Llevaban varias horas en la orilla de la playa. La zona estaba vacía de zombis, todos parecían haber reaccionado a las explosiones de los dos helicópteros pero era una situación que no se prolongaría mucho tiempo, no tardarían en ir recolocándose en sus posiciones.
Caronte se dirigió hacia Sienna, seguía tendida en la arena cerca del agua. Tamiko le había limpiado la herida y le había realizado un efectivo vendaje en su pierna derecha. La niña y el científico se mantenían al margen, sin alejarse pero sin manifestar el mismo grado de integración que venían mostrando. Sin duda temían a Sienna, eso era algo generalizado. Megan fumaba nerviosa un cigarro, no era habitual en ella, solo fumaba cuando se encontraba excesivamente estresada. En verdad era una buena ocasión para hacerlo.
—Tenemos que movernos. No podemos permanecer más tiempo aquí.
A Caronte nunca le fueron los rodeos. Sienna se tomó su tiempo para responder sin ni siquiera dirigir la mirada a su subordinada; seguía estando al mando y tenía que dejarlo claro.
—Y por qué íbamos a hacer eso. Este es un sitio tan bueno como cualquier otro. No tenemos forma de enlazar con la Organización y tampoco disponemos de medio alguno de transporte que nos pueda trasladar a Italia.
—Debemos alejarnos de aquí, créeme, no estamos seguras.
Ahora Sienna sí que se giró hacia ella, incluso se incorporó con evidentes muestras de dolor.
—Hay zombis por todas partes, da lo mismo adónde nos dirijamos.
Ahora habló casi susurrando, entrecerrando los ojos, lista para saltar.
—Esos hombres volverán, esto todavía no ha terminado, no terminará hasta que estemos muertas.
—¿Volver? Esos cabrones nos creen muertas, han derribado dos helicópteros y han volado por los aires los dos Hummvys, para qué…
Sienna se detuvo en su exposición. Caminó unos pocos pasos alejándose de Caronte, cojeando visiblemente, dio media vuelta y regresó al mismo ritmo.
—¿Qué coño ha pasado con esa gente? Demuestran un odio desmedido, una inquina brutal ¿Por qué, por qué quieren aniquilarnos? ¿Qué les habéis hecho?
Megan se había acercado, ahora se encontraba al costado de Caronte, su mano descansaba muy cerca de la empuñadura de la pistola. El científico y la niña también se habían acercado aunque todavía mantenían una distancia de seguridad con el grupo.
Caronte cruzó una mirada con Megan antes de comenzar a hablar.
—La tormenta de arena se nos echó encima, tu aviso no llegó a tiempo. Nos refugiamos en un edificio. Lo aseguramos y lo sellamos como pudimos. Fue una tarea inútil, pronto había casi tanta arena dentro como fuera.
Sienna colocó sus manos en las caderas, en una posición que todas conocían muy bien, escuchando, las delgadas aletas de su fina nariz se abrían y cerraban como las branquias de un pez, Caronte conocía esa expresión y sabía que no la interrumpiría hasta el final de su exposición.
—Esperamos toda la mañana en ese edificio, a las cuatro o cinco horas pareció que la tormenta remitía pero fue un espejismo, continuó y lo hizo con más fuerza si cabe. La tropa —usó la misma expresión odiosa de Rut— estaba ociosa, unas dormían, otras jugaban. Cuando nos refugiamos en la casa, dejamos los vehículos a toda prisa, solo cogimos víveres, munición y armas. El cansancio nos fue venciendo. En algún momento Lula se dio cuenta que había olvidado el tabaco en el coche. Yo había dado orden de permanecer en todo momento en el interior, al abrigo de la tormenta. Ella debió aprovechar alguno de esos instantes para salir de la casa. Quería ir al coche, recoger el paquete de tabaco y regresar. La cría —señaló a Sandra— fue la única que la vio salir, la convenció para que la llevase con ella, es una niña, estaba aburrida.
Sienna seguía casi en la misma posición, escuchando, procesando.
—Caminaron entre la tormenta hasta llegar a los Hummvys. Cuando los tuvieron a la vista identificaron a dos hombres.
—Eran dos niños —intervino Sandra lamentando haberlo hecho cuando Sienna volvió la cabeza hacia ella.
—Estaban lejos, la arena apenas debía permitir distinguir nada, puede que incluso pensasen que eran zombis. Lula disparó, los mató, a los dos. Cuando se acercaron a ellos descubrieron que se trataba de dos niños, no mucho más mayores que ella —señaló a Sandra— los tuaregs no tardaron en aparecer, las atacaron y capturaron a la niña. Lula huyó, la hija de puta no dijo una palabra de eso, incluso intentó desviar la atención cuando descubrimos que la niña no estaba. La situación se tensó —Caronte no quería admitir que su autoridad se había vuelto a resquebrajar— decidimos salir a buscarla Megan y yo, él también vino —señaló al científico con un movimiento de cabeza— no tardamos en encontrarla. Los tuaregs la retenían en una plaza. Eran muchos, dominaban las alturas, tenían arqueros en los tejados. No sé cómo logramos convencerlos para que nos la devolviesen.
Caronte se detuvo, su estómago volvió a revolverse al recordar la escena que se encontraron al regresar al edificio.
—Cuando volvimos… cuando… todas estaban muertas, las habían degollado, no dispararon un solo tiro, no había signos de lucha, no se defendieron ¿Cómo lo hicieron? Entre los cuerpos había uno decapitado.
—Lula —adivinó Sienna.
—Lula —confirmó Caronte— su cabeza la dejaron sobre el techo de mi Hummvy. Huimos de allí. De alguna forma nos siguieron. El resto lo conoces, los helicópteros, el ataque.
—Y todo eso porque matasteis a dos niños.
—Eran sus hijos —intervino con voz segura esta vez Sandra— eran los hijos de Ayyer. Lula mató a sus hijos.
—¿Ayyer, quién es Ayyer?
—Era el hombre que estaba conmigo cuando me encontrasteis. Me contó lo de sus hijos, estaba triste, me dijo que no temiese nada, me dijo que podía quedarme con ellos si quería.
—Hay algo que no comprendo —Sienna volvía a dar cortos paseos en un sentido y en otro, hablaba más para ella que con los demás— ese Ayyer os dejó marchar con la niña para luego perseguiros por medio desierto. No tiene sentido. Tiene que haber algo más ¿Me lo habéis contado todo? —Ahora se había detenido frente a Caronte apoyando el peso de su cuerpo sobre la pierna buena.
—Sí, que sepamos sí. Yo tampoco lo entiendo, le he dado muchas vueltas, puede que sea un ceremonial, como un juego, un juego macabro de venganza, no sé. Lo que sí sé es que volverán, esos hombres no se detendrán hasta que estemos muertas, hasta que hayan consumado su venganza sea la que sea. Si antes tenían motivos para odiarnos por la muerte de esos dos niños, imagina ahora tras haber perdido a toda esa gente en el último enfrentamiento.
Sienna volvió al ritual de los paseos, Caronte cada vez estaba más nerviosa, no veía el momento de marcharse de allí. Tras varios minutos interminables regresó al Hummvy, recogió el mapa y lo desplegó sobre el capó del coche, para ello antes hubo de retirar varios restos humanos de la chapa.
—Estamos aquí —señaló un punto con el pulgar— debemos llegar aquí —volvió a señalar otro punto ahora con el índice sin haber levantado el otro dedo del plano.
—¿Por qué ahí? ¿Qué hay allí? —Interrogó Caronte.
—Antes me preguntaste si solo iban a venir dos helicópteros qué iba a pasar con las que no cogiesen. Es cierto, íbamos a dejar a parte de la Unidad pero no íbamos a abandonaros a vuestra suerte —Caronte tuvo claro tras esas palabras que ella no hubiera sido una de las agraciadas con un pasaje— hay una embarcación, es grande, está controlada por la Organización, debería permanecer en ese punto. La usaremos para regresar.
Megan se aproximó al plano. Calculó la distancia hasta el nuevo destino.
—¿Tendremos combustible? —Interrogó Sienna.
—Sí, en línea recta no llegará a sesenta kilómetros y si tenemos que desviarnos podrían ser diez o veinte más. Si todo va normal deberíamos tener suficiente.
El Hummvy avanzaba a buen ritmo. Megan no dejaba de mirar por los retrovisores, temía descubrir en cualquier momento un batallón de tuaregs a lomos de sus brillantes caballos. Caronte iba en el asiento del copiloto, aún no tenía claro el motivo por el que Sienna había tenido tal deferencia. Los demás permanecían en la parte de atrás, en silencio, quietos, tensos. El calor era notable. No querían usar el aire acondicionado para reducir el consumo de combustible pero llevaban las ventanas subidas para evitar el polvo y la arena, que aun así se colaban por todas partes.
Transitaban por la C-26, una carretera de doble sentido flanqueada en su mayor parte por campos de cultivo ahora abandonados. Caronte no conocía la zona pero creyó recordar haber leído algo sobre la economía de Túnez. El sector servicios y construcción abarcaban más del cincuenta por ciento, mientras que la agricultura solo ocupaba el catorce o quince por ciento. Como en la mayoría de los países del entorno, la corrupción era un mal congénito, residente.
Estaban llegando a un núcleo urbano. Caronte consultó el mapa: Taklisah.
—No te metas dentro, desvíate hacia la C-128.
Megan maniobró para coger el desvío. En la zona ya se veían de nuevo zombis caminando en círculos que reaccionaban rápido al sonido del motor del vehículo.
—¿Y ahora?
Megan se había detenido. La carretera se dirigía hacia el Oeste alejándolas de su destino.
—Continúa por ese camino de tierra, debería llevarnos al punto de reunión.
Megan no despegaba la mirada del espejo.
—¿A qué esperas? Sigue.
Caronte giró la vista hacia Megan, su tez estaba lívida.
—Dime que todo ese polvo lo levantan un montón de zombis arrastrando los pies.
Todas se lanzaron sobre las ventanas laterales. Caronte bajó el cristal y sacó la cabeza, enfocó los prismáticos hacia el origen de la polvareda.
—Nos siguen al menos una veintena de jinetes.
—No son demasiados. Busca una posición de defensa, les haremos frente de una vez.
—Tras ellos vienen los dos Hummvys, no podremos con ellos.
Caronte se había metido dentro y le tendía los prismáticos a Sienna.
—Acelera entonces, tenemos que conseguir llegar al barco y partir antes de que nos den alcance.
El viaje se tornó a partir de ese instante en una retirada en toda regla, sin tapujos, sin vergüenza. El vehículo circulaba en un salto perpetuo, detrás, sus ocupantes eran lanzados de un lado a otro recibiendo continuos golpes contra los laterales. El polvo que se colaba en el interior parecía adherirse a la piel colmada de sudor formando una costra intranspirable.
Megan había regresado a la C-26, ahora avanzaban en paralelo a la costa. Podían distinguir las olas alcanzar la arena, era algo surrealista, en un paraje tan bello estaban siendo perseguidas por un grupo de tuaregs sedientos de venganza.
—Abandona la carretera y dirígete a la playa —ordenó Sienna— el barco debería aparecer de un momento a otro.
Si es que seguía allí, esperando sin noticias de ningún tipo.
Megan conducía ahora casi sobre las olas, el agua del mar salpicaba el Hummvy, los limpias iban de un lado a otro arrastrando arena, agua, sangre y restos.
—¿Aquello es un mástil?
Según se aproximaban al barco sus esperanzas se iban diluyendo. Megan detuvo el Hummvy con un frenazo a pocos metros de los restos de un viejo velero encallado en la orilla. Al sonido aparecieron dos zombis por la cubierta y otros tres por el costado oculto del barco. Sienna fue la primera en bajar. Empuñó su pistola y disparó casi sin apuntar. Los cinco zombis fueron abatidos limpiamente.
Caronte corrió hasta el barco. El temporal debía haberlo lanzado contra la orilla, antes o después de que su tripulación cayese presa de los zombis. En ese momento fue consciente de su final, estaban acabadas. Con tiempo tal vez podrían intentar devolver la nave al agua pero con los tuaregs pisándoles los talones era misión imposible. Se volvió. La nube de polvo que levantaban sus perseguidores era evidente, no tardarían más de diez minutos en llegar, el terreno era tan despejado que resultaba imposible establecer una defensa.
Todas regresaron al interior del Hummvy. Podían intentar huir pero era una estupidez, no les quedaba apenas combustible.
—Vamos al barco, es lo más elevado que hay.
A Caronte la siguieron las demás. En la cubierta del velero descubrieron huellas de lucha y restos de sangre. Se repartieron y se fueron apostando a esperar la llegada del enemigo.
Los caballos se detuvieron a unos cien metros del barco. Los Hummvys no tardaron en situarse delante de ellos para proporcionarles una mayor protección.
Había transcurrido más de media hora y los tuaregs permanecían en el mismo sitio, parecían estar clavados al terreno.
—¿A qué coño esperan? —Sienna apenas asomaba la cabeza lo suficiente para ver algo— ¿Qué quieren, que nos rindamos sin más?
—¡Mierda!
Caronte bajó los prismáticos. No los necesitaba para identificar lo que los dos tuaregs llevaban en las manos.
—Hay que saltar, rápido.
Los dos misiles impactaron casi a la vez sobre el barco. Restos de madera salieron despedidos en todas direcciones. El fuego se extendió rápidamente y todos pudieron sentir la onda expansiva. Cuando lograron arrastrarse hasta la orilla los tuaregs les esperaban apostados. Más de dos docenas de arcos les apuntaban. Sienna había perdido su pistola, Caronte la mantenía apuntando al suelo, preparándose para el final que se aproximaba. Uno de ellos gritó algo en árabe. Caronte se volvió hacia el científico, mantenía sujeta de la mano a la niña.
—Dice que tiréis vuestras armas —tradujo a un volumen excesivamente alto por el constante pitido que sentía en sus oídos.
Acto seguido situó a Sandra a su espalda en un inútil intento de protegerla. Tamiko apareció junto a Caronte tambaleándose, un profundo corte era dibujado con sangre sobre su frente. Empuñó su pistola sin extraerla de la funda. Megan se situó al otro costado.
El mismo tuareg que había hablado antes volvió a hacerlo.
—Dice que os rindáis, que tendréis una oportunidad, pero que si no arrojáis las armas ya, os… nos matarán —tradujo Sami sin necesidad de que se lo pidiesen gritando más de lo necesario de nuevo.
La pequeña se soltó de la mano del científico y echó a correr hacia los tuaregs.
—¡Sandra no! —Intentó seguirla Caronte.
Dos flechas se clavaron casi delante de sus pies. Al instante se detuvo haciendo un inmenso esfuerzo por no elevar el cañón de su arma.
—Es Ayyer —gritó.
La pequeña se dirigió hacia uno de los hombres. El tuareg descabalgó y la recibió rodilla en tierra. La pequeña le decía algo pero era imposible escuchar la conversación.
El mismo hombre que había hablado las anteriores veces volvió a hacerlo.
—Última oportunidad, si no tiráis las armas dispararán a matar.
Los músculos de Caronte no podían estar más en tensión, sentía palpitar su corazón, podía notar como la sangre que circulaba por sus venas parecía latir en su camino. Las olas azotaban sus piernas, llegando a salpicar su rostro en ocasiones, el sol secaba el agua salada en su frente. Cuando inició su andadura en la Organización sabía que posiblemente acabaría muriendo en una de sus misiones, no la habían engañado:
“…nuestras agentes no llegan a viejas…”
Pero terminar así, a mano de un puñado de árabes armados con arcos y flechas en un mundo devastado…
—Tirad las armas, no hay nada que hacer, todo ha terminado.
Sienna cayó al agua, Tamiko tuvo que levantarla y mantenerla fuera. Caronte dejó caer su pistola, luego lo hicieron Megan y Tamiko. Los tuaregs se precipitaron sobre ellas y las sacaron a empujones de la playa. Las condujeron frente a su Hummvy, allí esperaba el tuareg que mantenía cogida de la mano a la niña de manera firme pero delicada a la vez.
—Dijiste que no nos matarías —la voz de Sienna sonó tan asustada que Caronte se sorprendió.
El árabe que mantenía cogida a Sandra respondió algo.
—Mientes —tradujo Sami de nuevo.
—¿Nos entiende? Se cuestionó Caronte.
—Creo que sí —respondió Sami.
El árabe caminó con la pequeña de la mano hasta situarse a un paso de ellas. El turbante y el embozo que cubrían su cabeza y rostro solo dejaban ver sus ojos, oscuros, perfectamente perfilados de negro. Su tez curtida por el sol mostraba un bronceado perfecto. Caronte no pudo evitar sentir admiración por él. Admiración y, al mismo tiempo, pena por la pérdida que le habían ocasionado. Habían asesinado a sus hijos y ahora él iba a tomarse la revancha. Puede que el destino fuese justo al fin y al cabo.
El hombre se dirigió a Sami en una larga parrafada. Caronte percibió, como el resto, que lo que decía no eran buenas noticias.
—Dice que… dice que tendremos una oportunidad como prometió.
Todas le observaban impacientes, anhelantes.
—No se te ve muy tranquilo —Caronte se adelantó a lo que todas pensaban.
—Ha dicho que tendríamos una oportunidad, solo una —ahora hablaba más seguro, resignado pero consciente de que no tenían ninguna otra alternativa— uno de nosotros debe morir.
Sami hizo una pausa para que todas fueran conscientes de lo que eso significaba. Una moriría para que el resto viviese.
—¿Quiénes somos nosotros? —Interrogó Caronte.
—Todos, los seis.
—No puedes matar a la niña, no ha hecho nada —Caronte se adelantó un paso y una flecha se clavó a centímetros de su pie.
—Joder ¿Qué clase de salvaje eres tú?
La mano de Ayyer soltó la de la pequeña, sus ojos se entrecerraron hasta lo imposible y caminó lentamente hasta detenerse frente a Caronte. Era bastante más alto que ella, la mercenaria tuvo que echar la cabeza atrás para poder mantener la visual con sus ojos. El pecho de Caronte subía y bajaba nervioso. Podía sentir el olor del hombre, un aroma dulzón, alejado del hedor a sudor que debía despedir ella. Cuando parecía que iba a decidirse a decir algo, el tuareg dio media vuelta y regresó al mismo sitio en el que se encontraba. Dio un leve empujón a Sandra y le señaló la posición del resto indicándole que debía volver a su lado; compartirían destino.
Los tuaregs los habían dispuesto en círculo, separados un metro unos de otros, Ayyer se encontraba en el centro. Cuando comenzó a expresarse en árabe su voz sonó armoniosa, lenta, delicada, pero al mismo tiempo dotada de una enorme autoridad, no dejaba lugar a dudas. Ninguna excepto Sami lo entendían pero todas se sintieron cautivadas por su tono, su modulación. El científico tragó saliva antes de comenzar a traducir.
—Lanzará un cuchillo al aire —comenzó y se detuvo al instante como intentando encontrar las palabras adecuadas para dejar claro el mensaje del tuareg— cuando se clave en la arena todos deberemos señalar a una persona, a uno de nosotros, debemos señalar a la persona que queramos que muera, la persona que expíe los pecados de todos —Sami se detuvo y buscó con la mirada algún gesto de clemencia en los ojos del hombre pero solo encontró la misma determinación que mostraban desde que había comenzado a hablar— si nuestra elección es unánime, si todos elegimos a la misma persona, solo esa persona morirá —Sami volvió a realizar una pausa, en esta ocasión forzado por la comprensión del significado de lo que acababa de explicar, por la asunción de lo que implicaba— si no logramos coincidir…
Sami dejó la frase en suspenso, incapaz de terminar de pronunciarla. Ayyer, a pesar de todo le hizo un gesto claro con la cabeza.
—Si nuestra elección no es la misma: todos moriremos.
—No puedes hacer eso ¿Qué clase de persona eres tú?
Caronte elevó la voz e hizo intención de acercarse al líder de los tuaregs. Ayyer se movió con extrema rapidez. Su cuchillo se detuvo sobre la piel de la mercenaria, la punta se clavó ligeramente hiriendo su piel y obligándola a levantar la barbilla y a detenerse por completo. Su voz volvió a sonar cadenciosa, excesivamente ronca en esta ocasión.
—Dice que debes regresar a tu sitio, que…
—Ya —interrumpió Caronte dando un manotazo a la mano que empuñaba el cuchillo frente a ella.
—Pero cómo…
El tuareg gritó en esta ocasión. Solo una palabra.
—Silencio —tradujo Sami.
Tras volver a situarse en el centro del círculo, equidistante de todos, volvió a expresarse.
—No quiere más palabas, si volvéis a hablar nos matará a todos, nos da un minuto para que meditemos nuestra decisión. Si hablamos, realizamos algún gesto o intentamos ponernos de acuerdo de alguna manera nos matarán a todos. El minuto comienza… ya.
El tiempo parecía haberse detenido. Todos se miraban de soslayo, sin ser capaces de sostenerse la mirada. Eran conscientes de su traición, de la importancia de la decisión que debían tomar, de lo que esta significaba. El juego era cruel y despiadado pero también enormemente efectivo y demoledor. Si su elección no era coincidente todos morirían y si todos lograban ponerse de acuerdo señalando a la vez a quién de ellos debía morir, algo en su interior se rompería, su integridad se desmoronaría, su confianza se quebraría para siempre. Podían sentir los latidos de sus corazones por encima del suyo propio, escuchaban silbar el aire y romper las olas en la orilla, podían aspirar el aroma del mar. Si conseguían superar esa situación nunca olvidarían ese instante.
Un tuareg se colocó a espaldas de cada uno de ellos con un cuchillo idéntico al que empuñaba Ayyer y que iba a decidir su destino. Cada uno de ellos podía ver al tuareg que se disponía a terminar con la vida del resto pero no al que se encontraba justo a su espalda. Todos sintieron el impulso de girarse y mirar a los ojos al que iba a ser su verdugo pero ninguno lo hizo.
El cuchillo de Ayyer se elevó varios metros sobre él. La punta ascendió hasta detenerse por completo. Todos sintieron acelerarse aún más sus corazones. Su mirada se dirigió inconsciente al arma acompañando su trayectoria. El cuchillo giró sobre sí mismo como a cámara lenta y comenzó a descender, la gravedad hacía su trabajo.
Cuando el cuchillo hundió su hoja en la arena Ayyer ya no se encontraba dentro del círculo y sus brazos extendidos mostraban la decisión que cada uno de ellos había tomado. Los tuaregs situados a sus espaldas se movieron y los fueron inmovilizando, a todos menos a… menos a Sienna. Todos habían coincidido en su elección excepto ella que había señalado a la niña, a Sandra, su brazo era el único que apuntaba a la cría y la pequeña había sido la única que no había señalado a nadie, la única que se había mantenido firme, íntegra, los otros cuatro brazos se habían dirigido contra la Jefa de las mercenarias. Sin tiempo para asimilar lo que iba a ocurrir a partir de ese instante, el tuareg situado a la espalda de la jefa de las mercenarias movió el cuchillo con rapidez y dio un paso atrás. Del cuello de Sienna surgió una delgada línea roja que enseguida comenzó a hacerse más gruesa. El preciso tajo había seccionado la yugular de la mujer. Sus manos se dirigieron a su garganta en un vano intento de evitar que la sangre abandonase su cuerpo, que la vida escapase a borbotones. Gorjeó algunas palabras que la sangre, que ya inundaba su garganta, convirtió en incomprensibles. Cayó de rodillas. La sangre se deslizaba por sus manos, por sus brazos, hasta llegar al suelo. La arena no tardó en ir filtrando el denso líquido hacia el interior. El cuerpo de Sienna cayó hacia adelante y su vida se fue extinguiendo entre estertores.
El silencio, una vez que Sienna había dejado de respirar, solo era interrumpido por el arrullo de las olas rompiendo en la orilla. Los tuaregs continuaban manteniéndolos retenidos. Caronte ya comenzaba a pensar que había sido una ingenua pensando que el juego iba a terminar cobrándose tan solo una vida.
—Soltadlos.
Caronte dirigió su mirada hacia Ayyer, lo mismo que el resto. El tuareg había hablado en un perfecto inglés. Sus hombres los fueron liberando y se replegaron tras él.
—Realmente siento pena por vosotros. Sois un pueblo sin honor. En lugar de manteneros unidos no habéis dudado en condenar a otra persona para salvaros vosotros. Debería terminar ahora mismo con vuestras vidas pero, al contrario que vosotros, mi pueblo sí que conoce el significado de esa palabra. Podéis marcharos, nadie os lo impedirá. Usad esa balsa salvavidas —señalo entre los restos del velero que flotaban en la orilla— cogedla y cruzad el mar. No regreséis nunca o entonces sí que no tendré piedad con vosotros.
Luego el líder tuareg se dirigió hacia Sandra. Se acuclilló para mantenerse a su misma altura y le habló despacio, con ternura.
La pequeña le contestó algo en el mismo tono, se alzó de puntillas y depositó un delicado beso en la frente de Ayyer.
Ayyer sonrió por primera vez desde que su destino se había cruzado con el de las personas que habían acabado con la vida de sus dos hijos, luego se levantó y se alejó de la pequeña.
Mientras Megan y Tamiko inflaban la balsa Caronte se dirigió hacia Ayyer. Dos de sus hombres se cruzaron ante ella impidiéndole el paso hasta que su jefe les hizo un leve gesto. Caronte caminó unos pasos más hasta situarse frente al tuareg. Una vez más hubo de levantar la cabeza para poder observar los ojos del hombre.
—Lo siento. Sé que no puedo hacer nada para aliviar tu dolor. Nada de esto debía haber pasado —Caronte valoró si expresar la duda que la corroía— ¿De verdad habrías matado a la niña si todos la hubiéramos elegido?
—No —respondió con total seguridad— os habría matado a todos.
—Gracias.
Caronte se volvió con intención de alejarse.
—Espera —escuchó que la ordenaban.
Tardó en atreverse a darse la vuelta para volver a enfrentar su mirada a la del hombre.
—Toma —le tendió un cuchillo tuareg, idéntico al que había acabado con la vida de Sienna— lo necesitarás para proteger la vida de la niña.
Caronte lo tomó y se alejó sin volverse hacia la balsa.