Llevaban algo más de treinta y cinco horas remando. Seguían sin hablarse, el silencio parecía la mejor terapia. Caronte miró su reloj, pasaban de las 11:00 del viernes 9 de septiembre. Estaba agotada, como todos, sus manos estaban cubiertas de llagas sangrantes y cada uno de los músculos de su cuerpo le dolía como si hubiera sido apaleada. Remar era una faena dura, muy dura y el hecho de no llevar una adecuada hidratación castigaba aún más su organismo.
En el bote salvavidas no había una gota de agua potable, así que llevaban día y medio sin beber, si no alcanzaban tierra pronto se deshidratarían, si no ingerían algo de agua pronto comenzarían los síntomas, irritabilidad, piel tirante y extremadamente seca, ritmo cardiaco más rápido, aturdimiento, mareos, sus ojos parecerían hundirse cada minuto un poco más en el interior de sus cuencas.
—Allí hay algo.
Las palabras de la niña hicieron regresar a Caronte del estado de meditación en el que se estaba perdiendo. Todos dirigieron la vista en la dirección que apuntaba Sandra con su mano. Al instante, comenzaron a reír de alegría. Sami incluso se aventuró a recitar algún tipo de oración.
—¿De qué población crees que se trata? —Interrogó Megan.
—Deberíamos desembarcar en las inmediaciones de Marsala, aquel islote es Favignana, antiguamente se llamaba Mariposa, por la forma que tiene —se dirigió a Sandra.
Marsala era un municipio de unos 241 kilómetros cuadrados de extensión y con una población de alrededor de ochenta mil personas, muchos zombis deambulando por sus calles.
—¿Qué haremos al llegar? —Interrogó ahora Tamiko.
Tras la muerte de Sienna todas parecían haber dado por buena la jefatura de Caronte, ella era ahora quien debía tomar las decisiones.
—Lo primero es encontrar agua. Es una población relativamente grande, suficientemente poblada, en cualquier vivienda que asaltemos deberíamos encontrar agua o líquido y también víveres. Al fin y al cabo apenas hace tres meses que la civilización se ha ido a la mierda.
—¿Y luego?
Caronte había dedicado mucho tiempo en la balsa a meditar sobre ello, mientras descansaba y también cuando concentraba sus esfuerzos en remar.
—Haremos acopio de provisiones, trataremos de conseguir armas e intentaremos encontrar un vehículo. En cuanto tengamos todo eso emprenderemos viaje hacia Roma. Si parte de la Organización continua operativa daremos con ella.
—¿Por qué meternos en la boca del lobo? Podemos elegir cualquier destino ¿Por qué Roma, por qué volver a la Organización?
Caronte se giró para mirar a la niña.
—Lo sabes tan bien como yo.
—¿De verdad crees que la cura a esta puta infección está en su sangre?
Caronte se tomó unos segundos para contestar. Esa cuestión también había sido objeto de reflexión por su parte. Desde que Sami las puso al corriente de todo no había dejado de darle vueltas, incluso contactó con Sienna por esa razón. Pero después del incidente con el tuareg sus motivaciones se habían… ampliado. Sentía que le debía la vida a esa niña, el tuareg los había dejado vivir con la intención de que protegiesen la vida de la niña, de que la permitiesen tener, al menos, la oportunidad de reunirse con su padre. En su interior estaba convencida de que todas sentían lo mismo pero, al igual que a ella, estaba segura de que les costaría expresarlo en voz alta.
—No sé con seguridad si eso es cierto, ni siquiera si es factible pero si hay una posibilidad de que sea así no quiero tener sobre mi conciencia el no haber hecho lo posible para facilitarlo. No es por nosotras. Sin esa cura, la Humanidad lo tendrá muy difícil para subsistir.
Al final habían arribado un poco al Norte de Marsala, en una bonita playa próxima al Aeropuerto Vincenzo Florio, Playa Tritoni, rezaba una señal inclinada y salpicada de suciedad que cubría las manchas de sangre que presentaba.
Saltaron de la balsa y se dejaron caer en la orilla, sobre la arena, dejando que las olas del mar refrescasen sus cuerpos. El sol se hallaba alto, no era ya pleno verano pero continuaba haciendo un calor considerable.
Caronte se fijó en los labios de la niña, estaban completamente agrietados, también los de Megan y los de Tamiko, se pasó la lengua por los suyos y al instante sintió un intenso escozor. Necesitaban conseguir agua con urgencia.
—Y ahora qué —Megan estiraba sus brazos sin dejar de inspeccionar el horizonte.
Caronte, ayudada por Tamiko y Sami, tiraba de la balsa para sacarla del agua y tratar de esconderla un poco. Luego se dedicó a comprobar la zona. Apenas se veían zombis cerca y ninguno de ellos parecía haberlos descubierto.
La playa en la que se encontraban distaba mucho de conservar el aspecto que debía haber tenido tan solo un año antes. No había turistas, tumbonas o sombrillas. El resto de ingredientes sí que se daba, sol, calor, humedad, aguas cristalinas y espacio de sobra donde colocar la toalla. Inspiró profundamente, el olor, el aroma no era el mismo, no se parecía al de las playas de su Sudáfrica natal en las que se había bañado a lo largo de su infancia. Ahora todos los olores se enturbiaban con el hedor a podredumbre, la playa en la que se hallaban no era una excepción.
—Caronte —llamó de nuevo Megan.
—No hay zombis en los alrededores, lo prioritario es encontrar agua, víveres, transporte y armas, en ese orden.
—¿Qué es aquello? —Interrogó Tamiko señalando unas dunas artificiales formadas al pie de la carretera.
Caronte se colocó la mano a modo de visera para evitar la molestia del sol. Ya lo había observado, se extendían en paralelo a la orilla unos cincuenta metros y detrás, en la carretera, había dos excavadoras del Ejército abandonadas.
—¿Qué hacen ahí dos excavadoras del Ejército italiano? —Tamiko se había unido ya a ellas.
—No sé, creo recordar que el aeropuerto de ahí enfrente no era solo civil, creo que albergaba unidades militares, los aviones esos que llevan una especie de seta, cómo se llamaban…
—Avacs —respondió Megan.
—Exacto, de todas formas, supongo que en los últimos momentos de la epidemia, en esta ciudad, como en todas las demás, intentarían utilizar todos los medios a su alcance para luchar contra los zombis y colaborar con la población civil.
—De todas formas es extraño —Tamiko hizo intención de empezar a caminar hacia las dunas.
—Eso no constituye una prioridad para nosotras —la detuvo Caronte— Megan y yo iremos en busca de agua, armas y un vehículo. Tú permanecerás oculta con ellos —señaló al científico y a la niña— tu misión es que no les pase nada.
Tamiko asintió y caminó, seguida por Sami y Sandra, hacia una caseta de playa situada a solo unos metros. Sería un buen lugar para ocultarse.
Megan y Caronte se adentraron en las callejas flanqueadas de casas y apartamentos de playa, eran edificios bajos, de tan solo una altura. No se veían muchos zombis y los que había se encontraban lejanos y dispersos. Caronte se detuvo frente a una especie de tienda multiproducto, por lo que se vislumbraba desde fuera parecía vender de todo.
—Qué —cuestionó Megan— no creo que quede nada útil, desde luego no creo que quede agua.
—Estoy de acuerdo.
—¿Y bien? —Megan observaba alternativamente a Caronte y al zombi que comenzaba a excitarse al otro lado del cristal.
Caronte señaló con el dedo al zombi, un varón joven, al menos no parecía demasiado viejo. Era difícil precisar su edad, la parte derecha de su rostro lucía una repulsiva quemadura, ocupaba todo ese lado de la cara, era como si, literalmente, se la hubieran planchado. Observó entonces su pelo, presentaba un corte arreglado, ya lo tenía sucio y con restos de a saber qué pero mantenía el peinado que lucía cuando se transformó.
—¿Crees que les crece el cabello? Como a los muertos. Dicen que a los muertos les crece el pelo y las uñas después de haber… de haber muerto —era algo en lo que Caronte se había fijado ya antes, los zombis que parecían llevar más tiempo transformados siempre llevaban el pelo, no sabía cómo explicarlo, no recién cortado, sin duda habría gente que se habría cortado el pelo hacía poco, deberían tenerlo perfilado, perfecto, sin embargo en todos los casos daba la impresión de haber crecido, incluso en los tipos que era evidente que se afeitaban la cabeza se percibía que el pelo había vuelto a salir algo.
—¿Qué mierda dices? Son muertos, a los muertos no les puede crecer nada.
—Tampoco pueden andar ¿No?
—No, joder, me refiero a los muertos de antes, no les crecía nada, era un efecto, la piel de la cabeza se retrae y parece que el pelo asome más, con la piel que rodea las uñas pasa lo mismo y parece que estén más largas, un efecto óptico.
Caronte miró ahora a Megan.
—Qué, me gusta ver documentales.
Caronte devolvió su atención al zombi, dirigió su mirada a las manos, realmente daba la impresión de que sus uñas hubieran crecido… después de morir.
—Está encerrado, no puede salir, sigamos.
—Tiene tabaco.
Caronte volvió a señalar al zombi, se acercó al cristal y casi tocó el paquete con la mano. Desde que lo había visto no había podido reprimir un creciente deseo, no, una imperiosa necesidad de dar una calada a un cigarrillo. El joven se lanzó contra el cristal. Su cara golpeó de lleno, un canino saltó hecho añicos y un coágulo quedó pegado al ventanal.
—Joder ¿Has visto eso? Le ha saltado el colmillo, mira, se le ve perfectamente. Es increíble que no esté llorando de dolor. Y mira su cara. Qué asco.
—Voy a entrar.
Caronte retrocedió sobre sus pasos y se encaminó hacia la valla de entrada.
—¿Lo prioritario no era el agua? Ya hemos perdido mucho tiempo.
—Lo segundo prioritario —respondió Caronte mientras se aplicaba a empujar el cierre metálico a un lado.
Habían perdido de vista al zombi, lo podían escuchar gemir pero por lo visto no era capaz de llegar hasta la puerta de entrada.
—Debe ser el dueño, qué gilipollez, encerrarse en el interior y echar el cierre sin asegurarlo.
—Piensa que solo quería protegerse de los zombis y…
—Ya, los zombis no saben abrir cierres metálicos —completó Megan.
—Exacto.
Caronte había recogido completamente el cierre a un lado sin apenas hacer ruido.
—La puerta sí que está cerrada.
Megan se ladeó y lanzó el codo contra el cristal. El ventanal saltó en pedazos. Caronte se coló de inmediato mientras Megan observaba la puerta.
—No tiene sentido.
Aunque habló lo suficientemente alto, Caronte no respondió, buscaba al zombi que guardaba el paquete de tabaco en el bolsillo de su camisa, a cara quemada. Sujetó con fuerza el cuchillo. El zombi estaba en el otro pasillo, podía oírlo, se desplazaba en el mismo sentido que ella, gruñía e iba tirando las cosas de los estantes mientras caminaba; se iba excitando por momentos, ya solo quedaba un metro para que coincidiesen al final de la fila de expositores.
Sus botas aplastaban todo tipo de objetos esparcidos por el suelo, crujían al pisar cristales rotos, envoltorios de plástico, era imposible caminar sin producir ruido.
—Caronte, esto no me gusta. Si ese tipo logró encerrarse ¿Cómo se transformó?
Caronte ni siquiera escuchó la pregunta, rodeó la estantería antes de que lo hiciese el zombi y lo recibió bien plantada, asentando los pies entre los objetos que poblaban el suelo. El hombre lanzó los brazos al frente para intentar agarrarla al tiempo que adelantaba la cabeza para tratar de clavarle los dientes. La mercenaria lo sujetó del pelo tirando hacia arriba y, obligándolo a echar atrás la cabeza, hundió la hoja por la garganta hasta alcanzar el cerebro. Antes de que se desplomase sacó limpiamente el paquete de Lucky del bolsillo. Lo abrió y comprobó que quedaban cinco cigarrillos. Sonrió ampliamente. Ahora solo necesitaba fuego. Estaba en una tienda de suvenires, seguro que hallaría algún mechero.
Al girarse sobre sí misma para regresar a la entrada lo sintió. Sintió como los dientes se clavaban en su bota, en la caña, y también sintió un ardiente dolor en su gemelo. Se giró para descubrir al zombi que creía haber acabado de matar, la hoja no había alcanzado el cerebro y ahora apretaba los dientes sobre su pierna como un perro de presa. Caronte cayó hacia atrás mientras con la pierna libre golpeaba la cabeza del zombi. Apenas fue consciente de los gritos, de los gruñidos, de las carreras que se dirigían hacia ella. Una mujer china, menuda, casi en los huesos, apareció por el mismo camino que ella había llevado, apenas se pudo fijar en la mujer más allá de que se trataba de una oriental y en su extrema delgadez. Golpeó una vez más con el pie la cabeza del joven para evitar que volviese a morderla al mismo tiempo que sujetaba a la mujer por el cuello, se había lanzado sobre ella y apenas podía esquivar sus arremetidas y sus dentelladas.
Megan alcanzó el pasillo por el que había visto antes desaparecer a Caronte, podía escuchar el fragor de la lucha, los gruñidos de excitación de los zombis, porque había más zombis, seguro, tenía que haberlos, sin duda quien echó el cierre y cerró la puerta creía encontrarse a salvo en el interior, pero seguro que se había equivocado, con toda probabilidad esa tienda ni siquiera era suya. Giró agarrándose a la estantería y se encontró la escena.
Caronte sujetaba a una china escuálida mientras el zombi con la cara quemada intentaba morder sus piernas. Instintivamente llevó la mano a la funda vacía, no estaba armada. Maldijo por enésima vez al puto tuareg. Buscó por los estantes. Estaban poblados de objetos, todos inútiles, ceniceros recuerdo de Tritoni, vasos de cristal, tazas de colores y… lapiceros coronados por figuras de Disney. Sacó el de Donald. Se inclinó sobre la china, la sujetó de la frente y hundió hasta el muñeco el lápiz en su oído. La mujer dejó al instante de forcejear, Caronte la arrojó a un lado y reculó hasta incorporarse y retroceder para quedar sentada y apoyada contra la estantería. Megan sacó otro lápiz, en esta ocasión uno de Goofy. Levantó al joven de la cara quemada sujetándolo por la camisa hasta enfrentarlo a ella y clavó el lápiz en su ojo derecho. Cuando dejó de patalear lo soltó.
Se volvió a buscar a Caronte. La encontró descalzándose, se había quitado la bota y se levantaba el pantalón. Se fijó en la caña, presentaba un evidente desgarro. Su corazón se aceleró, no era una buena señal. Al instante escuchó reír a Caronte, empezó despacio, suave, bajito, y al momento comenzó a hacerlo de forma escandalosa, nerviosa, enloquecida.
—Mira —señalaba su pierna desnuda.
Megan se agachó a observar. Era evidente donde el chico había hincado los dientes. La piel de Caronte no dejaba lugar a dudas.
—Ha mordido la bota y ha apretado sobre la carne… pero no me ha llegado a herir.
Sin calzarse se arrastró hasta el joven, le dio la vuelta y abrió su boca. Al momento volvió a reír histérica.
—El colmillo… ja, ja, ja…—soltó al zombi y comenzó a toser y reír al mismo tiempo.
—Has tenido suerte. Si no se hubiera partido el canino contra el cristal ahora seríais familia.
Se inclinó y recogió del suelo el paquete de tabaco. Se lo tendió a Caronte. La mercenaria lo sujetó y lo colocó sobre su palma. Tras observarlo unos instantes lo lanzó todo lo lejos que pudo.
—Creo que es hora de dejar de fumar.
@@@
Tamiko se incorporó de nuevo. El científico y la niña descansaban sentados a la sombra de la caseta. Volvió a mirar una vez más hacia las dunas. Algo en esos montículos de arena la atraía poderosamente. Sin poder evitarlo comenzó a caminar hacia ellos.
—¿Dónde vas?
Tamiko se detuvo y se volvió para encontrarse con la mirada inquisitoria del hombre.
—Permanece escondido con la niña. Enseguida vuelvo.
—Caronte ha dicho que permanezcamos juntos.
—No. Caronte ha dicho que os proteja pero no ha especificado cómo. Obedece y vuelve con la cría.
Tamiko reanudó su marcha hacia los montones de arena. Llevaba tiempo observando que… se movían. Era una locura pero daban la impresión de vibrar.
—¿Qué te atrae tanto de ese sitio?
Tamiko se giró y descubrió al científico a su lado. Bufó para sí.
—Mira, la arena parece bullir, como si hirviese, se mueve. Mira la playa y observa luego las dunas esas: se mueven.
—Será un efecto del calor —rebatió Sami.
—Y una mierda. Hace el mismo calor en toda la playa y en otras zonas no se observa ese movimiento. Vuelve con la niña ¡YA! —Empujó al científico y se dio la vuelta.
Según se acercaba la sensación de vibración era mayor. Su seguridad aumentaba, se movían pero ¿Por qué? ¿Zombis? Si hubiese zombis enterrados bajo la arena ya habrían salido, lo había visto otras veces, no respiraban, no se ahogaban, tragaban arena y excavaban hasta aparecer por cualquier recoveco, no, no eran zombis, tenía que tratarse de otra cosa.
Ya se encontraba al pie del montículo, podía distinguir perfectamente la matrícula del camión excavadora del Ejército italiano, veía el logo de Iveco en la parrilla frontal. Colocó su pie sobre la ladera y comenzó a ascender, apenas era un metro y medio. Según pisaba sentía la vibración bajo sus pies. Caminó varios metros sobre la cima de esa duna artificial, hasta casi llegar al final. Bajo se adivinaba una zanja excavada, pero para qué ¿Qué enterraban ahí? En ese instante el movimiento bajo sus pies se hizo más intenso. Se dio la vuelta y fijó su mirada en la arena, se movía, los granos saltaban. Se acuclilló y acarició la arena con la yema de sus dedos, suavemente. Sintió como los granitos rozaban su piel. Apoyó toda la palma y comenzó a apartar suavemente la capa de fina arena. El movimiento bajo sus dedos se incrementaba, lo sentía. Sus pulsaciones se dispararon, la adrenalina invadió su cerebro. Se esforzó con mayor rapidez en retirar la arena y entonces lo vio.
El rostro de un hombre apareció bajo sus dedos, su boca estuvo a punto de alcanzarla. La impresión hizo que se echase hacia atrás, perdió el equilibrio y cayó de espaldas hacia la zanja. Mientras rodaba descubrió los cuerpos, infinidad de cadáveres, zombis ahora, envueltos en sábanas que, al principio, debieron ser de un blanco inmaculado pero que ahora presentaban una tonalidad beis. Las bocas de los muertos se abrían y cerraban, un creciente concierto de gruñidos fue in crescendo adentrándose en el cerebro de Tamiko haciendo imposible que se concentrase. Con dificultad evitaba que sus manos fuesen alcanzadas por las bocas hambrientas mientras se precipitaba hacia abajo. Podía sentir como algunos lograban enganchar la tela de su uniforme. Aterrizó en el fondo, tras varias vueltas rodando, sobre un montón de cadáveres amortajados. Si no hubiera sido porque se hallaban completamente enrollados en esa especie de sábanas no habría tenido escapatoria.
—Vamos, ven. Coge mi mano —la voz del científico se impuso sobre los gruñidos de los zombis.
Tamiko miró hacia arriba. Cogió con fuerza la mano que le tendían desde arriba de la zanja y se ayudó de ella para subir más rápidamente. Una vez arriba, ya a salvo, los dos se quedaron absortos observando cómo los cuerpos de los zombis amortajados se retorcían en un vano intento de lograr levantarse.
—¿De qué va esto, habías visto algo así?
Sami apartó su mirada de la zanja y dio un paso atrás para evitar la repulsiva visión.
—No, no lo había visto nunca. Supongo que las autoridades pensaron que era una alternativa aceptable para deshacerse de la multitud de cadáveres que se amontonaron en los hospitales al principio de la infección, obviamente antes de estar al tanto del molesto efecto secundario del virus: la resurrección.
@@@
Caronte y Megan caminaban por la Villa delle Posidonie. No habían cruzado ninguna palabra desde que salieron de la tienda. A Caronte aún le temblaba todo el cuerpo y solo de pensar en lo que había estado a punto de sucederle, un intenso escozor le crecía por la pierna desde el lugar en el que casi había clavado sus dientes el zombi.
Alcanzaron el aparcamiento del aeropuerto y se adentraron en él. No había vallado o este había desaparecido. Contaron ocho vehículos que todavía continuaban estacionados, esperando eternamente a sus propietarios.
—¿Probamos con estos coches? —Megan intentaba abrir uno de ellos sin éxito.
—Necesitamos agua y víveres, y… armas. Fíjate en esos cinco cazas. Parece que al final terminaron por militarizar el aeropuerto y eso significa…
—Armas —interrumpió Megan.
—Exacto.
Continuaron caminando hasta situarse delante de un edificio con paredes de tonalidad verdosa.
—Esta parece la terminal militar, mira allí, junto a los restos de ese avión comercial. Esa debe ser la parte civil del aeropuerto.
—¿Por qué no se ve ningún zombi en esta zona? —Megan daba vueltas sobre sí misma intentando descubrir algún muerto— apenas se ven huellas de lucha, nada de sangre, vísceras. Parece una zona virgen.
—Vayamos con cuidado —Caronte apretó con fuerza la empuñadura del cuchillo de Ayyer.
Llegaron hasta los cinco cazas. Daban la impresión de estar preparados para despegar en cualquier momento.
—¿Crees que funcionaran?
—Ni idea, pero tampoco sé pilotarlos.
—¿Y por qué intentas subir? —Interrogó Megan.
—Son aviones militares, llevarán armas a bordo ¿No?
—Son cazas, las armas las lleva cada piloto, su pistola reglamentaria. Ahí no vamos a encontrar nada.
Caronte desistió y se encaminó hacia el hangar militar más cercano. Tras recorrer unos pocos metros se detuvo a esperar al zombi que se dirigía hacia ellas.
—¿No los echabas de menos? —La mercenaria se preparó con el cuchillo presto.
El zombi debía haber sido militar, al menos lucía un uniforme completo. Caminaba hacia ellas sin lograr mantener una línea recta, daba un par de pasos, se desviaba y volvía a intentar enderezar la trayectoria mientras avanzaba unos pasos más.
—No presenta heridas aparentes.
—No —coincidió Caronte— y mira lo que continua en su funda —señaló la pistolera del soldado.
—Vaya, parece que toda nuestra mala suerte ha terminado en esa tienda.
Caronte se plantó firmemente y esperó al militar. Según se acercaba se iban haciendo más audibles sus gruñidos, sus brazos descoordinados intentaban dirigirse hacia la mercenaria, la diminuta porción de cerebro que aún parecía funcionarle se excitaba.
Caronte lanzó una patada al pecho del soldado. Al instante cesó su avance y se detuvo dando la impresión de ir a caer en cualquier dirección. No fue así y se rehízo volviendo a avanzar con más rapidez esta vez. Caronte lanzó una nueva patada sobre el hombre, esta directa a su mentón. El soldado dio una media vuelta en el aire y cayó al suelo boca abajo. Antes de que se diese la vuelta y se reincorporase, Megan saltó sobre su espalda impidiéndoselo.
—Pues sí que tiene mordiscos sí.
El soldado presentaba un feo bocado en la nuca, la parte de atrás de su uniforme se encontraba manchada de restos de sangre. Caronte se inclinó sobre él y le hundió la hoja del cuchillo hasta el fondo, no quería más sorpresas.
Megan extrajo la pistola de la funda, sacó el cargador solo para verificar que estaba vacío. Luego echó atrás la corredera deseando que hubiese una bala alojada en la recámara.
—Mierda, joder ¿Para qué guardaba el idiota este una pistola descargada?
—Por la misma razón que la guardaremos nosotras, por si encontramos munición.
Megan le lanzó una patada a la cabeza al zombi muerto.
—Necesitamos agua, tengo tanta sed que podría beberme mi propia orina.
—Vale, busquemos en la terminal, si hay agua en algún sitio debe ser ahí.
Las dos mercenarias se aproximaron corriendo a la esquina del edificio. Desde ahí observaron las cadenas que aseguraban las puertas de cristal. Con algo más de seguridad gracias a los gruesos eslabones se asomaron a la zona de entrada. El suelo estaba cubierto de cadáveres… amortajados apilados uno junto a otro.
—Joder. Hay más de doscientos cuerpos ¿De qué va esto?
Los zombis ya se acercaban a las puertas rugiendo como siempre.
—Fíjate, los muertos envueltos están vivos, o sea, son zombis, mira cómo se agitan, están excitando al resto y ¿Por qué van desnudos? —Caronte había pegado la cara a la puerta.
—Vaya, creo que no se la había visto a ningún zombi, mira la de ese —Megan señalaba a un zombi cuyas partes se balanceaban mientras corría hacia ellas.
—Vámonos, si seguimos aquí se terminarán excitando —Caronte tiró de Megan para alejarse.
—Sí, y no queremos que se exciten, ja, ja, ja.
—Déjalo ya y concéntrate.
Caronte no dejaba de darle vueltas al motivo que podría haber llevado a las autoridades a amontonar zombis de esa forma. En principio era una suerte que permanecieran encerrados pero había algo que se le escapaba.
Avanzaron hasta el hangar más cercano. Las puertas estaban abiertas. Antes de asomarse, Caronte cogió del brazo a Megan.
—Buscamos un vehículo y nos largamos.
—Creía que buscábamos armas y agua, yo sigo muerta de sed.
—Y yo también pero esto no me gusta.
El hangar se hallaba suficientemente iluminado por la luz que se colaba por las puertas abiertas. Nada más adentrarse descubrieron a dos zombis uniformados. Parecían custodiar un todoterreno del Ejército italiano cuya rueda delantera derecha estaba fuera de su sitio. Los dos militares se dirigieron hacia ellas gruñendo.
—¿Crees que podrás repararlo? —Caronte señalaba la rueda desmontada.
—La rueda no es problema pero primero hay que ver si arranca y cuánto combustible tiene. Pero antes debemos cargarnos a esos dos.
Megan recogió del suelo una llave dinamométrica y comenzó a balancearla. El primer zombi llegó frente a ella. Era demasiado joven. La llave hizo un par de giros completos en el brazo de Megan y fue a estrellarse contra la cabeza del zombi, de arriba abajo. El golpe fue tan fuerte que uno de los ojos pareció escapar de su cuenca. Megan se plantó a esperar al segundo. En esta ocasión movió la llave horizontalmente y la estrelló contra las rodillas del zombi. El soldado cayó de bruces con las piernas fracturadas. Intentó incorporarse de nuevo pero no lo logró, y entonces continuó su aproximación arrastrándose. Caronte se situó tras él y hundió el cuchillo en la cabeza introduciéndolo por el oído.
Megan se coló en el habitáculo. Había una llave sobre el salpicadero, la introdujo en el contacto y el motor de arranque comenzó a rugir. Tras un par de intentos el coche no había arrancado.
—¿Tiene combustible? —Se asomó Caronte.
Megan asintió sin responder.
—Voy a ver qué encuentro por aquí —Megan no se molestó en hacer gesto alguno en esta ocasión mientras imploraba mentalmente, a un Dios en el que hacía tiempo que había dejado de creer, que el motor arrancase de una vez.
En el hangar no había más vehículos pero al fondo Caronte descubrió varias cajas de color caqui. Según se acercaba contó cuatro filas con cinco cajas apiladas cada una. Mientras forzaba una de las cajas con el cuchillo escuchó arrancar el vehículo. Desde dentro Megan le mostró contenta el pulgar hacia arriba y salió del coche para comenzar a colocar de nuevo la rueda.
Caronte levantó los cierres de una de las cajas y dejó caer a un lado la tapa de madera. El golpe seco contra el suelo pareció multiplicarse en el interior del hangar por acción del eco. Tuvo que subirse en una de las cajas para ver lo que contenía la que acababa de destapar. Trajes de protección NBQ, máscaras, chaquetas, pantalones, guantes y botas. Ya no tenían ninguna utilidad para ellas. Identificó la referencia de la caja y comprobó que el resto coincidía, tenían un montón de trajes de protección individual.
—¡Mierda!
—¿No hay nada útil? —Megan encajaba la rueda en el eje.
—Ya no. Voy al siguiente hangar a ver si encuentro algo. Cuando termines ven a buscarme —Megan no respondió en esta ocasión.
Caronte corría hacia el hangar más próximo. Iba girando la cabeza comprobando que todo continuase igual. Y así era, seguían sin verse zombis en las inmediaciones y eso era bueno, pero no podía evitar que pensamientos de lo más negros rondasen su cabeza. Puede que fuese por cómo había comenzado la expedición, con ella a punto de ser infectada por ese joven, pero también podía ser algo por venir, algo malo.
Las puertas grandes del siguiente hangar, al contrario que las del otro, se encontraban cerradas. Se acercó lentamente hasta la pequeña, se hallaba encajada en el interior de la hoja de la derecha. Presentaba varias abolladuras, alguien había intentado lo mismo que ella en otro momento. Echó una última ojeada al exterior y empujó. La puerta metálica se abrió ¿Una vez más estaba de enhorabuena? ¿Y las abolladuras?
El hangar es encontraba a oscuras, en él, la luz proveniente de la pequeña puerta no era suficiente para iluminar el interior por completo. Caronte tardó un instante en acomodar la vista a la oscuridad.
—¡Holaaaa!
Si había algún zombi, a no ser que fuese sordo, no tardaría nada en ir a su encuentro.
—¡Holaaa!
Nada, continuaba la buena suerte. Caronte cada vez estaba más nerviosa. En la nave no había vehículos. En el lateral halló varios armarios metálicos con ruedas atestados de herramientas de todo tipo. Cogió una barra de casi un metro y la sopesó, era un arma contundente.
—¡Grrrrr!
Caronte se giró. Un nuevo zombi uniformado se aproximaba.
—Has tardado mucho en salir. Vamos, no tengo mucho tiempo.
El soldado se acercaba muy rápido. Cuando lo tuvo a un metro de distancia le lanzó la barra horizontalmente. El zombi cayó de espaldas. Sin dejarlo reaccionar, Caronte se inclinó sobre él e introdujo la hoja del cuchillo por el ojo izquierdo. Tras un estertor el zombi quedó inmóvil. Caronte tiró del cuchillo, no podía sacarlo, se había encajado en la cuenca. Pisó la frente del soldado y tiró de nuevo. El cuchillo salió… con el globo ocular ensartado. La mercenaria se lo acercó a la vista.
—Cómo coño podéis ver con esto —el ojo parecía tan podrido como el resto del cuerpo del zombi— y huele fatal.
Realizó un movimiento seco hacia adelante y el ojo salió despedido. Limpió la hoja en el uniforme del muerto y se dirigió hacia el lugar del que había salido el soldado. Algo había llamado su atención. Se trataba de unos bultos cubiertos con redes miméticas. Tiró de una de las esquinas y dejó al descubierto parte de la mercancía. Eran más cajas de madera, del mismo tipo que las que había encontrado en el otro hangar. Intentó identificar la referencia para ahorrarse el esfuerzo de abrirla, pero con la poca luz que había resultaba imposible.
Tiró de uno de los cierres pero no logró abrirlo. Volvió a usar el cuchillo para forzarlo, estaba resultando un presente de lo más útil. Parecía endeble a primera vista, pero en realidad era tremendamente resistente y tampoco recordaba haber visto un arma tan afilada. Lanzó la tapa a un lado y se asomó. Removió una especie de pizas de corcho blanco en forma de “S”.
—¡SÍ!
La caja estaba repleta de fusiles de asalto Beretta ARX-160 de dotación en el Ejército italiano. Calibre 5,56, cargador curvo de 30 cartuchos, una preciosidad. Extrajo uno y comprobó el cargador: vacío. Tomó otro: lo mismo.
—¡Mierda!
Sin munición resultaba más útil la maldita barra. Volvió a mirar los bultos. Observó que estaban divididos en dos. Se dirigió al segundo bloque y forzó la caja de más arriba. En cuanto vio las cajitas cerradas supo de qué se trataba. Balas para los fusiles treinta cartuchos por caja. Tendría que llenar los cargadores pero eso era mejor que nada. Se apresuró a alimentar dos cargadores completos y los encajó en sendos fusiles. En ese momento escuchó el ruido del motor; Megan había terminado y conducía fuera del hangar. Ahora solo debían cargar unos cuantos fusiles y unas cajas de munición. Al final sus recelos iban a resultar infundados. Mientras esperaba a Megan rellenó un par de cargadores más. Los guardó en los bolsillos laterales de sus pantalones. En ese momento fue consciente de que había dejado de oír el ruido del motor del todoterreno. Un estremecimiento sacudió su cuerpo.
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Megan había terminado de montar la rueda. Recogió la pistola descargada que había dejado sobre el motor del todoterreno, la encajó en la funda y se acomodó en el asiento del conductor. Seguía teniendo una sed horrible pero ahora su estado de ánimo había mejorado. Condujo despacio hasta dejar el hangar. Una vez fuera soltó una carcajada. Se le estaba ocurriendo algo. Aceleró en dirección a la terminal. Estaría bien comprobar cómo andaba la “excitación” de los zombis allí encerrados.
Condujo hasta situar el vehículo en paralelo al acceso principal. El número de muertos al otro lado de las puertas de cristal había aumentado, no quedaba un hueco libre. Zombis desnudos, algunos trabajadores del aeropuerto vestidos con su equipación de trabajo y, por supuesto, militares del Ejército italiano con sus uniformes ensangrentados. Extrajo la velocidad y dejó que el todoterreno se desplazase por efecto de la inercia.
Los zombis daban cabezazos contra el cristal, una y otra vez, como si no fuesen capaces de detectar la transparente barrera. Distinguió uno, demasiado joven, tratando de morder, se había reventado los dientes, su boca estaba completamente ensangrentada. Bajó la vista Megan y descubrió el mordisco que había transformado al chico, en pleno abdomen, un trozo de intestino seguía asomando. Desde él, múltiples ramificaciones oscurecidas; el sistema circulatorio podrido, desde ese punto se había extendido la infección. La vuelta no estaba resultando tan divertida como esperaba. Decidió ponerle fin y recoger a Caronte. Cuando pisó de nuevo el embrague para meter la velocidad el motor se caló. Megan pisó el freno y volvió a girar la llave. El motor de arranque rugió lastimero. El coche no arrancó.
—¡Mierda! Ahora no, joder.
Caronte se enfadaría. Volvió a darle al contacto. El motor de arranque sonó de nuevo, el escape tronó un par de veces pero el todoterreno no arrancó. El sudor se comenzaba a acumular en la frente de Megan, sentía como se le pegaba la ropa al cuerpo. Inspiró varias veces y se tomó unos instantes para tranquilizarse. Dirigió la vista a la terminal. Estaba a tres o cuatro metros de la entrada, antes no le había parecido tan cercana. Fijó su atención entonces en los zombis, casi toda la cristalera estaba repleta de muertos, se subían encima unos de otros. Una grieta resquebrajó una de las puertas: los cristales iban a reventar, los zombis estaban demasiado excitados con su presencia frente a ellos. Volvió a accionar el contacto rogando que arrancase. En esta ocasión el motor de arranque ni siquiera sonó. Lo que sí sonó fue el estruendo de las puertas de cristal estallando bajo la presión ejercida por los zombis.
Múltiples cristales alcanzaron el vehículo. El rumor de los gritos y gruñidos, que hasta ahora había pasado inadvertido, se hizo de pronto insoportable. Los cuerpos de los zombis rodaban y se desplazaban como la ola producida por un tsunami. El amasijo de cuerpos en descomposición crecía y se acercaba peligrosamente amenazando con rodearla, hacerla desaparecer dentro de la marea zombi, engullirla para siempre.
El cerebro de Megan se encontraba bloqueado. Los zombis, el coche, Caronte, los zombis. Los primeros cuerpos desnudos comenzaron a golpear la carrocería. Megan reaccionó y salió. Volvió a dirigir la mano a su funda solo para recordar que continuaba sin munición para la pistola que descansaba en ella. Intentó localizar a Caronte, ubicó el hangar al que había dicho dirigirse pero no halló rastro de su compañera.
El primer zombi la alcanzó, una mujer demasiado rellena incluso antes de ser muerta viviente. Lanzó una patada a su rodilla fracturándola, la zombi cayó pesadamente de costado. El sonido de los gritos era ahora atronador, helaba la sangre, tenía que escapar, pero cómo. Los zombis la habían rodeado casi por completo. Era incapaz de pensar con claridad. Trepó al techo del todoterreno. Tarde comprendió que eso no constituiría una garantía, los zombis ya subían encaramándose al motor, ella tenía que deshacerse de las manos que intentaban agarrarla a patadas y pisotones. Una lagrima de rabia e impotencia abandonó su lugar. La mercenaria se preparó para enfrentarse a los dos zombis que ya habían alcanzado el capó.
¡BANG! ¡BANG!
Cada uno de los disparos reventó una cabeza. Megan buscó el origen del fuego y descubrió a Caronte corriendo hacia ella con un fusil terciado.
—¡NO! Vete —las lágrimas brotaron ahora sin ninguna contención.
Nuevos disparos fueron abatiendo zombis en hilera, Megan fue consciente al instante de lo que intentaba Caronte, quería abrir un camino, una brecha que la permitiese saltar y tratar de escapar pero era misión imposible, conforme caía un zombi abatido dos más ocupaban su lugar, nunca sería lo suficientemente rápida como para abrir hueco para ella. Movió los brazos al tiempo que gritaba intentando hacerse oír sobre los alaridos de los zombis sobreexcitados.
—¡VETE! ¡VETE! Es inútil —terminó susurrando entre sollozos.
Una masa de zombis de más de tres metros rodeaba el vehículo, algunos se habían dividido y se dirigían al encuentro de Caronte que continuaba abatiendo a los que trataban de subir al todoterreno, pero aún con eso era imposible soñar con escapar.
Un claxon se impuso al griterío de los muertos. Megan buscó su origen, también Caronte cesó en sus disparos. Un camión excavadora avanzaba hacia ella haciendo descender la pala mientras devoraba la distancia que los separaba. Un rayo de esperanza se abría paso en la mente de Megan. Los dientes de la pala alcanzaron los primeros zombis. El acero laceraba la carne podrida, quebraba los huesos debilitados y abría hueco entre la masa. Era espeluznante el sonido que se desprendía del avance del camión, Megan tuvo que esforzarse por no llevar las manos a sus oídos y poder así escapar al horror de ese sonido.
El camión alcanzó por fin el vehículo situándose a su costado. Megan descubrió el rostro preocupado de Tamiko al volante.
—¡Salta! —El científico le hacía señas para que saltase a la caja del camión al mismo tiempo que golpeaba las manos de los zombis que intentaban trepar por la ventanilla.
La masa de muertos había dividido su atención entre la excavadora y la propia Megan. La mercenaria aprovechó el desconcierto y saltó. Alcanzó la caja pero no pudo pasar al interior, múltiples garras se cerraron sobre sus piernas imposibilitando su movimiento. A pesar de la adrenalina que impulsaba su cerebro era consciente de la debilidad de su posición.
Tamiko observaba por el retrovisor a su compañera. Los zombis nunca la dejarían pasar al interior del camión. Aceleró con la intención de hacer que soltaran su presa.
—¡NOOOOO! ME ARRASTRAN.
Tamiko detuvo el avance del camión, los zombis ya bloqueaban el avance y su última maniobra había dificultado aún más la débil posición de Megan.
¡BANG! ¡BANG! ¡BANG!
Los disparos se sucedían a velocidad de vértigo. Las cabezas de los zombis que asediaban a Megan reteniéndola iban cayendo uno tras otro. El último disparo permitió a la mercenaria colarse por fin en la caja del camión.
—¡YA! Vámonos de una vez.
Tamiko también había sido testigo de cómo los zombis caían fruto de los disparos de alguien. Inició el avance subiendo y bajando la pala excavadora. El camión fue abriéndose paso lentamente hasta lograr dejar atrás la masa de muertos atropellados. Daba lo mismo, con todos los que habían aplastado, y docenas más de ellos los relevaban de inmediato. Fue trazando un círculo hasta descubrir a Caronte en lo alto de una de las alas de un caza. Desde allí les hacía señas. Los zombis también parecían haberla descubierto.
Tamiko aceleró situándose en pocos segundos bajo el ala del avión. Caronte saltó al interior y la excavadora reanudó la marcha dejando atrás el aeropuerto.