Una sonrisa velada le asomó cínica a Amos.
—Por fin enseñas tu verdadero rostro. Estoy preparado para morir ¿Y tú? ¿Estás tú preparado para la muerte?
El dedo se crispó sobre el disparador de la pistola, el arma no se movió lo más mínimo. Estaba canalizando todo el odio que llevaba dentro en una sola dirección: yo.
—Verás amigo… yo hace ya mucho tiempo que… estoy muerto.
Ayyer había regresado. El cuerpo de su caballo estaba ensangrentado, chorreaba sangre por las patas. Crucé la mirada con él, al instante supe lo que se proponía, no había otra forma: asentí. Dirigí la vista a la locomotora y me encontré la mirada desesperada de Aldo, le hice un gesto afirmativo. Todo se había ido a la mierda. Solo esperaba que no fuese demasiado tarde. Mazikeen regresó y se colocó junto a mí.
Mis movimientos no habían pasado inadvertidos para Amos se dispuso a disparar y yo a irme definitivamente al infierno.
¡BANG!
El proyectil pasó sobre mi cabeza. Tardé en comprender cómo Amos se había conseguido elevar de esa forma… hasta que descubrí a Yuba en el techo del Hummvy. Había levantado al Guardia Suizo y lo mantenía inmovilizado impidiendo que volviese a disparar. Jorge colocó la espada en el pecho de uno de los hombres de Amos antes de que abriese fuego. Shania desarmó a otro. Los otros dos, a los que mantenía encañonados Clémentine levantaron las manos en señal de rendición. El último les imitó al ver que Kool se dirigía a por él.
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En el muro, el walkie de Ángel crepitó. Desde allí habían sido testigos de la evolución de los acontecimientos bajo el pino centenario así que no se sorprendieron de que la voz proveniente de las ondas no fuese la de Amos.
—Abrid las puertas y preparaos para repeler a los zombis. La locomotora no se va a detener. Si continúan ahí, todos sus ocupantes, mujeres y niños, serán presa de los zombis.
El rostro de Ángel era una máscara de cera pero también reflejaba un odio intenso. Caronte había albergado la esperanza de que el deseo de supervivencia les hiciese recapacitar pero no había sido así. Aunque todos los hombres de Ángel expresaban un claro temor a la lucha… Ángel no. Ahora comprendía el motivo de que Amos hubiese insistido tanto en darle más y más protagonismo a ese hombre. No entendía los motivos de su intransigencia, no sabía si se debía a un alto sentido del deber, a un temor comprensible a que los zombis acabasen entrando en el recinto, a la presencia de Luca o a la de los guerreros tuaregs, pero ahora estaba convencida de que no se plegaría a abrir esas puertas.
La locomotora emitió un sonoro pitido en señal de aviso.
—El convoy se mueve. Hay que abrir. Si arrancan las puertas no se podrá cerrar el acceso. Los zombis terminarán entrando.
—Esa máquina no derribara los portones.
Ángel apretó el cañón del arma sobre la nuca de Caronte. Stark también había sido desarmada. La mercenaria dirigió la mirada hacia Ayyer. Combatía ferozmente contra los zombis. Aun así no la perdía de vista. El movimiento afirmativo de la mercenaria no pasó desapercibido para el tuareg. Se deshizo de dos zombis a la vez con un forzado movimiento de su brazo armado e impulsó a su caballo con un suave movimiento de sus rodillas. La montura saltó hacia adelante sobre los zombis que le acosaban y avanzó segura hacia el muro. Mientras cabalgaba enfundó la espada y volvió a tensar el arco.
Ángel entendió lo que significaba el acercamiento del tuareg y se dispuso a dar la orden de disparar sobre él.
—Abatid a… ¿Quién ha abierto?
Caronte se giró lo que pudo para ver a qué se refería el Guardia. Era cierto, las puertas se estaban desplazando lentamente sobre sus raíles.
—Son Mariano e Iván —explicó uno de los hombres de Amos.
—Pues matadlos. Hay que cerrar esa puerta.
En lo alto del muro apareció Thais empuñando un fusil. Apuntaba claramente sobre los hombres de Ángel.
—Nadie va a dispararles.
Ninguno, ni siquiera Caronte y Stark, dudaron de la certeza de su amenaza.
—¡Joder! —Ángel apartó el cañón de la cabeza de Caronte para poder disparar sobre Iván que continuaba manipulando el mecanismo de apertura de las puertas.
La flecha atravesó limpiamente el antebrazo derecho de Ángel antes de que lograse apretar el disparador. Caronte recogió en al aire la pistola y encañonó a los hombres de Ángel, que se vieron amenazados por ella y por Thais.
El herido gritaba por el dolor mientras intentaba taponar las heridas que la flecha había causado.
—Ahora entrarán, los zombis entrarán en la Ciudad, acabarán atacando a vuestras familias, a vuestros hijos, a vuestras mujeres y vosotros seréis los responsables.
Los hombres de Ángel dudaban. Por una parte eran conscientes de que los zombis iban a entrar, era inevitable. Todos ellos habían visto en el pasado lo que sucedía cuando los zombis ocupaban una posición. Todos tenían a alguien a quien proteger pero… no eran soldados, no querían morir, no sabían morir. De todas formas, Caronte, y Stark también, sabían que si la situación se prolongaba acabarían disparando sobre el chico y sobre ellas. Caronte podía acabar con todos, lo sabía, eso no sería un inconveniente ahora que disponía de un arma en su mano pero era consciente que si provocaba un enfrentamiento con los civiles las heridas tardarían mucho en cicatrizar. La confianza que la población del Vaticano comenzaba a depositar en las mercenarias se iría definitivamente al traste. En cualquier caso tenía que tomar una decisión y debía hacerlo ya.
—Ningún zombi va a entrar aquí.
Caronte vio pasar junto a ella a Gio con un aparato en las manos, tras él corría Adriano con otro aparato similar aunque más pequeño. En cuanto vio los dos drones ascender y superar el muro supo lo que se proponían.
La mercenaria apartó a un lado a Ángel y se dispuso a ponerse al frente.
—Preparaos ¡TODOS! Hay que proteger el paso del tren y a los jinetes. Hay que evitar que algún zombi se cuele. Gio, llévate a los zombis lejos.
El joven asintió dirigiendo los drones sobre el grueso de los zombis que acosaban al convoy.
—Tú llama la atención de los que atacan a los tuaregs —ordenó Gio al pequeño Adriano.
Caronte se dispuso, mediante órdenes precisas, a preparar la defensa del acceso desde el muro. Fue colocando a los hombres de Ángel, ya sometidos por completo, de forma que cubriesen lo más eficazmente que podían el acceso a la ciudad.
—Stark, prepara abajo segundas líneas de contención por si algunos zombis logran acceder. Iván —gritó— encárgate de cerrar en el momento en que pase el convoy ferroviario.
Volvió la vista hacia Ángel, permanecía junto a ella todavía con la flecha atravesando su brazo.
—Thais, controla la hemorragia —señaló al herido— no intentes extraer la flecha.
La chica aceptó con gesto contrariado.
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En el descampado se había desatado el horror. Los tuaregs se hallaban rodeados de zombis. Usaban a sus monturas para tratar de defenderse el máximo posible de tiempo en una posición elevada pero poco a poco iban cayendo a medida que sus caballos eran desgarrados por los dientes de los muertos.
La locomotora, tras pitar en señal de aviso, había comenzado un lento avance hacia la entrada.
—Ayudad a los tuaregs, disparad sobre los zombis, ahora.
Kool demostró su preparación abatiendo muertos sin descanso. Los Guardias de Amos colaboraban como podían errando más que acertando en sus disparos. También Clémentine combatía con acierto al lado de Jorge, se adivinaba una trabajada complicidad entre ellos.
Yuba continuaba en el techo del Hummvy inmovilizando a Amos. Desenvainé la espada y me dispuse a ayudar a los tuaregs. La perra se movió de inmediato, pero no en la dirección que yo esperaba, pasó por delante del vehículo y saltó sobre la nieve, entre los zombis pero sin atacarlos.
Entendí lo que sucedía cuando descubrí los drones. Amos también los había visto. Sabíamos que las puertas se estaban abriendo pero desconocíamos como Caronte lo había logrado. Al mirar al muro descubrí a Gio junto a un crío cuyo nombre no recordaba.
—No servirá —Amos intentaba zafarse sin éxito de la presión de Yuba.
Le indiqué con un gesto que le dejase incorporarse.
—Trae de vuelta a la perra.
El hombre sin rostro saltó ágilmente desde el techo y se colocó a mi lado.
—Joder Yuba. Trae a Mazikeen. Los ultrasonidos llaman su atención, no será capaz de regresar por sí misma.
Yuba desenvainó su espada pero no se movió de mi lado.
Amos se dejó caer desde lo alto del vehículo. Terminó de bruces sobre la nieve. Intenté ayudarle a levantarse pero rechazó mi gesto con un manotazo.
—Los ultrasonidos no funcionarán esta vez. Hay demasiados zombis y están demasiado excitados. Solo hay dos drones, no serán capaces de establecer simetría alguna. Distraerán a algunos zombis pero el grueso seguirá su instinto.
El Guardia Suizo había hablado sin rencor. Expresaba algo que comenzaba a ser evidente.
Llevé el walkie a la boca.
—Caronte. Los ultrasonidos no bastarán. Cubrid a los tuaregs.
Me encaré a Yuba.
—Ve de una puta vez a por la perra. Si no lo haces tendré que ir yo.
La expresión de la cara de Yuba pareció contraerse aunque era difícil saberlo dada la cantidad de tejido que le faltaba. No obstante me entregó la pistola que le había quitado a Amos, dio media vuelta y salió tras el animal.
—Shania, llévate a Jorge y a la chica tras los muros.
—Y una mierda, ellos pueden irse solos. Ya lo habéis oído largo de aquí.
Sujeté a Shania de los hombros y acerqué mi boca a su rostro.
—Necesito saber que estáis a salvo. Por favor.
—No quiero volver a perderte.
—No lo harás, en cuanto el tren entre lo haremos nosotros —besé ligeramente sus labios y la empujé hacia atrás.
Algo más tranquilo vi cómo se alejaban. Los cinco hombres de Amos no dudaron en seguirlos.
—Te habría enviado con ellos pero con esa pierna habrías supuesto una carga.
—No volveré a dejar que desaparezcas.
—Sube al vehículo, tenemos que apartarlo de las vías y hay que hacer algo con los zombis agarrados a los vagones.
Me coloqué al volante. Antes de arrancar le entregué la pistola a Amos. Se volvió sorprendido.
—Las cosas se van a poner feas ahora. Necesitarás un arma.
Fui consciente de la lucha interior que se desató en él. Era evidente la duda entre volver el arma hacia mí y disparar o plegarse a lo que le decía.
—Esto no ha terminado aún —bajó la ventanilla y comenzó a disparar sobre las cabezas de los zombis.
—Lo sé.
Arranqué y me dirigí hacia el lateral del convoy que ya avanzaba. Ayyer se acercó al vehículo.
—Lleva a tus hombres dentro. Que dejen de enfrentarse a los zombis y se refugien en el interior.
Aunque me había dirigido a él en árabe Amos comprendió a la luz de sus movimientos lo que había dicho.
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En el muro, los portones se habían abierto por completo y se preparaban para recibir el convoy y a los zombis que continuaban siguiéndolo.
Gio se esforzaba por llamar la atención de la turba de muertos. El dron sobrevolaba sus cabezas, nunca había llevado el aparato tan bajo. Muchos zombis lo buscaban y abandonaban su instinto destructor hacia los seres vivos que se defendían en los vagones, pero otros muchos parecían ser incapaces de dejar de lado lo que sus ojos identificaban como presas.
—Haremos que sigan el dron hasta el final. Las vías transcurren sobre un viaducto. Haremos que se suiciden —Adriano asintió aunque no había entendido a qué se refería con lo de viaducto y llevó el aparato siguiendo la estela de Gio.
Caronte disparaba a los zombis cubriendo a los tuaregs que ahora parecían dirigirse hacia ellos. Había contactado con Kendra para que trajese a todas las mercenarias al muro. Vio como varios vehículos se detenían con estrépito y de ellos descendía la ghanesa seguida del resto de mercenarias. Enseguida comenzaron a disparar con efectividad letal sobre los muertos. Los primeros tuaregs empezaron a traspasar los muros del Vaticano. Tras ellos entraron Shania, Jorge, Clémentine y los hombres de Amos.
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Guiaba el Hummvy sobre las vías nevadas. La pala delantera ayudaba a despejar el camino de zombis. Detuve el todoterreno junto a la vía mientras el convoy nos iba sobrepasando. Los zombis que avanzaban con él, agarrados a ventanas y enganchados a cualquier sitio, quedaban detenidos contra el vehículo. Pronto se fue formando una montaña de brazos y piernas de muertos moviéndose descontrolados.
Los zombis iban amontonándose alrededor del Hummvy.
—No podemos seguir aquí. Al final el vehículo no podrá moverse.
Amos tenía razón. Puse marcha atrás y comencé a desplazarme en la misma dirección que el tren, paralelo a él.
Yuba apareció junto a mi puerta, solo, había perdido a Mazikeen.
—Sube —el árabe tuvo que apartar varios muertos antes de lograr entrar y cerrar tras él.
Cuando el último vagón nos sobrepasó, la sangre se nos heló en las venas. Una multitud zombi se hallaba frente a nosotros, era una auténtica horda.
Dos drones llamaban su atención y los mantenían relativamente entretenidos. Tanto Amos como yo observábamos alucinados como los zombis respondían al movimiento que realizaban sobre ellos los dos drones. Los que rodeaban el vehículo continuaban golpeando los laterales y los cristales gritando sin parar pero la visión que teníamos delante resultaba tremendamente adictiva, ninguno podíamos apartar la vista de ellos.
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En el muro todos los tuaregs, no habían tenido ninguna baja, habían conseguido entrar. La estratagema de Gio parecía funcionar. Caronte vio desde arriba como el último vagón se disponía a traspasar la entrada.
—Mierda.
Caronte levantó la cabeza al escuchar el exabrupto de Gio. Dirigió la vista hacia los drones pero solo consiguió localizar a uno.
—¿Dónde está el otro?
—Ha caído.
—¿Qué?
—Ha agotado la batería y ha caído —repitió el joven.
—Y al otro ¿Cuánta batería le queda?
—Nada.
—¿Cuánto es nada? —Insistió Caronte ahora preocupada de verdad.
—Nada, es nada.
Las palabras del joven se vieron acompañadas por el descenso descontrolado del dron sobre las cabezas de los zombis que lo seguían.
—Ya está, se acabó.
—Pero eso seguirá sonando ¿No?
—Solo hasta que los zombis lo pisoteen.
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Bajo nuestras miradas cayó el dron más pequeño.
—Pero qué coño…
Antes de que terminase la frase el otro se precipitó sobre los zombis.
—Estamos jodidos, hay que salir de aquí.
Sin la distracción proporcionada por los ultrasonidos los zombis tardaron segundos en buscar nuevas presas.
Intenté avanzar hacia delante para poder tener una mejor visibilidad pero era imposible, entre los muertos amontonados en la pala y los que ya se echaban sobre nosotros el Hummvy no avanzaba.
—Marcha atrás, dale marcha atrás.
Cambié de velocidad y aceleré. El todoterreno comenzó a alejarse de la masa de zombis. No debíamos de estar a más de doscientos metros del muro. Con algo de suerte lo lograríamos. En ese momento el Hummvy se detuvo.
—¿Qué pasa? Acelera.
Amos miraba alarmado como los zombis nos alcanzaban. Yuba se removía inquieto en la parte de atrás del vehículo.
—La pala se ha enganchado en los raíles.
Por más que aceleraba no conseguía que se soltase. Levanté el pie del acelerador. Lo último que conseguí ver por el retrovisor antes de que la turba de zombis lo arrancase fue como los portones comenzaban a cerrarse tras haber acogido el último vagón.
El coche estaba siendo literalmente engullido por los zombis.
—No lo vamos a lograr.
Amos se revolvía nervioso intentando inútilmente alejarse de las ventanillas.
—Creí haber entendido que estabas preparado para morir.
—Lo estoy, siempre que tú vengas conmigo.
Amos acompañó sus palabras con un giro del cañón de la pistola hacia mí.
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El convoy había pasado por completo. Los zombis que se habían colado con él ya habían sido eliminados. Caronte observaba horrorizada como la horda engullía el Hummvy. Sin ayuda no conseguirían regresar pero no sabía cómo ayudarles. Shania terminaba de subir al muro en ese momento.
—Pero qué ha pasado.
—Los drones han caído. Los zombis se les echan encima —respondió casi sin voz Caronte.
Shania se dispuso a volver a bajar para regresar con un coche cuando Ayyer, seguido de cuatro tuaregs, volvió a salir espoleando su montura.
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—Vamos a morir, así que… dime algo.
Amos mantenía el cañón de la pistola apuntándome.
—No llevarás chaleco como tu hermano —alargó la mano y tocó mi pecho para asegurarse— tengo curiosidad, dime, has recordado todo, ahora conoces tu pasado… todo tu pasado, dime ¿Cómo es saber que eres un maldito asesino de masas?
“clic”
Ahí estaba. Había llegado a pensar que no volvería a escucharlo. Desde el momento en que había recobrado la memoria no había vuelto a resonar en el interior de mi cabeza y no era porque no se me hubiesen planteado dilemas morales, no, era porque la forma de resolverlos ya no afectaba a mi conciencia, ya no tenía de eso.
—Vamos, me llevaré el secreto a la tumba, como tú… y ese… ese ser que te sigue a todas partes ¿Hablaste con tu hermano? ¿Llegaste a ver a ese cabrón asesino?
“clic”
Mi mano voló hacia adelante. Cogí la muñeca de Amos y la giré con violencia extrema. Sus huesos crujieron. El Guardia chilló confundido. Antes de tener que soltar el arma le dio tiempo a apretar el disparador.
La luna delantera estalló en mil pedazos. Los zombis comenzaron a trepar sobre el capó. No lograron entrar debido a la rejilla de protección instalada pero sus dedos negros de carne podrida se colaron entre ella. El aire helado penetró en el vehículo acompañado del hedor más insoportable.
Amos seguía aullando de dolor. Tiré de su brazo. La cabeza del Guardia chocó contra el volante. Sus ojos se pusieron en blanco por un instante. Impulsé su brazo hacia atrás. El cuerpo salió despedido hacia la puerta. Su cabeza impactó contra el cristal. A pesar de la violencia del golpe el vidrio aguantó. Cogí su cabeza por los pelos y la golpeé contra la ventanilla una vez, otra, a la tercera el cristal reventó. Los zombis apostados en ese lado alargaron los brazos para tirar del cuerpo. Aparté mi mano para observar como los zombis mordían la cabeza del Guardia, su oreja desapareció en el interior de la boca de un zombi de rostro inflamado, su grito de dolor resultó estremecedor. Los ojos de Amos iban a escapar de las órbitas, su garganta era incapaz de emitir ya sonido alguno. Los zombis tiraban de su cabeza a la vez que lanzaban terribles dentelladas. Su cuello crujió y la piel que lo cubría comenzó a estriarse. Las finas líneas de sangre que se dibujaban en la garganta al resquebrajarse su carne, crecieron de repente cuando el cuello se partió y los violentos tirones arrancaron su cabeza. Los zombis se dirigían al otro lado para lograr formar parte del festín. Era nuestro momento. Alargué la mano y abrí la puerta. El resto del cuerpo de Amos cayó en manos de los muertos, teníamos el camino libre.
—¡EH! ¿Qué te pasa? Pareces asustado. Tal vez eras tú el que no estaba tan muerto como creía —Amos golpeó mi cuerpo con el cañón de la pistola esta vez.
Los zombis trepaban por el capó, golpeaban las puertas, los cristales. Las ventanillas no resistirían mucho más la presión. Alrededor de una veintena de muertos rodeaban ya el Hummvy pero lo peor eran los que se aproximaban desde el viaducto por el que transcurrían las vías del tren.
Yuba llamó mi atención. Me volví. Cinco jinetes, con Ayyer a la cabeza, avanzaban a todo galope hacia nosotros con las espadas desenvainadas.
—Prepárate. Solo dispondremos de una oportunidad.
—No has entendido nada ¿Verdad? No voy a permitir que vuelvas a entrar en el Vaticano. Tú y Evan sois una misma cosa, un mismo asesino. Ya no puedo impedir que esos malditos infieles hayan entrado aunque confío en que Ángel y mis hombres los expulsen a todos. Pero una cosa debes tener clara: tú y yo no vamos a salir de aquí vivos.
Mi mano voló hacia adelante. Cogí la muñeca de Amos y la giré con violencia extrema. La pistola escapó de sus manos. Lancé el codo contra su rostro. Su nariz reventó y un chorro de sangre salió despedido. Lo cogí de los pelos e introduje la pistola en su boca.
—Escucha bien imbécil. No fuiste rival para mi hermano con las dos piernas en combate leal. Mucho menos vas a serlo para mí convertido en un tullido resentido.
Intentó moverse pero apreté el cañón contra su garganta.
—No quiero tener que matarte. Espero que formes parte del grupo de personas que dirija el Vaticano. Pero no eres imprescindible, nunca lo has sido, nadie lo es. Esos guerreros a los que tú llamas infieles galopan hacia aquí para salvar nuestras vidas sin dudar en jugarse las suyas. No he visto que ninguno de tus hombres les acompañe. Si en algún momento pones en peligro sus vidas de la forma que sea te mataré. Es la última vez que te amenazo. Asiente si me has entendido.
Amos movió afirmativamente la cabeza. La sangre que escapaba de su nariz rota empapaba el cañón de la pistola que continuaba hacia el interior de su boca.
—Yuba, encárgate de él —el árabe entrecerró los ojos, se disponía a objetar algo con gestos— haz lo que te digo.
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En el muro la tensión era máxima. Caronte había dispuesto a todas las mercenarias que quedaban, Kool también se encontraba preparado abriendo fuego contra los zombis que rodeaban el Hummvy.
—Esto no es suficiente. Abatimos uno y dos ocupan su lugar. Sin ayuda no conseguirán salir del coche.
Shania observaba con la mira de su fusil como los cinco tuaregs avanzaban hacia el Hummvy. Esa gente no había dudado lo más mínimo en arriesgar su vida para salvar la de Luca. No le extrañaba, desde que lo conoció siempre había sido así. Ahora todo estaba en manos de esos guerreros que escondían sus rostros bajo esos turbantes azules. Una lágrima pugnaba por escapar. Lamentaba haber accedido a marchar, lamentaba no estar allí con él.
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Los disparos procedentes del muro se concentraron en la parte derecha del Hummvy. Ayyer y dos de sus hombres sobrepasaron el todoterreno para cortar el acceso a los zombis que llegaban. Los otros dos se lanzaron sobre el lateral izquierdo. Desde sus caballos, las espadas cercenaban cabezas sin descanso.
—¡Ahora!
Disparé a la cabeza de uno de los cuatro zombis que seguían en pie a través del cristal. Los vidrios estallaron como su cráneo. Empujé la puerta y salí al exterior.
Los disparos desde el muro se habían alejado de nosotros por temor a alcanzarnos. Delante, Ayyer y sus dos guerreros llevaban sus monturas de un lado a otro decapitando cuerpos y confundiendo al grueso de la turba zombi que se dirigía hacia nosotros.
Mientras yo disparaba contra las cabezas de los zombis que quedaban junto al Hummvy, Yuba salió sacando de un tirón a Amos. El Guardia, con el rostro ensangrentado y casi sin fuerzas para permanecer en pie, parecía un pelele en manos del árabe.
—Súbelo a uno de los caballos.
Los zombis situados al otro costado del Hummvy, al cesar los disparos desde el muro, se dirigieron con rapidez hacia nosotros.
Disparé sobre los muertos con los que pugnaban los tuaregs hasta agotar la munición de la pistola. Ahora los tres guerreros eran libres. Se acercaron a nosotros inclinados y con el brazo extendido. Yuba mantenía las dos manos ocupadas en izar a Amos, un zombi se abalanzó gruñendo sobre él. El hombre sin rostro cayó a la nieve sujetando la cabeza del zombi para evitar que sus dientes lo alcanzasen. Salté hacia el caballo antes de que Amos cayese al suelo. Logré sujetarlo por la espalda e impulsarlo a la grupa del caballo con la ayuda del tuareg… pero no pude evitar que otro de los zombis… clavase sus dientes en mi brazo.
El tuareg completó el movimiento y terminó de izar a Amos cuyos ojos, extremadamente abiertos, se cruzaron con los míos. El tuareg espoleó su montura y partió hacia el muro.
Yuba se encontraba en problemas. No lograba deshacerse del zombi que tenía encima y a ese se le habían unido otros dos. Lanzaba patadas mientras sujetaba del cuello al primero.
Los jinetes intentaban mantener el control de sus monturas. Los caballos relinchaban asustados, sus ojos reflejaban el miedo que sentían. Pronto se volvieron a ver rodeados de zombis y hubieron de volver a emplearse con la espada para mantener a los muertos alejados. Desde el muro llegaba algo de ayuda ocasional en forma de certero balazo alojado en algún cráneo podrido.
Golpeé con mi frente el rostro del zombi. Antes de que volviese a golpearlo las potentes patas de Mazikeen lo derribaron, en esta ocasión lanzó una feroz dentellada a su rostro; tras varios mordiscos el zombi estaba completamente ciego. La perra se apartó de él con las fauces chorreando sangre. Yuba seguía en apuros. Corrí hacia él. Lancé una patada al pecho de uno de los que le acosaban, sujeté la cabeza del otro por las sienes y rompí, con un violento giro, su cuello. Yuba hizo aparecer la gumía por arte de magia y atravesó la cabeza del zombi que tenía encima. Se incorporó con un ágil movimiento y dirigió la vista al desgarro producido en la manga de mi chaquetón.
Uno de los guerreros cayó cerca de nosotros al resultar ferozmente atacado su caballo. Su compañero se apresuró a socorrerlo. Colocándose casi en paralelo al suelo se llevó al tuareg caído. La montura derribada relinchaba y coceaba como podía mientras sufría mordiscos y desgarros provocados por los zombis que se iban viendo atraídos por sus gritos y por su sangre.
Las balas procedentes del muro silbaban sobre nuestras cabezas, alcanzaban a los zombis de los costados y nos daban un pequeño respiro. Desenvainamos las espadas y nos colocamos espalda contra espalda. Podía sentir su tensión como seguro que él podía sentir la mía. Mazikeen corría a nuestro alrededor lanzando mordiscos a las piernas de los zombis.
Tan solo Ayyer y uno de sus guerreros continuaban sobre sus monturas. Sus espadas cercenaban cabezas con precisión. En cuanto fueron capaces de abrir algo de hueco se lanzaron al galope hacia nosotros. Yuba se encaramó ágilmente a la grupa de uno de los caballos y yo cogí la mano que me tendía Ayyer. Una vez sobre las monturas los jinetes pusieron al galope a los animales.
Los portones se cerraron nada más pasar nosotros. La perra se coló por el pequeño hueco que quedaba antes de que completasen su recorrido.
Tras los muros todo era desconcierto, carreras de un lado a otro. Desde lo alto continuaban disparando contra los zombis. Descabalgué e intenté obtener una visión de conjunto. Yuba se colocó rápido junto a mí. Mazikeen se sentó entre los dos, con el morro goteando sangre parecía el perro del demonio.
Solo unos pocos pasajeros habían descendido de los vagones, de algunos de ellos todavía colgaban miembros arrancados. Distinguí a Roberto, también a Aldo.
Los disparos fueron cesando una vez que lo ordenó Caronte. Desde lo alto del muro me dirigió un movimiento de cabeza a modo de saludo.
—Lucaaa —Thais se me tiró encima y me abrazó con fuerza— sabía que estabas vivo, todos lo sabíamos. Jorge no ha dejado de repetirlo un solo día.
Cuando la bajé al suelo me encontré con Iván. Estaba tan alto como yo y se le veía más hecho, más formado, más hombre.
—Has venido muy bien acompañado. Me alegro de que estés bien.
Sus palabras habían sido sinceras pero nuestra relación nunca sería fluida, habían pasado demasiadas cosas entre nosotros.
Jorge se acercaba con Clémentine de la mano. Caminaba hacia mí con la espada desenvainada.
—Pibe que bueno que volvite.
Mariano se abrazó a mí. Tenía mejor color que cualquiera de las veces que recordaba haberlo visto, incluso había ganado algo de peso. Iba a agradecerle sus palabras cuando Amos se fue abriendo paso apoyándose en una muleta. Se situó frente a mí y me encañonó con el fusil que traía colgado del hombro. Su nariz todavía sangraba.
—Apartaos de él.
Shania se plantó en unos cuantos pasos junto a Amos y le encañonó con su pistola. Jorge dirigió su espada hacia el cuerpo del Guardia.
—Ya es suficiente Amos, creía que ya teníamos esto superado. Es Luca, lo sabes, y todos hemos visto cómo te salvaba otra vez la vida —Kool había acudido también.
El Guardia continuaba apuntándome.
—Es cierto, me ha salvado la vida y… le han mordido, está infectado. No puede quedarse aquí. Vedlo vosotros mismos. Le han mordido en el brazo derecho.
La confusión del momento dio paso a una creciente desolación al ir dirigiendo todos los presentes la vista hacia la manga desgarrada de mi chaquetón.
—El zombi no me ha alcanzado Amos, baja el arma.
El Guardia se mostraba tozudo, varios de sus hombres se colocaron junto a él y apuntaron sus armas hacia mí.
Los brazos de Shania parecían haber perdido todo su vigor y un par de lágrimas hicieron aparición. La espada de Jorge también parecía haber incrementado su peso hasta hacerlo insoportable.
Ayyer tensó su arco y armó una flecha con rapidez. Varios fusiles se dirigieron hacia el tuareg.
—Ayyer: no. Basta. Tranquilizaos todos. Observad —el tuareg relajó la cuerda del arco
Me quité el chaquetón bajo la expectante mirada de todos. Lo dejé caer sobre la nieve. Observé sus rostros, las expresiones derrotadas de Shania, Thais, el abuelo; el de victoria, por fin, de Amos; el de esperanza de Jorge.
Elevé los brazos y fui subiendo las mangas de mi jersey, las dos. En ambas aparecieron sendos brazaletes de cuero que iban desde la muñeca hasta casi el codo. Ayyer y sus tuaregs fueron elevando también sus manos. Sus brazos mostraron los mismos brazaletes de cuero.
—Esto es una aportación de ellos —los ojos de todos permanecían clavados en los trozos de cuero que rodeaban mis brazos, en ellos se distinguían arañazos, mordiscos, enganchones— a partir de ahora sería bueno que todos los que prevean enfrentarse a los zombis los lleven. Los tuaregs os enseñarán a fabricarlos, son impenetrables.
De los ojos de Shania no dejaban de brotar lágrimas. Caminó hasta mí y me abrazó.
—Creo que ya podéis bajar vuestras armas —Caronte se encontraba junto al confundido Amos.
Me dirigí hacia ella ignorando deliberadamente al Guardia.
—Tenéis que alojar a toda esta gente. En los vagones hay enfermos, deben recibir ayuda. Todos vienen hambrientos.
—Me ocuparé enseguida.
Amos se hallaba noqueado, no era capaz de reaccionar. Shania me condujo hasta un Hummvy. Yuba, Jorge, Clémentine, Iván, Thais y Mariano subieron con nosotros. En un extraño silencio, Shania puso rumbo al Palacio de la Gobernación. Mazikeen corría alegre tras el vehículo.
En la escalinata del Palacio aguardaba mucha gente. Reconocí a Francesca, también a Sami y a Armand. Sandra se fue abriendo paso entre la gente y descendió todos los escalones con Mia de la mano. Mazikeen caminó moviendo la cola hacia las dos. Mia se acercó para acariciar su cabeza. Parecía ser a la única a la que no aterrorizaba la enorme perra de hocico ensangrentado. Con suaves movimientos la niña fue limpiando con nieve la sangre del pelo del animal.
Sandra se acercó hasta mí con seguridad. Ella también había cambiado.
—¿Está muerto?
Asentí sin poder mantener su mirada.
—Me alegro de que hayas vuelto.