Caminábamos despacio, mientras Adam iba ayudando a Mariano, Thais había cogido en brazos a Mia, Giulia no soltaba la mano de Jorge, los críos que formaban el grupo de Clémentine se desplazaban con soltura, saltando entre los obstáculos que se encontraban en el camino, haciéndolos suyos para avanzar. Pasaban junto a los zombis esquivándolos, como si todo formase parte de un juego: esquivar a los zombis.
—Amos dice que no hay que enfrentarse a los zombis, no podríamos con ellos, los esquivamos, les enseño a caminar sin miedo, no ha sido fácil. El más pequeño, Toni, es sordo.
Observé al chico que se refería, no dejaba de mirar en todas direcciones, era el que más se movía, el que más se preocupaba de su entorno y todo ello sin perder de vista a la chica.
—Has hecho un buen trabajo.
—¿Cómo te llamas?
—Luca —respondí cada vez más convencido de que ese era mi nombre real.
—¿Quién es esa niña, Sandra, la niña que vas a buscar?
—Es… antes creía… que era mi hija, ahora… ahora solo es alguien a quien he prometido poner a salvo.
La chica se detuvo y me miró
—¿Creías? ¿No sabes si es tu hija?
—La curiosidad mató al gato —pasó Shania de largo.
—Ella no me gusta.
—A veces a mí tampoco —coincidí.
—Mientes, en realidad no puedes vivir sin mí —gritó varios pasos por delante.
La chica seguía esperando una respuesta.
—No recuerdo mi pasado, nada, casi nada —corregí.
La rodeé y seguí avanzando.
—¿Desde cuándo?
—¿Desde cuándo qué?
—No recuerdas.
—Desde que desperté en… Julio, en Madrid.
No sabía por qué respondía a las preguntas de la chica pero no solo la necesitaba para encontrar a Amos, lo cierto era que me caía bien.
Pareció satisfecha y continuó caminando.
Cuando llegamos a la Piazza Navona la chica se detuvo y nos llamó.
—El Refugio está en aquel edificio, la Embajada de Brasil, era un palacio, el Palacio Pamphili —se encontraba en la otra punta de la plaza.
Atravesamos toda la plaza pasando junto a tres fuentes, la última delante de la propia Embajada. Me pareció que la chica se alejaba de ellas, tardaría tiempo en olvidar la aventura en la Fuente de los Tritones.
Observé el edificio, era imponente. Todas las ventanas de la planta baja, las que daban a la plaza estaban tapiadas por fuera con planchas de acero, soldadas, lo mismo que la puerta. En el primer piso todavía ondeaba la enseña del país, envejecida, medio rota, testimonio inútil de una civilización que ya no existía.
—¿Cómo vamos a entrar? Está todo tapiado ¿No pensarás que escalemos verdad? —Shania también se había dado cuenta.
—Se accede por el subterráneo.
La chica se volvió hacia la Embajada pero no avanzó, no se movió, parecía estar pensando algo, tal vez si hacía bien en llevarnos hasta Amos.
—Bajo toda esta plaza hay ruinas, ruinas romanas, de la época de Roma, de los césares —aclaró antes de que Shania soltase alguna otra impertinencia— bajo la Piazza Navona se encuentra el Estadio Domiziano.
La chica hizo una pausa esperando algún comentario, como nadie dijo nada continuó.
—El Estadio se construyó en el año 85 y se restauró en el siglo III. En él se celebraban algunos juegos de la época, los juegos griegos creo. Su orientación era Norte Sur, al igual que la actual plaza. Aún se conservan algunos restos de la antigua estructura al Norte de la plaza. Durante la Edad Media se empezaron a construir edificios encima. La plaza tiene una forma alargada, la misma que la pista del Estadio de Domiciano, los edificios de alrededor se levantan en lo que eran las gradas del antiguo Estadio…
—¿Vas a darnos una puta lección de historia?
Clémentine se sobresaltó.
—No —respondió irritada por la nueva interrupción de Shania.
—Quieres decir que entraremos por alguna entrada subterránea ¿No?
—Eso es —se dirigió a Shania.
—Pues vamos de una vez.
—Antes os dije que en el refugio no había armas pero lo cierto es que no hay armas de fuego —matizó.
—Ahora adivinanzas…
—Explícate de una vez Clémentine, di lo que tengas que decir.
—Será mejor que lo veáis vosotros mismos.
Rodeamos el edificio, la calle que seguimos nos condujo a una nueva plaza, la Piazza de Pasquino.
—Es por aquí —Clémentine giró a la derecha y se adelantó unos pasos.
Mariano continuó recto, hasta detenerse frente a una estatua. Se acercó a ella y acarició las hojas pegadas a la piedra, el agua y el viento las habían erosionado y las líneas de tinta corrida apenas permitían deducir palabras aisladas. Thais e Iván fueron tras él. El chico tuvo que sujetarlo, se tambaleaba y no dejaba de llorar.
—Espera —llamé a la chica.
Todos los críos rodearon al abuelo, Adam y Giulia se acercaron también.
—¿Qué le pasa? —Preguntó en italiano la pequeña Eva.
Ayudé al abuelo a incorporarse, su desconsuelo no cesaba.
—Son estatuas parlantes —señalé a la escultura de piedra, que mostraba la figura de un hombre, mutilada por el paso de los años, sujetando a otra persona de la que solo se conservaba el torso— en el siglo XVI un sastre llamado Pasquino ingenió un modo de protestar de manera anónima contra los gobernantes. Redactaba escritos reivindicativos y pegaba los pasquines en la estatua, de modo que fuese esta la que expresase sus quejas. Pronto la gente copió su idea y el resto de estatuas parlantes de Roma, hay cinco, se llenaron también de papeles que los ciudadanos romanos adherían a la roca para expresar sus quejas y peticiones a los dirigentes. Esta práctica perdura hoy en día y se exportó a varios países, pero creo que al abuelo simplemente le han recordado las manifestaciones espontaneas de la Plaza de Mayo donde también se pegaban carteles y fotos de los desaparecidos.
El anciano se giró y se abrazó a mí.
—Creía que no recordabas nada —observó Clémentine.
—Hay cosas que… desde que he llegado a esta ciudad mis recuerdos surgen de cualquier sitio, un lugar, un olor, un sonido. Roma aviva mis recuerdos, no sé quién soy, no recuerdo mi pasado pero determinada información, simplemente, se me revela.
—Precioso, pero deberíamos ir donde quiera que vayamos, vienen invitados.
Shania disparó sobre tres zombis que se aproximaban. Sus cabezas reventaron y sus cuerpos se estrellaron contra el suelo con sonidos sordos. Tras los disparos se dobló sobre sí misma.
—¿Estás bien?
—Que sí joder, vamos ya.
Se incorporó con dificultad sin llegar a enderezarse del todo y reemprendió el paso.
Clémentine volvió a colocarse en cabeza y, pegada a la pared de la parte de atrás del Palacio, avanzó hasta una zona en la que un andamio cubierto de lonas que alcanzaba el primer piso, hizo que se detuviese. Shania y yo nos acercamos. Tras las lonas y bajo el andamio encontramos una puerta de gruesos barrotes de hierro oxidado. La oscuridad de la noche no dejaba adivinar el interior, la puerta permanecía asegurada con un enorme candado de acero que evidenciaba una colocación posterior.
—¿Qué hacemos aquí?
Shania se acercó a la puerta cogió los barrotes con las manos y pegó la cara intentando ver algo del interior. La cara del zombi apareció antes que llegase su gruñido, sus manos agarraron las de Shania, se desequilibró, dio un fuerte tirón para escapar de la presa de los dedos descarnados que la sujetaban y se precipitó al suelo de espaldas.
—¡Joder!
Se retorció en el suelo y se incorporó protegiéndose el pecho. Se acercó de nuevo a la puerta y encaró el fusil.
—¡NO! —Clémentine se interpuso entre el arma y la puerta enrejada.
Al otro lado de los barrotes los zombis se fueron agolpando gruñendo y gritando, asomando sus brazos en un intento de alcanzarnos. Los esfuerzos que hacían les llevaban a intentar atravesar los barrotes, la piel y la carne de la cabeza y de los rostros parecía despegarse.
—Os dije que no teníamos armas de fuego. Ellos son nuestras armas. Los zombis son los guardianes de la entrada. Ellos nos protegen de otros zombis y de los soldados del Vaticano y… de vosotros si no quisiéramos que pasaseis.
—Aparta, voy a acabar con todos esos putos zombis —Shania empujó a la chica y se dispuso a disparar.
—Para Shania —sujeté el cañón y la obligué a bajar el arma— su refugio; sus reglas.
—Y cómo coño vamos a entrar ahí.
Me volví hacia la chica esperando una respuesta también.
—Eva —llamó.
La cría más menuda de su grupo se acercó a nosotros y a una señal de la chica comenzó a trepar por el andamio. Avanzó un par de metros a lo largo de él y desapareció de nuestra vista.
—¿Qué has hecho? No puedes meter a la niña ahí —Thais se había encarado con Clémentine.
La jovencita no parecía haber comprendido muy bien las palabras de Thais pero explicó.
—Eva se desplazará sobre una tubería de ventilación, luego los zombis se apartarán y volverá con la llave del candado.
Shania y yo cruzamos la mirada, supe que a ambos nos había asaltado el recuerdo de nuestra agobiante huida por el interior de los conductos de ventilación en la Base de Dajla. En aquella ocasión el paseo no terminó bien. La estructura cedió y acabamos cayendo al interior de un sótano repleto de zombis. Estuvimos a punto de no conseguir salir, solo la ayuda de Will nos permitió escapar. Will, que probablemente continuase en su crucero eterno por el mediterráneo.
—No voy a entrar ahí con un centenar de zombis, es una estupidez.
Los zombis seguían gritando y gruñendo, arrancando la piel y la carne de sus rostros al intentar introducir sus cabezas entre los barrotes de hierro, el olor que escapaba hacia fuera resultaba insoportable.
Cogí una linterna de la mochila y trepé al andamio seguido de Clémentine. Me asomé por el hueco por el que había entrado la pequeña, era un ventanuco de dimensiones muy reducidas, solo los críos, Thais y puede que Iván, lograsen colarse, el resto no podríamos. A unos tres metros se distinguía a la niña. Avanzaba gateando sobre el conducto de ventilación. Sujetaba entre sus dientes la linterna que iba iluminando su camino. Abajo, los zombis, excitados por los sonidos que provocaba y por los continuos movimientos de la luz que proyectaba la linterna, alzaban los brazos hacia ella intentando encontrar la oportunidad de alcanzarla.
La niña avanzaba despacio pero sin detenerse. Abajo, uno de los zombis emitió un gruñido inesperado, más elevado que los del resto. El grito asustó a la cría y la linterna escapó de su boca. Cayó sobre la estructura metálica y rodó hasta terminar en el suelo. Dejamos de ver a la niña, sus gritos de pánico arreciaron y la luz de la linterna no tardó en desaparecer bajo los pies de multitud de zombis que la pisotearon.
—Tranquila, tranquila…Eva ¿Verdad? Tranquila —iluminé el trozo de conducto recorrido que la separaba de nosotros.
La niña se encontraba completamente tumbada intentando abrazar la estructura, no dejaba de llorar y balbucear sonidos indescifrables.
—Jorge —llamé.
—Yo iré —se acercó Clémentine.
—No, no sabemos si aguantará la estructura. Jorge lo hará.
—Somos casi del mismo tamaño.
—Jorge lo hará —insistí.
—No sabrá qué hacer.
—La chica se lo dirá, tienen que avanzar los dos —di por terminada la discusión.
Jorge subió con la linterna de Shania.
—No la pierdas ¿Llevas la pistola? —Se giró y me la enseñó en su pantalón— la niña te dirá qué hacer.
—Es un recorrido de más de cincuenta metros sobre los conductos.
—Pero qué tamaño tiene ese sótano.
—Es enorme, está en estado de abandono, las autoridades romanas no dejan, dejaban, que continuasen con la reforma a los propietarios del Palacio. Cuando aparecieron las ruinas del Estadio todo se paralizó, esta obra y otras, ahora ya no permiten, no permitían, ningún tipo de excavación si no era previamente autorizada por Patrimonio.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Francesca —respondió la chica.
—Jorge —llamé cuando ya se disponía a entrar en el conducto— una vez ahí dentro poco podremos hacer para ayudarte.
El chico asintió y desapareció arrastrándose detrás de la luz que sostenía.
—Si surgen problemas acabaremos con todos los zombis sí o sí —advertí.
La chica asintió.
@@@
Jorge avanzaba a gatas. Apenas tardó en llegar al sitio en el que se encontraba la niña. La pequeña sollozaba completamente abrazada al conducto metálico aunque sin llegar a abarcarlo. La iluminó con la linterna para comprobar que estuviese bien, luego dirigió la luz hacia adelante, tuvo un estremecimiento, no llegaba a verse el final. No hacía calor pero en ese instante fue consciente de que estaba comenzando a sudar.
Alumbró hacia abajo. Los rostros desencajados de los zombis le sobresaltaron aún más. Sintió que su corazón se aceleraba, estaba hiperventilando. En ese momento algo le rozó. Saltó hacia atrás quedando sentado. La linterna escapó de su mano y cayó sobre el conducto. El “clinc” se escuchó sobre los gritos de los zombis, o eso le pareció al chico. La linterna rebotó y se dirigió hacia un lado, iba a caer sobre los muertos. Jorge la veía alejarse incapaz de alcanzarla. La linterna se quedó un instante suspendida en el aire y luego giró, el haz de luz se dirigió a su cara, y bajó hasta posarse en el conducto. Cuando sus pupilas volvieron a adaptarse a la luminosidad existente comprendió que la niña había recogido la linterna antes de caer, ahora se la tendía para que la volviese a coger él. Estuvo tentado de decirle que sería mejor que la llevase ella, que le temblaba todo el cuerpo, pero era su misión, él era la misión de rescate, él era el mayor, ella solo una niña demasiado pequeña.
—¿Va todo bien?
De la entrada escuchó la voz del sargento. Cogió la linterna agradeciendo con un gesto a la niña su intervención.
—Sí —intentó que su voz sonase lo más serena que pudo.
—Vamos, ves tú delante, despacio, yo iré alumbrando el camino.
La niña permaneció inmóvil. Recordó que era italiana, seguramente no había entendido una palabra de lo que había dicho. Cuando buscaba las palabras para decírselo en ingles la pequeña se dio la vuelta lentamente y comenzó a avanzar de nuevo.
Gateaba a buen ritmo detrás de la niña, ya no había rastro de nerviosismo, había dejado de hiperventilar y sus pulsaciones se habían normalizado. Sonrió pensando que Shania estaría orgullosa cuando se lo contase pero luego desechó rápido la idea, mejor no decirle nada, primero se reiría a costa suya.
La luz iluminó una viga, Jorge sonrió, lo iban a conseguir, habían llegado al final. Cuando la alcanzaron la alegría se esfumó, la niña se encaramó sobre ella y pasó al otro lado, los conductos continuaban. Avisó a la niña y luego se guardó la linterna para que no se le cayese al saltar la viga que atravesaba su paso.
La pequeña se movía con más soltura, estaba claro que no era la primera vez que recorría ese camino y el hecho de ir con alguien probablemente la tranquilizaba. Sonrió al pensar que él tranquilizaba a la niña.
Al mover la linterna para avanzar vislumbró una pared, iluminó alrededor, ahora sí que estaban llegando al final. Notó que la niña iba más rápido, gateaba a toda prisa. Alcanzó la pared y se puso en pie, Jorge se sobresaltó, cuando iba a gritarle que se sentase de nuevo la niña se volvió hacia él sonriendo. Se le acercó despacio y le cogió la linterna. Al momento varias luces a lo largo de todo ese subterráneo se iluminaron, no era una luz muy potente pero les permitió observar como los zombis se iban desplazando hacia las esquinas y hacia la pared de la izquierda según habían avanzado. Los muertos dejaban de chillar y, simplemente, se concentraban en torno a determinados puntos.
La cría esperó un par de minutos para que todos los zombis se apartasen y luego volvió a ponerse en pie y caminó con soltura hacia la pared. Cuando la alcanzó le cogió la linterna a Jorge y dirigió la luz hacia abajo. Le estaba mostrando los puntos que debía usar para descender al suelo. El sudor frío regresó y el pulso volvió a acelerársele. Iban a descender al suelo, estarían rodeados de zombis en un espacio cerrado con solo una pistola con quince balas. Por mucha prisa que se diesen Shania y el sargento no llegarían a tiempo de ayudarle si algo iba mal.
La niña le silbó desde abajo para que bajase. A Jorge se le erizó la piel al ver como uno de los zombis giraba la cabeza buscando el lugar de procedencia del silbido. Empuñó con torpeza el arma y apuntó. La cría volvió la cabeza a ver lo que pasaba; un zombi la observaba, retrocedió un paso y le indicó moviendo lentamente la cabeza a Jorge que no disparase. Jorge intentó minimizar el movimiento del arma sujetándola con las dos manos, el cuerpo del zombi entraba y salía de la línea de tiro, temblando así no le daría. No hizo falta, el zombi recuperó la atención por lo que quiera que atrajera también a los demás y volvió a concentrarse en ello olvidándose de la niña.
Descendió sintiendo que las manos le sudaban y que a ese sudor se pegaban polvo y tierra. Pensó sacudirse pero lo desechó pensando que eso podría llamar la atención de los zombis. De reojo vio como la niña se agachaba y rebuscaba algo en el suelo. Se incorporó y se dirigió a buen paso hacia la puerta de barrotes de hierro del fondo. Jorge se apresuró a seguirla intentando que sus pasos no hiciesen ruido alguno, los zombis habían cesado en sus gritos por completo y creía escuchar incluso su propia respiración.
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Una vez que regresaron a la puerta la niña le entregó la llave a Clémentine. La chica manipuló el candado con pericia y no tardó en abrirlo. Nos indicó a los demás que pasásemos con un gesto y una vez que lo hicimos volvió a cerrar el candado: estábamos atrapados en un subterráneo lleno de ruinas de la época de la Roma de Julio César y rodeados de zombis entretenidos con una sinfonía de ultrasonidos.
Avanzamos agrupados hasta llegar a una pared, moderna, lucida perfectamente. Centrada en ella, una puerta blindada. La chica pulsó un timbre. Me preparé esperando alguna reacción por parte de los zombis al escuchar el zumbido pero nada sucedió; el timbre no emitió sonido alguno. Iván murmuró algo, luego Adam, Mia sollozó. Al momento la puerta se abrió unos centímetros sin emitir ningún ruido. Clémentine tiró de ella y nos invitó a pasar con gestos. Una vez estuvimos todos dentro cerró de nuevo y pulsó un nuevo botón. Al otro lado de la puerta fueron regresando los gruñidos de los zombis; debía haber apagado la fuente de ultrasonidos.
—Bienvenidos a la Embajada de Brasil, el Palacio Pamphili, nuestro refugio —sonrió francamente lo mismo que el resto de los niños.
Observé los alrededores de la estancia en la que nos encontrábamos, era un garaje, el garaje de la Embajada, varios coches oficiales continuaban aparcados en él. El suelo era de color gris, pintado con pintura brillante, las plazas de aparcamiento estaban delimitadas con líneas amarillas y tenían en la parte delantera un número de matrícula. Había varias vacías, coches que habrían escapado o que, simplemente, se encontrarían fuera cuando la locura se desató.
Una nueva puerta se abrió al fondo y una mujer apareció bajo el dintel. Clémentine corrió hacia ella seguida de los críos. Al alcanzarla se abrazaron. La mujer los calmó y los besó a todos, luego nos observó a nosotros. En ese momento tiró con fuerza de los críos y cerró de nuevo.
—¡Mierda! Hija de puta!
Shania se dirigió hacia la puerta levantando el fusil con intención de liarse a tiros.
—Espera, ten paciencia —sujeté una vez más su fusil— recuerda, su refugio, sus normas. No nos conoce, no sabe quiénes somos. Actúa con precaución, es normal. Démosle un poco de tiempo.
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Al otro lado de la puerta Francesca llevó aparte a Clémentine.
—¿Quiénes son, por qué les has traído? Son adultos, sabes las normas de Amos al respecto, no les dejará entrar.
Clémentine sonrió, se acercó a la mujer y la besó en la frente. Luego empezó a hablar.
—Amos está equivocado, lo está, hoy casi morimos todos, los zombis estuvieron a punto de devorarnos, a todos, ellos nos ayudaron, nos salvaron la vida, sin conocernos, sin pedirnos nada.
—Querían que les condujeses hasta aquí, nos buscan, parecen soldados del Vaticano.
—No, no Francesca, no. Una vez que nos salvaron nos escapamos, les dejamos enfrentándose a los zombis, los abandonamos.
Su voz se entristeció, también su gesto.
—Y os siguieron…
—No —elevó la voz la chica— no, no nos siguieron, nosotros les seguimos, se desató uno de esos éxodos zombis.
—Lo sabemos, estábamos preocupados por vosotros —interrumpió la mujer.
—Se metieron en el Campo de Fiori, los zombis los rodearon. Pero no huyeron, se enfrentaron con ellos, mataron a cientos, tendrías que haber estado allí, luchaban como…
—Como los mercenarios del Vaticano —volvió a intervenir Francesca.
—Sí, no, bueno sí, pero no era lo mismo, ellos se ayudaban, el hombre y la mujer protegían a los niños, sabes, creo que de no haber intervenido nosotros habrían disparado contra ellos para evitar que los zombis les dañasen.
Francesca tragó saliva y buscó en los rostros de los demás pequeños alguna señal de miedo, de presión, solo vio tranquilidad, seguridad.
—Amos no accederá a dejarles entrar.
—Por eso no debemos decirle nada, no aún.
—Van armados, sabes que no quiere armas dentro del refugio.
—Se lo he dicho a ellos, están de acuerdo en dejarlas fuera.
Francesca dudaba, Clémentine podía sentirlo, la conocía.
—Escucha, ese hombre…
—El que va cubierto de sangre… —interrumpió Francesca.
—Sí, ese… él, él, no sé decirlo pero, ese hombre irradia seguridad, confianza, los demás le siguen sin rechistar, y lo hacen porque están seguros de que a su lado no les pasará nada, que él les protegerá, a todos. Yo, yo también he tenido esa misma sensación. Escucha, el chico, Jorge, el que nos ayudó, incluso cuando estaba a punto de morir creo… creo que sabía que ellos iban a llegar a tiempo, no se rindió, siguió luchando porque lo sabía, sabía que no le abandonarían.
Francesca continuaba dudando.
—Hay más, está buscando a una niña, creía que era su hija, la retienen los soldados del Vaticano, va a ir a rescatarla. No son nuestros enemigos, ellos también quieren matar a los soldados.
—Nosotros no matamos a nadie —negó con fuerza la mujer.
—Ah no, querrás decir que tú y Amos no matáis a soldados, porque Eva, Adriano, Toni, Leandro, el resto y yo sí que lo hacemos, da lo mismo que les dispares o que les eches encima una horda de zombis, es igual, nosotros también asesinamos a personas y no me arrepiento de ello, te juro que no me arrepiento, para ellos es un juego —señaló a los niños— pero yo quiero hacerlo, sé que se lo merecen y…
Estuvo a punto de decirle a Francesca lo que había observado, como desde la muralla del Vaticano habían arrojado al vacío, sobre los zombis, a los miembros de la Guardia Suiza pero se contuvo y se echó a llorar. Francesca la abrazó con fuerza consciente de algo que ya sospechaba; todo la locura a la que les había arrastrado Amos estaba haciendo mella en los críos, sobre todo en los mayores, pero nadie podría decir cómo afectaría a los demás en el futuro.
Mientras el resto se abrazaba con ellas, el pequeño Toni se dirigió a la puerta y la abrió.
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La puerta se abrió lentamente y el pequeño niño sordo, Toni, nos recibió con una sonrisa. Unos pasos por detrás la mujer se abrazaba al resto de los críos.
Les hice un gesto a los demás para que esperasen. La mujer se incorporó y caminó hacia nosotros abrazada a los pequeños.
—Podéis pasar, pero nada de armas, las armas se quedarán en el garaje, todas.
Shania me miró, no le gustaba la idea de dejar nuestras armas, a mí tampoco, pero necesitaba conocer al hombre que había sido capaz de dominar a los zombis y de enfrentase con un puñado de niños a la Organización.
Tras despojarnos de nuestras armas la mujer nos invitó a entrar y aseguró la puerta con llave tras pasar.
—Mi nombre es Francesca, bienvenidos a nuestro refugio —me tendió la mano— Clémentine me ha contado que les salvasteis la vida, os doy las gracias por ello.
Su mano resultó firme al estrecharla y el tacto de su piel suave.
—Somos nosotros los que debemos estar agradecidos, de no ser por su ejercicio de magia con los zombis no habríamos podido escapar.
—No es magia, es solo ciencia, pero ya habrá tiempo para hablar de eso ¿Te encuentras bien? —Shania se había detenido y se sujetaba el pecho.
—Digamos que he tenido días mejores —se incorporó orgullosa.
—Antes de reunirnos con el resto de los chicos quiero pediros algo…
—Ya hemos dejado nuestras armas ¿Qué más quiere, que no digamos tacos?
La mujer me miró incómoda.
—No, no se trata de eso, es… es vuestro aspecto —nos señaló a los dos— lleváis sangre en el rostro, en el pelo, en la ropa…
—Es lo que tiene tener que enfrentarte a una horda de zombis, que te manchas.
—Ahí dentro hay niños, algunos muy pequeños y muy impresionables, preferiría que os asearais antes de reuniros con ellos.
Francesca ignoró a Shania deliberadamente, se estaba creando una atmósfera de tensión de lo más rara y de lo más estúpida.
Mientras el resto seguía a Clémentine a alguna otra habitación, Francesca nos guío hacia unas habitaciones, abrió la puerta y nos franqueó la entrada.
—Hay un aseo completo, toallas limpias y agua caliente, no mucha, os pido que no la malgastéis.
—Agua caliente, electricidad, cómo lo habéis conseguido.
—No ha sido excesivamente complejo. El edificio albergaba la Embajada de Brasil, como ya sabréis, estaban bien preparados, depósitos propios, toda la azotea llena de placas fotovoltaicas, es el lugar perfecto para refugiarse tras el apocalipsis.
—No es solamente disponer de los medios, hay que saber hacerlos funcionar y mantenerlos.
—Oh, Amos y Gio son buenos en ciencias y los chicos aprenden rápido y ayudan en todo.
—Claro.
—Luego vendré a echar un vistazo a tu pecho. Os dejo solos ahora —dio por finalizadas las explicaciones la mujer.
Shania rompió a reír nada más salir la mujer.
—¿Ha dicho que me quiere ver las tetas?
Tuvo que volver a encogerse por el esfuerzo de la risa.
—Deja de provocarla, aquí somos sus invitados, puede que les necesitemos, es mejor no cabrearlos. Y ahora déjame ver eso.
La ayudé a quitarse el chaleco, luego la camiseta. El vendaje que le aplicamos en el Hotel estaba manchado de sangre, aunque esa no era suya. Le quité las botas y los pantalones.
—Vamos a la ducha.
—Creí que ibas a seguir.
—Lávate bien y me lo pienso.
—Que gracioso.
Se quitó las bragas y se metió en la ducha, cerró la mampara y dio el agua. Al momento la abrió y recogió las bragas del suelo.
—No tengo otras, será mejor lavarlas ¿No?
No tenía arreglo. Me situé frente al espejo. En verdad mi aspecto daba miedo. Mi cara era una costra sangrienta. Llevaba restos adheridos a la cabeza y a la ropa. Me fui desnudando. Cada prenda que me quitaba se quedaba prácticamente en pie. Me incliné sobre el lavabo y me lavé lo mejor que pude. Mi aspecto mejoró notablemente. En la repisa de cristal había una maquinilla de afeitar y espuma. Me enjaboné y comencé un placentero afeitado intentando recordar cuando había sido el último.
Nada más dar la última pasada Shania abrió la mampara.
—¿Puedes frotarme la espalda? No llego —sonrió con picardía.
Me desnudé y nos duchamos juntos, no había fuerzas para mucho más. Al salir Shania insistió en que le secase la espalda.
—El moratón de tu pecho no tiene buen aspecto.
—Es lo que tiene que siempre te disparen en el mismo sitio.
—Perdón —Francesca había accedido a la habitación— no quería interrumpir nada, volveré más tarde, solo quería inspeccionar esa fractura.
—Qué fractura —ladró Shania molesta por la interrupción.
La mujer se aproximó, se situó frente a ella y comenzó a palpar su pecho. Yo me cubrí con una de las toallas.
—Vaya, no solo querías verme las tetas, también querías tocármelas.
—Tienes lesionada una costilla, puede que dos, no creo que estén rotas pero sin una radiografía es difícil saber más.
—Y eso lo sabes por…
—Soy médico.
Francesca movió el dedo corazón y lo hundió entre los senos de Shania, esta se retorció de dolor.
—¡Joder!
—Estate quieta, por favor, te aplicaré una crema antiinflamatoria y te realizaré un vendaje compresivo, eso te aliviará.
La mujer aplicó una generosa ración de pomada en la mano y comenzó a extenderla con un preciso masaje por el pecho de Shania.
—Joder que bien lo haces ¿Seguro que solo eres médico?
La mujer la ignoró, tomó la venda y se aplicó a colocarla con firmeza.
—Con eso bastará de momento. Hace unos meses te hubiera enviado a realizarte una resonancia, ahora solo podemos ver como evoluciona.
La mujer recogió la crema y las vendas.
—Gracias… por el vendaje… y por el masaje —Shania sonrió con sinceridad esta vez.
—De nada. Ahora ya podemos ir con los demás, vuestra llegada ha generado una gran expectación. Vuestros amigos, Clémentine y los niños están cenando algo, vestiros y reuniros con nosotros, la ropa que os he dejado creo que os servirá, luego podéis lavar la vuestra. La habitación que usamos de comedor está al salir a la derecha, tercera puerta.
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Amos entró en su despacho seguido de Gio. Francesca lo esperaba sentada en su mesa.
—¿Qué es eso de que Clémentine ha traído a gente? ¿Adultos? ¿Con qué permiso? Ya sabéis…
—Escucha, escucha lo que tengo que decirte antes de formarte una opinión.
—Mi opinión la sabes ya, no quiero adultos, no me fio de ellos, de ninguno.
—Gio es adulto, yo soy adulta…
—Es distinto, lo sabes.
—Escucha. Esas personas salvaron la vida de los chicos.
Francesca le relató lo que le había contado Clémentine, como Toni se había visto rodeado, después ella y el resto y como esa gente les había salvado. Luego le relató como ellos les salvaron de la horda de zombis.
—Eso equilibraba la balanza, no les debemos nada. Además, incumplieron mis normas, Clémentine no debió intentar salvar a…
—Cómo puedes decir eso.
—Sé que es duro, pero esas normas nos han mantenido con vida todo este tiempo.
—Querrás decir que les han mantenido con vida a ellos, ellos son los que salen ahí fuera, los que se enfrentan al horror de los zombis, los que tienden emboscada a otras personas, matan a otras personas.
—No son personas.
—Sí lo son, puede que alguno intentase matarte, o puede que todos, pero son personas y ellos son solo niños, niños entiendes, no son soldados. Clémentine tomó una decisión, una decisión que la honra y yo la apoyo.
Francesca había ido levantando la voz y aproximándose a Amos moviendo la mano como hacía cuando estaba muy enojada.
—Vale —Amos situó la muleta en medio de su cuerpo y apoyó las dos manos en la empuñadura— de acuerdo, de acuerdo, veremos en qué podemos ayudarles y luego se irán.
—Podrían ser unos buenos aliados.
—Eso ya lo veremos, ve a buscarlos, prefiero conocerlos en privado.
Amos caminó apoyándose en la muleta hasta la ventana, se hallaban en la segunda planta. Fuera era noche cerrada. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Algo no iba bien, lo presentía.
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En el comedor había un montón de niños, todos menores que Clémentine, esta conversaba con un Jorge embobado, algunos críos se habían levantado y asaltaban a preguntas a Mariano y Adam, otros jugaban entre ellos, unos pocos, los menos permanecían sentados frente a sus platos vacíos.
—Creo que es la primera vez que el chico no tiene ojos para ti.
—Todos los hombres sois iguales, usar y tirar.
—Qué bestia eres.
Varios niños se fueron arremolinando alrededor nuestro. Nos sentamos en una de las mesas junto a Mariano, Adam e Iván, Giulia y Mia se habían mezclado entre los críos e intercambiaban saludos, juegos y risas con ellos.
—Mariano, la mujer es médico, quizá luego podría reconocerte, puede que dispongan de insulina.
—Lo sé. Ella me lo dijo, adivinó que soy diabético sin decirle nada. Debe ser buena médico.
Francesca se acercó hasta nosotros.
—Amos ya ha regresado, quiere conoceros, en su despacho —se refería a Shania y a mí.
Seguimos a la doctora pasillo adelante. Se detuvo ante una puerta y abrió sin llamar, esperó a que ambos estuviéramos dentro para pasar detrás y cerrar.
Un hombre se encontraba frente a la ventana, de espaldas, apoyado sobre una muleta, le habían amputado la pierna derecha. De complexión fuerte, cabello rubio y más o menos de mi estatura.
—Gracias por vuestra hospitalidad…
La reacción del hombre fue inesperada, antes de que hubiese terminado la frase se había dado violentamente la vuelta, la muleta había escapado de sus manos y, tras fallarle el equilibrio, había caído hacia atrás, contra la ventana.
Me acerqué hasta él con intención de ayudarle. Le tendí la mano para levantarlo. El hombre retrocedió hasta que su espalda tropezó con la pared, temblaba ostensiblemente, sus brazos, su pierna, sus labios, todo su cuerpo se agitaba violentamente. Su rostro reflejaba un terror infinito.
—¿Se encuentra bien? —Me incliné más.
El tipo no se movía, solo temblaba y me miraba, me miraba la boca. Retiré mi mano incómodo. Francesca se aproximó hasta él y le ayudó a levantarse. Sudaba copiosamente y tuvo que sentarse en la mesa para disimular sus temblores. Shania y yo nos miramos sin comprender.
El hombre se incorporó solo sobre la pierna izquierda y alargó su mano hacia mí. Pasó sus dedos por mi barbilla, con firmeza. Le dejé hacer para no parecer grosero.
—¿Se encuentra bien? —Repetí.
El hombre tragó saliva, retiró su mano y se dejó caer sobre la mesa de nuevo.
—Sí, sí, disculpad, ha debido ser una, una bajada de tensión, no he probado bocado desde el desayuno y… y no estoy acostumbrado a tener invitados.
—¿Nos conocemos? Usted, tú y yo ¿Nos conocemos?
—No, no, no creo, seguro, me… me acordaría, tengo buena memoria para las caras, nunca olvido una.
—Yo no.
—¿Qué?
—Que yo no tengo memoria, ni buena ni mala, no recuerdo nada.
El tipo me observó incrédulo, luego dirigió una mirada inquisitiva a Francesca.
—Clémentine me había comentado algo pero aún no hemos tenido tiempo de hablar.
—Y cuándo perdiste la memoria… mi nombre es Amos, que maleducado, disculpa, usted es…
—Mi nombre es… Luca, ella es Shania.
—¿Luca? ¿Seguro? Decías que no recordabas nada y has parecido dudar.
Dirigí una mirada a Shania, el tipo estaba empezando a preocuparme, me trataba raro, me hablaba raro, era como si me conociese de otro tiempo, de otro lugar. Ella también se había dado cuenta.
—No, no lo recuerdo en realidad, pero ella sí, me conocía de antes de perder la memoria.
—Y eso fue ¿Cuándo?
Las preguntas tenían un tono de lo más impertinentes pero aun así respondí.
—Desde julio, el 22 de julio para ser exactos —maticé.
El hombre pareció estar realizando algún tipo de cálculo.
—Seguro ¿De julio?
—Ya se lo he dicho —comenzaba a cabrearme.
—Disculpa sí, tutéame por favor. Es que como dices no recordar, me pareció raro.
—No recuerdo nada anterior a esa fecha.
—Ya, claro y ¿Dónde has estado todo este tiempo? ¿En qué parte de Roma?
—Llegamos ayer a Roma, venimos de España, de Madrid. De allí fuimos a Marruecos, a Dajla, de ahí navegamos hasta la Isla de Cagliari y desde esta alcanzamos Italia.
—Curioso.
—¿Qué coño es lo que te parece curioso? —Shania parecía haberse hartado antes que yo.
—Pues, todos los lugares que habéis recorrido estando… estando el mundo como está.
—Verás no queremos abusar de tu hospitalidad. Busco a una niña, la retienen en el Vaticano —el tipo se estremeció al escuchar esa palabra— iremos a rescatarla y… a buscar algunas respuestas. Antes, en el Campo de Fiori fuimos testigos de algo asombroso, luego lo volvimos a ver en el subterráneo. Me gustaría que me lo explicases, es algo que podría ayudarnos a entrar en el Vaticano.
Amos se enderezó un poco y se acarició el cabello, Francesca continuaba cogida de su mano.
—Supongo que te refieres a los ultrasonidos.
—Eso es, sí.
—Pues es solo eso, ultrasonidos, descubrimos que los zombis pueden escucharlos y lo usamos para entretenerlos. Montamos unos amplificadores en unos drones y hacemos que se desplacen dónde queramos.
—¿Por qué aquí solo hay niños? ¿Eres un pervertido o algo así?
El hombre pareció ir a saltar sobre Shania pero logró contenerse aunque sin poder evitar que su rostro reflejase el malestar que la pregunta de Shania había provocado.
—No, no soy ningún pervertido, ninguno lo somos, hay más adultos, no solo hay niños.
—¿Por qué niños? —Intervine yo.
—Son más manipulables ¿No? —Shania continuaba haciendo amigos.
—Nadie manipula a nadie.
—Ya, claro, deciden por sí solos salir ahí fuera a corretear entre los zombis.
—No, nadie manipula a nadie, repito, los niños… los niños son, son diferentes de los adultos, ellos se adaptan mejor a las nuevas situaciones, al nuevo mundo que ha quedado. Nosotros les enseñamos a ser autónomos, a sobrevivir.
—También les envías a enfrentarse a los soldados.
Amos frunció los labios.
—Es necesario acabar con esa gente, son asesinos, son ellos o nosotros.
—Sí pero son solo niños.
—Creo que tú también viajas acompañado de varios niños.
—Pero lo nuestro sí es perversión —la respuesta de Shania lo cogió por sorpresa.
El rostro de los dos reflejó estupefacción.
—Es broma, a mí me van más los maduritos, como tú, o como ella —sonrió Shania al ver sus expresiones.
—¿Fueron los soldados del Vaticano?
—¿Qué?
—Tu pierna ¿Fueron ellos?
Todo su cuerpo volvió a estremecerse, necesitó cogerse a la mesa antes de responder.
—No son soldados, son asesinos y sí, fueron ellos los que me hicieron esto.
—Una buena razón para odiarlos.
—No los odio por eso. La pierna me la amputó ella —acarició la mano de Francesca— los odio por asesinar a mis compañeros de la Guardia Suiza, por esclavizar a la gente, por someter un lugar sagrado.
Su rostro estaba congestionado, sus manos cogían como garras el borde de la mesa.
—Será mejor que ahora cenemos algo, estaréis hambrientos, tú también Amos —intentaba suavizar la tensión la mujer— ya habrá tiempo para hablar de todo esto.
—No habrá mucho más tiempo, mañana estos señores abandonarán la Embajada.
La expresión de su rostro era firme, dura, no cambiaría de decisión, lo que no acertaba a adivinar era el motivo que le impulsaba a tomarla.
@@@
Estábamos de regreso a la habitación a la que nos había conducido Francesa al llegar. Shania se había desnudado y se hallaba sentada en la cama. Se encontraba demasiado tranquila, eso no solía ser augurio de buenas noticias.
—Estás muy callada, lo has estado durante toda la cena.
—Estaba todo dicho.
—Supongo que sí. No dejo de repasar la conversación con Amos. Estaba aterrorizado, se puso a temblar en cuanto me vio.
—En cuanto te oyó.
—Qué…
—Nada más escucharte, fue oír tu voz y desplomarse.
Repasé la escena de nuevo.
—Tienes razón.
—Te conoce.
—Cómo puede conocerme. Es un soldado de la Guardia Suiza, eso dijo, yo nunca he estado en el Vaticano.
—Que recuerdes.
—No, tiene que ser otra cosa.
—Vale, tal vez lo conocieses fuera, tal vez él no sea quien dice ser, puede que trabajase para la Organización… o puede que intentase destruirla.
—No tiene sentido.
—No sé por qué nos calentamos la cabeza.
Se incorporó, caminó hasta la ventana, dio un tirón de las cortinas. El palo que las sujetaba cayó al suelo. Lo recogió, retiró todos los aros de madera que habían servido para enganchar las cortinas y lo hizo girar varias veces. Quedaba ridícula, en bragas, con el pecho vendado y haciendo girar un palo.
—Le buscamos, le traemos aquí y le sacamos la verdad a golpes.
—Sonreí al ver su expresión.
—No, no vamos a hacer eso. Ese tipo no nos ha hecho nada.
—Puede, pero también puede que sepa algo de tu pasado. Has dicho que creías que te conocía.
Me tumbé en la cama y cerré los ojos.
—Hace… no sé cuántos días hace, alguien me dijo que no necesitaba recordar, que la persona que era ahora, era mucho mejor que la que había sido y… sabes, sé que es cierto. No quiero ser la persona que era antes, sé que no era bueno, lo sé, tengo una segunda oportunidad.
—¿Y entonces?
—Solo quiero rescatar a la niña, sacarla de ahí y marcharnos, solo eso.
—¿Solo eso?
—Sí. Entramos, la sacamos y desaparecemos para siempre.
—Los dos… desaparecemos los dos.
—Todos, desaparecemos todos, nos iremos, buscaremos un lugar en el que poder vivir, tal vez una isla, tal vez Cagliari, o Ibiza, da lo mismo.
Shania dejó caer el palo. Golpeó un par de veces antes de rodar debajo de la cama. Parecía abatida.
—¿Qué ocurre? Me acerqué a ella y levanté su barbilla.
—Mírame… mírate, no somos agricultores, ni maestros, somos asesinos, es lo que mejor sabemos hacer, lo único que sabemos hacer.
—Y entonces ¿Qué futuro nos espera?
—No lo sé, ni siquiera sé si tendremos algún futuro. Lo que sí sé es lo que pasará cuando atravesemos esos muros. Cuando entremos en el Vaticano y te enfrentes cara a cara con la Organización no te limitarás a arrebatarles a la jodida cría, los matarás, a todos, los destruirás y destruirás la Organización, eso es lo que harás, porque eres, porque somos, unos asesinos, los mejores.
—¿Y si fallamos?
—Entonces nadie tendrá un futuro porque la Organización nos ejecutará.
Se metió entre las sabanas y me dio la espalda. A los pocos minutos dormía profundamente.
Analicé sus palabras y comprendí… comprendí que tenía razón, no me iría sin más, necesitaba respuestas y no iba a parar hasta conseguirlas. Pero también comprendí otra cosa, si arrastraba conmigo a los demás solo conseguiría que los matasen, en mi cabeza se estaba gestando una idea.
@@@
Jorge se levantó de la esterilla, se hallaba en una habitación enorme, salón de no sé qué lo llamaban. En él habían tendido un montón de esterillas como las que usaba cuando iba con su padre de acampada. Cada uno de los pequeños tenía un saco y una de ellas.
Caminó hasta una de las ventanas. Se hallaban en la segunda planta. Observó la calle. Intentó imaginar cómo sería esa misma plaza con todas las farolas encendidas, iluminando las fuentes, a las personas paseando, cenando en las terrazas. Era horrible ver una ciudad completamente a oscuras y más una ciudad como Roma. Nunca antes había estado en Roma, su madre siempre quiso ir, pero tras la separación el dinero siempre era un problema.
Observó como un zombi caminaba arrastrando sus pies en dirección a la fuente. Chocó contra ella y cambió de dirección, anduvo tres pasos más y se paró, quieto, desconectado, en reposo, esperando algún estímulo.
Roma le gustaba, en el tiempo que había estado en la ciudad, había visto un montón de monumentos, de construcciones antiguas, piedras, le gustaban las piedras, aunque en algunas de ellas hubiese estado a punto de morir. Se le ocurrió que le gustaría, no, que le hubiera gustado, convertirse en arqueólogo, como Indiana Jones, se le escapó una sonrisa.
—¿Qué es lo que encuentras divertido?
Las palabras de la chica le sobresaltaron.
—Qué…
—Sonreías, qué es tan divertido.
Jorge se fijó en su rostro, en la habitación apenas había unas cuantas luces de emergencia encendidas pintadas con pintura roja así que no veía claramente su cara pero le dio la impresión de que había estado llorando.
—Di, igual tú has visto algo que merezca la pena, o es que mi español no es bueno.
Su tono era duro, desde que la había encontrado en ningún momento se había expresado de esa forma.
—Es mejorable.
—Qué…
—Tu español, es mejorable, pero mejor que mi inglés.
Un muro de denso silencio se levantó entre los dos chicos. Jorge decidió contestar a su pregunta para relajar el ambiente.
—Pensaba que me habría gustado ser arqueólogo, Roma me parece una ciudad muy bonita, me habría gustado trabajar aquí, aprender italiano…
—Y eso te hace gracia.
—Bueno, me había imaginado con látigo y sombrero avanzando entre ruinas subterráneas… sin zombis.
—Como Indiana Jones —sonrió ahora ella tímidamente.
—Eso es —se sonrojó Jorge.
—¿Te gusta estar aquí, en la Embajada? ¿Te gustaría quedarte con nosotros?
Jorge se encogió de hombros y entonces la chica se echó a llorar.
—¿Qué ocurre? ¿He dicho algo malo?
—Os vais.
—Qué.
—Mañana, después de comer, os iréis después de comer, tal vez antes.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Te gustaría quedarte aquí, en la Embajada?
—¿Dónde estabas?
—De briefing —sonrió cínica la chica— así lo llama Amos, nos reúne y nos da las instrucciones para el día siguiente.
Jorge la miraba en silencio.
—No quiere que os quedéis, ninguno.
—No lo entiendo, por qué.
—Ya os lo dije no le gustan los adultos.
—¿Por qué, por qué no le gustan?
—No lo sé, no confía en ellos, no confía en nadie, cree, seguro que lo piensa, que —las lágrimas volvieron a brotar— que podríais hacerle daño, no tú, ni los otros niños, ese hombre y la mujer.
—El sargento no hace daño a la gente, y Shania tampoco, a veces puede ser muy bestia pero no os haría daño.
—¿Sargento?
—El sargento, Luca, Jose, puedes llamarle como quieras.
—¿Era soldado?
—Al principio creía que sí, pero ahora pienso que no lo sabe, no está seguro, no recuerda su pasado.
—¿Te gustaría quedarte, con los otros niños, te gustaría? Creo que podría convencer a Amos para que os permitiese quedaros a vosotros, tal vez también al abuelo, incluso a Thais y…
—Iván —terminó Jorge.
—Sí ¿Te gustaría?
—¿Y ellos, Shania y el sargento, y Adam?
—A ellos nunca se lo permitirá.
Jorge se dio la vuelta y se recostó en la ventana, observando la plaza y al zombi inmóvil en el mismo sitio en el que se había detenido minutos antes.
—Aquí podrías estar bien, tenemos algo de electricidad, comida, un refugio seguro, todos podrías estar bien.
—Ninguno dejará al sargento.
—No lo entiendo.
Jorge se sentó en la esterilla que le habían asignado, Clémentine hizo lo mismo.
—Estoy vivo gracias al sargento, lo mismo que todos…
—Ya, pero lo de la plaza fue una situación…
—No, no me refiero a hoy, cuando me salvó después de… después de ayudarte a ti y a los otros niños. He perdido la cuenta de las veces que nos ha salvado, a todos.
Clémentine le observaba esperando que continuase.
—Al principio, cuando me recogió en Madrid, en mi casa, le odié, quise matarle, le coloqué la pistola en la cabeza, estuve a punto de disparar.
Clémentine pudo sentir el dolor del chico al contarle algo que no había contado a nadie.
—¿Por qué, por qué querías matarlo?
—Había sobrevivido durante meses en mi casa, estuve solo hasta que un día me encontré con una vecina, Carmen —la mirada del crío se entristeció y Clémentine supo que algo horrible habría ocurrido— todos los días, a la misma hora, llamaba a mi madre por teléfono, cuando comenzó la infección me lo dio, me dijo que me llamaría todos los días, pero no lo hizo. Yo llamaba, todos los días —las lágrimas brotaron definitivamente sin control— pero ella no contestaba, luego apagaba el teléfono para ahorrar batería y esperaba hasta el día siguiente. Así un día y otro y otro. Un día alguien contestó, una voz de mujer, pero no era mi madre, era Laura.
—¿Laura, quién es Laura, dónde está? —Interrumpió Clémentine.
—Muerta, como Carmen —las palabras impresionaron a la chica, no por su significado sino por cómo las había pronunciado— el sargento y Laura vinieron a buscarnos, a mi casa, a Carmen y a mí. Laura nos dijo que nos llevásemos algo que nos recordase a nuestras familias. Fuimos a casa de Carmen, a por unas fotos. Habíamos salido a la calle muchas veces, todos los días, a por comida, bebida. Ese día salimos también, corrimos entre los zombis, ella me enseñó a hacerlo, lo mismo que lo haces tú. Al volver… al volver… cuando el sargento llegó nos ordenó meternos en el coche pero Diego… Diego no la dejaba…
—¿Quién es Diego?
—Un perro, un pastor alemán del ejército, detectaba drogas… y zombis.
—El sargento la mató, Laura no habría podido. Le odié por eso, quise matarle, casi lo hice…
—¿Por qué no lo hiciste?
—Diego comenzó a… a empujarme con la cabeza… después de eso, siempre he estado con el sargento, me ha salvado la vida un montón de veces. Me ha enseñado a sobrevivir. Me ha dado… una nueva familia.
—¿Y Diego?
Nuevas lágrimas brotaron al recordar al fiel animal.
—Murió por salvarnos, impidió que un zombi nos matase. Yo le disparé en la cabeza.
Clémentine se estremeció.
—Hemos perdido a mucha gente, Carmen, Diego, Laura, Will.
—Aun así podrías quedaros, yo convencería a Amos.
—Nadie se separará de él, ni siquiera Iván. Te contaré lo que hizo para salvar la vida de Iván.
La chica escuchó como Jorge relataba el accidente de Iván, su necesidad de una transfusión, como fueron al hospital de la isla a buscar lo necesario para realizarla, como unos bestias estuvieron a punto de violar a Laura, y Shania y cómo el sargento las rescató una vez más y cómo no dudó en exprimir a un hombre para salvar la vida de Iván.
—Todos le debemos varias vidas. Ninguno querrá separarse de él.
Clémentine se dio por vencida, comprendía al chico, había podido sentir la confianza que se experimentaba estando junto a él.
Jorge se fijó en el colgante que rodeaba el cuello de la chica, ella lo acariciaba con dos dedos.
—¿Es un regalo de… de alguien? —Nada más acabar la pregunta se sintió ridículo.
—Sí. Me lo regaló Toni. Fue la razón de que se separase de nosotros, de que trepase a la fuente, quería hacerme un regalo.
Su voz se había ido haciendo más ronca. Jorge decidió no seguir preguntando.
—¿Te importa que duerma esta noche aquí, a tu lado?
Jorge negó con la cabeza, continuaba conmovido por la reciente conversación.
Clémentine desplegó su esterilla junto a la del chico y se tumbó sobre el saco. Mientras observaba su respiración acompasada pensó que le gustaría formar parte de una familia, una nueva familia, una en la que toda la responsabilidad, o gran parte de la misma, no recayese en ella, sí, le gustaría, seguro.