Circulaba a toda velocidad, derrapando en cada curva, mi mente no era capaz de crear un solo pensamiento útil, estaba en blanco, colapsada. No sabía cómo había llegado hasta el vehículo. Mantenía un fusil, que no sabía de dónde había sacado, entre las piernas.
Visualicé el rostro de la niña, esa cara dulce, sincera, inocente, con una preciosa sonrisa adornándola. Al instante la sonrisa comenzó a difuminarse. Su cara iba transformándose en una mueca de terror para terminar convirtiéndose en una máscara sangrienta con un orificio de bala en su frente. Las lágrimas inundaron mis ojos. Si había alguien en lo que quedaba de mundo que mereciese un poco de felicidad era esa niña.
Detuve el coche frente a las escaleras del Palacio de la Gobernación. Algo iba mal. No, todo iba mal. Los cuerpos sin vida de las mercenarias que había dejado atrás pocos minutos antes descansaban para siempre sobre los escalones. Me bajé del vehículo y sorteé los cuerpos. La oriental que había ayudado a Caronte a proteger a la niña presentaba varios impactos por todo el cuerpo. No me detuve a comprobar si todavía vivía, sabía que no.
Cuando entré en el laboratorio mis pulmones casi eran incapaces de atrapar algo de oxígeno, mis músculos parecían a punto de partirse, mi corazón latía descontrolado. Observé el laboratorio. Continuaba como lo dejé, salvo por una vital diferencia… el cuerpo de mi hermano ya no descansaba en medio de un charco de sangre. En torno al lugar donde lo había visto tendido había numerosas pisadas, todas correspondían a las mismas botas. Sobre la mesa descansaba una botella vacía de whisky y varios envoltorios de vendas. Dos esposas de las que me habían mantenido retenido a la camilla continuaban cogidas a ella, faltaban otros dos juegos de esposas.
Mientras estudiaba el entorno mis constantes regresaban a la normalidad, mi entrenamiento se imponía. En esa habitación no había nada que me ayudase a entender lo que había pasado desde que la abandonamos, más allá de que mi hermano había vuelto a la vida.
Salí del laboratorio y me dirigí al botiquín. La niña se encontraba bajo la protección de Sami. Un científico manco que probablemente nunca había empuñado un arma. Pero allí estaba también Ambros. Una punzada de temor me sacudió.
Entré corriendo en el botiquín. El olor dulzón de la sangre no presagiaba nada bueno. Allí estaba el griego. Del orificio casi perfecto de su frente escurría un fino reguero rojizo. Los ojos completamente abiertos, los puños apretados. No pude negar que sentí cierta satisfacción. Ese hombre se merecía la muerte. Desde que hubo infectado a Laura sabía que, más tarde o más temprano tendría que matarlo. Al final no había sido yo.
Sentado en una silla junto a la cama se hallaba Sami. La única muñeca que le quedaba permanecía sujeta por unas esposas.
—¿Qué ha pasado aquí?
La mirada del científico estaba perdida. Me dejé caer a los pies de la cama, levanté la cara del árabe. Sus ojos continuaban desprendiendo lágrimas. Su expresión parecía… no sabría definirla. Necesitaba que se recuperase, al menos para decirme dónde estaba mi hermano.
—Sami, la niña, necesito que me ayudes a encontrar a Sandra. Por favor.
El árabe se movió. Sus ojos se cruzaron con los míos. La mención de la niña parecía haberlo devuelto de dónde quisiera que se encontrase.
—Sami…
—Se la ha llevado.
—Sami ¿Qué ha pasado? Cuando nos fuimos mi hermano parecía muerto ¿Qué ha pasado? Iván le disparó dos tiros a bocajarro ¿Cómo podía seguir vivo?
—Llevaba chaleco antibalas —el hombre intentó limpiarse las lágrimas pero la longitud de las esposas se lo impidió. Bajó la cara lo suficiente para poder hacerlo y prosiguió— oímos ruidos nada más marcharos. Pensé que habías regresado por algo. Me lo encontré en pie. Su pecho estaba ensangrentado, también su rostro.
—Si llevaba chaleco ¿De dónde salió la sangre?
—Presentaba un corte en el cuello, sangraba mucho, se lo estaba vendando, cuando me vio me obligó a realizarle una cura de emergencia.
—Pero…
—También llevaba el otro autoinyectable en el pecho, el que llené con mi sangre. Supongo que todo eso nos confundió. Deseábamos su muerte y…
Las lágrimas volvieron a aflorar.
—La niña Sami, escuchamos un disparo.
—Nos obligó a seguirle hasta aquí mientras hablaba contigo por la radio. Disparó sobre Ambros y me esposó.
—¿Por qué matar a Ambros?
El árabe volvió a bajar la cabeza para limpiarse las lágrimas. Coloqué el cañón del fusil sobre uno de los eslabones y disparé.
El sonido del disparo, a pesar de estar silenciado sacudió todo el cuerpo del científico.
—Me obligó a entregarle la vacuna.
—¿Qué vacuna? Da igual…
—No, no da igual, ahora él tiene el único antivirus disponible, por eso ha matado a Ambros, no quería que pudiese aislarla de nuevo. En realidad no puedo asegurar que funcione pero era lo único que teníamos.
—¿Y la niña?
—No lo sé, se la llevó —el hombre rompió a llorar nuevamente— no fui capaz de protegerla.
—¿Dónde, dónde se la llevó?
Sami negaba con la cabeza incapaz de responder.
—Algo diría, me llamó, quiere que le siga. Podría haber desaparecido sin más pero me llamó. Quería que fuese testigo de lo que hacía. Piénsalo. Tuvo que decir algo.
—Lo único que dijo cuando le entregué el inyectable con la vacuna fue que él era ahora el guardián del secreto más importante de la Humanidad.
—¿Secreto? ¿Por qué usó esa palabra? No… los archivos ¿Dónde están los Archivos Secretos del Vaticano?
El árabe se encogió de hombros.
Me levanté y me encaminé con paso rápido a la puerta.
—Luca.
Me detuve en el umbral.
—Solo quiere matarte. Usará a la niña para hacerlo y luego la matará.
Asentí y corrí escaleras abajo.
Alrededor de los cuerpos de las mercenarias se habían congregado varios civiles. Estaban desorientados. Al verme se tensaron e hicieron intención de desaparecer, no eran capaces de distinguir a mi hermano de mí: sinceramente, yo tampoco.
Sujeté a un joven antes de que se alejara.
—Espera, no temas, no quiero hacerte daño. El edificio que alberga los Archivos Secretos del Vaticano ¿Sabes dónde está?
El chico se volvió hacia otro de los civiles, la mayoría se había detenido, parecían confundidos. El joven asintió.
—¿Sabes conducir? Llévame allí, rápido.
El chico conducía rápido llevaba las dos manos sujetando el volante con fuerza, con demasiada fuerza, como si el volante amenazase con escapar en uno cualquiera de los giros. La mirada al frente intentando aparentar una tranquilidad que estaba lejos de sentir.
Detuvo el vehículo frente a un edificio enorme, en una plaza de aparcamiento en batería, con manchas de sangre en el asfalto, en la que cuadró el coche a la perfección. Al lado se hallaba aparcado otro todoterreno. Sin duda lo había conducido hasta allí Evan.
Me apeé y me asomé al interior. El asiento del conductor presentaba manchas de sangre en el reposacabezas. Pasé los dedos por encima: eran frescas. Mi hermano sangraba.
—¿Esto es?
—Es todo lo cerca que podemos ir con el coche. Se accede con vehículo por la pared opuesta pero ahora sería imposible llegar.
—¿Y cuál es la entrada a los archivos?
—La Puerta Sin Nombre está al otro lado, es enorme, de madera maciza, en la esquina Noreste de la plaza. En teoría los archivos y el bunker secreto transcurren por debajo de los aparcamientos hasta llegar a los subterráneos de la Plaza de la Piña. Nunca he estado ahí debajo, poca gente ha estado.
—Vale, buscaré esa entrada ¿Sabes quién es Kool? —el joven se puso tenso y asintió con temor— necesito que lo busques, irá al Palacio de la Gobernación. Cuando lo encuentres condúcelo aquí, que venga con refuerzos y armamento ¿Has entendido?
El joven asintió de nuevo.
—Gracias. Ahora ve, rápido.
Vi como el vehículo se alejaba. Si estaba en lo cierto, mi hermano me mostraría el camino de alguna forma. No tardé en encontrar la puerta que había usado, se hallaba ligeramente entreabierta, la cerradura reventada. Encaré el fusil y la atravesé. Dentro de ese edificio olía a humedad, a aceite rancio, a viejo, a sangre. Mi hermano podría estar agazapado en cualquier sitio, detrás de cualquier mueble. Era posible, pero no lo creía probable. De haber querido tenderme una trampa podría haberlo hecho en el laboratorio. No, buscaba otra cosa. Avancé con precaución en cualquie caso. Al fondo se adivinaba la salida anunciada por la luz que se colaba por las ventanas. Caminé en linea recta, directo a la luz. La iluminación fue decayendo en la parte central del edificio pero no tardó en regresar conforme avanzaba.
Salí a la plaza. En el centro geométrico se veía una fuente ahora completamente seca. Conté más de una docena de vehículos estacionados perfectamente dentro de las lineas que delimitaban cada plaza de aparcamiento. En el asfalto se apreciaban manchas de sangre y restos biológicos. No había cadáveres, tampoco zombis; lo habían limpiado, como el resto de la Ciudad del Vaticano.
Esquina Noreste. Aceleré el paso hacia allí. La Puerta Sin Nombre. Una creciente tensión fue atenazándome el estómago para ir luego desplazándose hasta mi garganta. En la hoja derecha de la enorme puerta de madera maciza colgaba un papel. En el centro, con unos trazos que conocía cuatro palabras:
“…papi ven a buscarme…”
Había usado sangre. Creo que por primera vez desde que había despertado en el CNI, sentía… miedo, no por mí. Bajé la mirada. Mis manos temblaban. Abrí y cerré el puño varias veces. Inspiré profundamente. Necesitaba estar concentrado. Tenía que dar lo mejor de mí.
Empujé la puerta. El dibujo se desprendió y cayó al suelo suavemente. La hoja se abrió por completo sin dificultad, tan solo produjo un leve chirrido. Al contrario que la anterior la cerradura no estaba forzada. Evan tenía la llave de la entrada a los Archivos Secretos del Vaticano.
Atravesé la entrada. Enseguida comprendí que debía haber cogido una linterna. La oscuridad en el interior era casi total. La bóveda donde descansan los Archivos Secretos constaba de dos pisos. Esos recuerdos afloraron sin más, sin saber de dónde los había obtenido. La situación no era buena. Mi desventaja era total. Mi hermano contaba con un rehén y podría estar agazapado en cualquier rincón oscuro. Dentro hacía calor, sentía como mi piel se iba perlando de sudor.
El olor en el interior era agradable, a papel viejo, a periódico guardado mucho tiempo. Avancé pegado a la pared, rozándola. Si había dos plantas habría ascensores y escaleras.
Alcancé una puerta. Era lisa, no podía precisar su color. No estaba cerrada del todo. Algo lo impedía. Me agaché y recogí el objeto. Se trataba de un zapato. Era un zapato de la niña, de Sandra. Una vez más mi hermano me señalaba el camino. Quería que lo encontrase.
Abrí por completo pero no atravesé la puerta. Lo más prudente sería aguardar la llegada de Kool, de Shania, pero sabía que si hacía eso la niña moriría, mi hermano la mataría.
Avancé un par de pasos. La oscuridad era total. Estuve a punto de rodar escaleras abajo. Logré agarrarme a una barandilla metálica que tintineó al ser golpeada por el fusil.
Me recompuse y fui descendiendo. Mientras me mantuviese pegado a la pared no tendría problemas aun estando completamente a oscuras. Llegué hasta un primer rellano. Tanteé la pared. Las escaleras continuaban descendiendo. Si mi recuerdo era correcto, un piso más. La duda era si continuar bajando o adentrarme en la primera planta. No había indicación alguna. Evan había ido marcándome el camino cuando quería que cambiase de dirección. Ahí no había nada. Continué bajando.
Tras acabar el último tramo de escalera me encontré con una nueva puerta. También estaba entreabierta. Me agaché a recoger lo que impedía que se cerrase sabiendo lo que me iba a encontrar: el segundo zapato de la niña.
Me adentré varios pasos siempre tocando la pared. El aire era más denso, la concentración de oxígeno no era adecuada, costaba respirar y hacía calor, más que en la primera planta. Sentí correr las gotas de sudor por la espalda. Esa elevada temperatura no debía ser buena para la conservación de los pergaminos y antiguos documentos que se decía permanecían custodiados en esas bóvedas.
A los pocos metros me encontré con un espacio amplio. Lo recorrí sin apartarme de la pared. Rodeé armarios, tiré al suelo un ropero con prendas todavía colgadas en él. Algo llamó mi atención. Una débil lucecilla roja parecía latir en el aire. Me fui acercando hasta tropezar con una mesa. Sobre ella un ratón óptico parecía aguardar el regreso de su dueño. Al cogerlo latió una vez más y se apagó definitivamente. Lo dejé en su sitio y seguí adelante. Me adentré en un pasillo. Avanzaba al tacto. Sentía estanterías a un lado y otro. El olor del papel viejo era más intenso. Lamenté de nuevo no disponer de ninguna luz que me permitiese ver alguno de esos tesoros.
Caminé sin desviarme hasta llegar a una bifurcación. Podía continuar recto o girar a la derecha. El leve resplandor que percibí al fondo resolvió mis dudas.
Conforme avanzaba hacia esa luz mi corazón se aceleraba. Presentía que el final estaba cerca. Por fin llegué a la luz. El resplandor se colaba por todos los lados de la puerta formando una “C” blanca. Un antiguo códice en posición vertical impedía que la puerta se cerrase. Abrí lentamente. La brillante luz atacó mis pupilas. Mis ojos tardaron en acostumbrarse.
Allí estaba. Entre filas de estanterías de madera. Sentado en una silla. Con la pequeña a caballo en una de sus rodillas. El menudo cuerpo de la niña apenas ocultaba el suyo. Sonreía. Mi hermano sonreía.
—Por fin. Has tardado demasiado. Empezaba a dudar de tu capacidad.
—Estaba oscuro.
—Mea culpa. Debí dejarte un aviso para que cogieses una linterna.
Avancé un par de pasos, despacio, arrastrando los pies, el fusil encarado apuntando a la cabeza de mi hermano. La puerta se cerró a mi espalda. Podría acertarle entre los ojos sin dificultad.
—Vale.
Me detuve.
—Ahí estás bien. Junto a ti hay una silla, toma asiento.
Hice intención de seguir pero me detuve al ver asomar la pistola por detrás de la cabeza de la niña.
—No, no, no. He dicho que te sientes. Deja tu arma en el suelo y siéntate.
Ahí estaba otra vez, el eterno dilema, la maldita decisión. Pero esta vez era diferente. No tenía que elegir, no pretendía salir vivo de ahí, tan solo quería salvar a la niña. Continué de pie, apuntando a la cabeza de mi hermano.
—Sí. Podrías hacerlo, sin duda. Lo sé porque yo también podría. No tendrías dificultad alguna en volarme la cabeza. Pero los dos sabemos también que los sesos de la cría me acompañarían —movió un poco el cañón del arma para recordarme dónde descansaba— repito: deja tu arma en el suelo, empújala hacia mí y toma asiento.
Observé el lugar en el que me encontraba. Al contrario que el recorrido anterior estaba perfectamente iluminado. La luz parecía salir del techo, no se veían bombillas, fluorescentes o halógenos, simplemente la luz daba la impresión de emerger de ninguna parte. Mientras estudiaba el entorno valoraba mis posibilidades, ponderaba todas las opciones. Siempre llegaba al mismo resultado: Sandra moría.
—Vale, ya has tenido suficiente tiempo para valorar todas las alternativas. No hay escenario positivo. Sabes como va a terminar esto.
—¿Por qué este sitio? —Mi pregunta pareció sorprenderlo— ¿Por qué en este preciso lugar? ¿Por qué no en el laboratorio, o en la plaza?
—Lo sabrás a su debido tiempo. Ahora tira el arma de una puta vez.
Se incorporó, sostuvo a la niña por el cuello, asfixiándola ocultando su cabeza tras su pequeño cuerpo. La pistola apretada contra su nuca. La cría abrió la boca en busca de aire, sus manos volaron hacia la garra que la ahogaba. Ahora el tiro no era claro. La niña empezó a convulsionar; se asfixiaba. Sus piernas se movían descoordinadas. Sus dedos buscaban la cara de mi hermano.
—¡Vale! —me agaché y deposité el fusil en el suelo.
El cuerpo de la niña se retorcía, su rostro estaba completamente congestionado. Empujé al arma con el pie hacia mi hermano y me senté con rapidez en la silla.
La garra se aflojó y la pequeña aspiró aire con fuerza, con ansia, como si temiese volver a quedarse sin él. Sus mejillas iban recuperando su color habitual. Mi hermano volvió a acomodarse hasta adoptar la misma posición en que lo encontré.
—Vaya, confieso que había llegado a pensar que ibas a dejar que la niña muriese.
La pequeña llevó las manos a su cuello y masajeó su garganta. El rostro reflejaba la misma indiferencia por todo que ya había visto en ella.
—Bien. Aquí estamos. Supongo que si has llegado hasta aquí es porque la pequeña escaramuza de la Capilla ha fracasado ¿Cómo terminó, los salvaste a todos? ¿Cuántos murieron?
—Solo tus mercenarias asesinas.
—Ya. Era de esperar.
Observé el paño que se cubría de rojo por momentos alrededor de su cuello.
—Esa sangre nos confundió. Llevabas chaleco pero tu pecho se cubrió de sangre.
La expresión de mi hermano se había endurecido. La cicatriz de su barbilla se hacía más patente.
—Me dejaste allí tirado —sus dedos volvieron a cerrarse en torno al delgado cuello de la niña— como un maltdito perro.
—Yo no te disparé.
—No, lo que hiciste fue mucho peor, me abandonaste moribundo, ni siquiera te aseguraste de haber acabado conmigo —hablaba arrastrando las palabras, sus dedos continuaban apretando. El rostro de la niña volvía a sonrojarse— es de primero de asesino joder, nunca avances sin comprobar haber terminado con tus enemigos —su tono ahora había cambiado, era burlón, sus dedos se relajaron, la niña pudo vovlver a llenar sus pulmones.
—Deja que la niña se vaya, esto es algo entre tú y yo.
—Cállate. La niña no es relevante, ya está muerta.
Un ligero estremecimiento sacudió el cuerpo de la pequeña, nada más, su expresión no cambió.
—¿Qué quieres?
Evan sonrió. Acarició el pelo de la niña con la mano libre.
—Te quiero a ti. Quiero que mi hermano vuelva. Quiero que volvamos a ser las personas que éramos. Inseparables. Formando un equipo perfecto.
—Eso no es cierto. Solo te preocupas de ti mismo.
—Todo lo que he hecho ha sido por ti, para recuperarte.
—No es verdad.
—¿No? Movilicé la mitad de los recursos de que disponía la Organización para localizarte, para mantenerte con vida. Y la otra mitad para que la cría sobreviviese —hablaba de la niña como si no estuviese en la misma habitación, como si ya estuviera muerta— no te atrevas a decirme que miento.
—Mientes. Solo querías recuperar los dos componentes de la vacuna. Por eso me fuiste dirigiendo hacia ella, por eso la mantuviste con vida.
—Eso no es exacto. La utilicé para que tú llegaras a mí, pero solo porque tu puto cerebro había creado la necesidad de salvarla.
—Pues ya estoy aquí. Ya estamos los dos juntos. Déjala marchar. Ya no es necesaria. Tienes el vial con la vacuna. Déjala ir.
—¿Sabes? —Se recostó contra el respaldo de la silla— lo tenemos todo joder. Estamos juntos de nuevo. Podemos hacer lo que queramos. Las leyes, la moral, nunca fueron algo que nos preocupasen. Pero ahora, ahora sencillamente son algo inexistente. No hay gobiernos, no hay ley, son inexistentes —repitió— nosotros podemos imponer un nuevo orden. Piénsalo. Lo tenemos todo a favor. Poseemos la capacidad suficiente, la determinación necesaria. Juntos somos invencibles.
—Ya disponías de todo eso sin mí. Has mantenido subyugadas a cientos de personas, te comportas como un tirano con tú Unidad…
—No te atrevas a darme lecciones de ética o de moral, tú y yo somos iguales, siempre lo hemos sido. He hecho lo necesario ¿Cuánto crees que habrían sobrevivido estas personas sin mí?
—Asesinaste a lo que quedaba de la Guardia Suiza.
—Y lo volvería a hacer. Y si tú fueses tú mismo lo harías también. Las personas son complicadas, necesitan que alguien les diga lo que tienen que hacer y más aún en estas circunstancias. Cuando tomamos el Vaticano los zombis campaban a sus anchas por suelo sagrado. Ahora este sitio es un “santuario”, un lugar seguro ¿De verdad piensas que habría sido posible sin disciplina, sin tomar decisiones valientes?
Mi cabeza no dejaba de dar vueltas. En parte sabía que lo que mi hermano decía era verdad, de alguna forma lo sabía pero…
—Todavía podemos hacerlo. Estamos juntos. Podemos hacerlo.
La cabeza amenazaba con estallarme. Masajeé mis sienes, mi nuca.
—Apenas te quedan soldados, están casi todos muertos.
—Da igual. Entrenaremos a otros, ya lo hemos hecho antes. Te lo he dicho, juntos lo podemos todo, lo que sea. Ahora disponemos de una vacuna. Usaremos la Ciudad Santa como base de partida y desde aquí iremos reconquistando Roma, limpiándola de zombis. Seremos los jefes, los reyes, no, seremos los nuevos dioses. Tú y yo.
Sabía que lo que estaba escuchando era una locura pero también sabía que toda la gente que malvivía entre los muros vaticanos nunca podrían sobrevivir por su cuenta.
—¿Qué pasaría con Shania, con Caronte, Kool, con mis amigos?
—Te lo dije la primera vez que nos vimos: tú decides qué quieres hacer con ellos, si quieres que vivan vivirán, si quieres que mueran morirán, tú decides.
La pequeña me observaba con el ceño fruncido. Su mirada ahora despedía odio, era muy pequeña pero todo lo que había vivido la había obligado a madurar.
—Vale, de acuerdo. Ninguno de ellos morirá. Cambiaremos las condiciones de vida de los civiles.
—Como quieras.
Me puse en pie.
—De acuerdo, deja que se vaya la niña, ya no la necesitamos.
Mi hermano no se movió.
—Evan…
Se incorporó y empujó el fusil hacia mí.
—Hay una última cosa. Trataste de engañarme. Intentaste matarme dos veces. Las reglas han cambiado.
—¿De qué hablas?
—Te lo dije cuando entraste en esta habitación. La niña ya está muerta… y la vas a matar tú. Recoge el fusil y vuélale la cabeza. Sé que puedes hacerlo. No sufrirá… si no quieres.
Sentí toda la habitación girar a mi alrededor. La mirada de la niña volvía a reflejar indiferencia, resignación. Mi hermano colocó un pie sobre la silla y sentó a la pequeña en su rodilla. Hizo bajar el cañón de la pistola hasta la mitad de su espalda.
Me agaché y recogí el fusil. Mis manos temblaban. Apunté el arma. La frente de la niña cobró forma al otro lado de la mira. Su semblante no había cambiado pero sus labios dibujaron una palabra:
“dispara”
Cerró los ojos. Esperaba la muerte con serenidad. Desplacé levemente el arma. Ahora era el rostro de mi hermano el destino de las balas. Vi como elevaba de nuevo la pistola y volvía a colocarla en la nuca de la niña.
“…la niña ya está muerta…”
“…la niña ya está muerta…”
“…la niña ya está muerta…”
—No puedo —bajé el arma— no puedo matarla, es solo una niña, ya le he hecho bastante daño. Haré lo que quieras pero no eso. En realidad lo único que me importa es que ella viva. Podría matarte pero ella caería también y, lo cierto es que, tampoco quiero matar a mi propio hermano. Apenas te conozco pero se positivamente que no soy mejor que tú. No quiero pero esta vez, además, tampoco puedo. No lo haré.
Mi hermano volvió a bajar la pistola. Su rostro era una máscara inexpresiva.
“BANG”
La bala atravesó a la niña y se incrustó en mi pecho, encima del corazón. Apenas había sentido el impacto. Bajé la vista y vi la mancha de sangre crecer rápidamente. Luego miré a la niña. Su costado izquierdo se teñía de sangre con rapidez. Mis rodillas fallaron y caí al suelo. Mi hermano depositó con extrema delicadeza el cuerpo de Sandra sobre el suelo. Vi como sacaba algo de un bolsillo. Unas esposas, las que faltaban en el laboratorio. Le colocó una a la niña en una pierna y la esposó a una viga metálica. Luego se levantó, recogió el fusil que había escapado de mis manos en algún momento y se apartó unos metros.
—La bala ha atravesado el bazo. Como sabes es un órgano que sangra en extremo. Necesita atención médica urgente y, mientras le llega, se debe oprimir con fuerza la herida, así se ralentiza la hemorragia.
Me arrastré hasta la niña y apreté con fuerza los dos orificios de bala. Al momento sentí como la sangre abandonaba mi cuerpo con más rapidez.
—¡LUCA! ¡LUCA!
Se escuchaban pasos al otro lado de la puerta. El chico lo había hecho bien. Había localizado a Kool y le había traido hasta allí.
—Luca ¿Estás ahí? —Era Shania. Golpeaba la puerta.
—Siií —temí que mi voz no hubiera sido lo suficientemente fuerte.
—Está ahí dentro. Hay que abrir esa puerta.
—Aparta.
Una ráfaga impactó contra la puerta. Mi hermano se reía.
—Es blindada. Les llevará algún tiempo forzarla. No creo que lleguen a tiempo. No si decides salvarla a ella en vez de tratar de detener tu propia hemorragia.
—¿Por qué, por qué has tenido que hacerlo? No era necesario. Aún puedes enmendarlo. Abre la puerta. Te prometo que no dejaré que te maten.
—Joder. Qué huevos tienes. Estás malherido, la sangre terminará inundando tus pulmones. No puedes dejar de oprimir las heridas de la mocosa o morirá y te permites ofrecerme el perdón.
—Estás atrapado. Puede que tarden en entrar, puede que cuando lo hagan ya hayamos muerto pero lo harán y te matarán. Todavía puedes ponerle fin.
Miré a la niña. Su piel perdía color con rapidez. Bajo ella crecía el charco de sangre. Sentía en mis manos la viscosidad y el calor de su sangre, un fluido de vida que se le escapaba. Apreté con más fuerza. Alrgué la mano hacia la estantería más cercana y tiré del lomo de dos códices. Abrí uno y lo coloqué bajo la pequeña. La sangre comenzó a empapar los pergaminos. El otro lo coloqué por encima y volví a apretar con todas las fuerzas que me quedaban.
Mi hermano rió.
—Si los expertos del Vaticano vieran lo que estás haciendo con sus jodidos tesoros —soltó varias carcajadas— verás, cuando atravesaste esa puerta me preguntaste por qué aquí, por qué no en el laboratorio o en cualquier otro sitio. Ahora puedo contestarte. De alguna forma sabía que esto iba a pasar. Sabía que volverías a traicionarme una vez más, la tercera, mira, como a Jesús lo negó Pedro, tres veces —volvió a reír— pues verás, lo cierto es que este lugar… es mágico.
—Estás loco.
Continuaba apretado los escritos contra las heridas de la chica. La sangre seguía fluyendo, lenta pero inexorablemente. También la mía. Mi vista se nublaba, comenzaba a sentirme mareado, mi respiración se tornaba lenta. Escuchaba la voz de mi hermano distorsionada, y los gritos y sonidos del otro lado de la puerta demasiado lejanos.
—En el tiempo que llevo en el Vaticano pasé muchas horas con Beny —no entendía de lo que hablaba— Beny, Benedicto, el Papa. Me contó muchas cosas, me desveló muchos secretos. Lástima que le diese por ofrecerle la mano para que besase el anillo a un puto zombi. Pasamos en este lugar muchas horas —las luces se apagaron para encenderse al instante— el generador está a punto de detenerse, apenas le queda combustible.
—No tienes dónde ir. Abre… la puerta.
—Ábrela tú. Pero claro, si lo haces la cría se desangrará.
Sentía que apretaba con menos fuerza. El rostro de la niña había perdido todo el color.
—Te juro… que te… mataré. No quería hacerlo… pero lo haré.
—No. Eso no pasará. Te mueres, no te queda mucho.
Los golpes y los gritos fuera arreciaban.
—Pero te diré lo que sí va a pasar. En quince días regresaré. Acabaré con todos y comenzaré de nuevo. Lástima que no puedas verlo.
—No… tienes a… nadie, todos… te han… abandonado.
Me costaba horrores pronunciar cada palabra. La imagen de mi hermano se nublaba, se desvanecía, abrí y cerré los ojos y… ya no estaba. Lo busqué pero había desaparecido. La puerta seguía cerrada. Recordé lo que había dicho antes:
“…este lugar es mágico…”
La niña tosió. Los intentos por abrir la puerta se incrementaban. Sentía que las fuerzas me abandonaban, iba a perder el sentido. Dejé de apretar con las manos. Me tendí sobre ella y coloqué mi cadera sobre su herida, era lo único que podía hacer ya. La pequeña emitió un último grito de dolor.
—Lo siento, de verdad, lo siento… todo.