Caronte se hallaba en el interior de la cabina de la excavadora. Megan había declinado la invitación a entrar, había preferido permanecer en la caja, dejar que el aire, aunque caliente, que soplaba la fuese espabilando, que fuese alejando el hedor que se había asentado en su nariz, en su cerebro y del que no lograba desprenderse a pesar de la distancia. No podía sustraerse al sonido de los gritos, los crujidos de los huesos fracturados, el olor de la carne podrida desgarrada: no podía dejar de temblar. Observó las perneras de sus pantalones. Las garras de los zombis habían arrancado trozos de tela dejando a la vista su piel en varios puntos. Su ropa olía a muerto. Había estado cerca. Levantó la mano hasta situarla frente a su cara; fue incapaz de terminar con el temblor que la sacudía. Se la cogió con la otra y llevó ambas a su regazo.
En el interior, Tamiko había puesto al día a Caronte acerca de la decisión de hacerse con la excavadora incluyendo la parte en la que a punto había estado de convertirse en un zombi más.
Observó a la niña. A simple vista daba la impresión de dormitar pero la escena era engañosa, ella lo sabía, la pequeña estaba deshidratada, a pesar del calor que hacía, por momentos la veía estremecerse, tiritar. Debían conseguir agua, era prioritario y a pesar de todo se resistía. Cada vez que se habían bajado de los vehículos habían tenido problemas. La traición de Ruth, la masacre de sus compañeras. En la última escala, todas, por separado, habían estado a punto de morir. No. El vehículo era un santuario, mientras permaneciesen en él nada malo sucedería; debían permanecer en el vehículo, eran fuertes, la niña era fuerte, aguantaría.
—Debemos conseguir agua, líquido, alimentos, puede que combustible.
Tamiko había hablado en voz alta, como si hubiese penetrado en su cerebro y hubiese descifrado con toda facilidad sus pensamientos más ocultos. Sacó el brazo por la ventanilla y apoyó la cabeza en el marco de la puerta. Se obligó a concentrarse en el paso de los pivotes fluorescentes incrustados en el quitamiedos. Circulaban por la A29, rápido, Tamiko era mejor conductora que Megan. En breve se desviarían para tomar la E90.
—No hablar del problema no hará que este desaparezca.
—¡Que te jodan Tamiko!
—La niña, ha perdido el conocimiento, necesita hidratarse ya.
Sami miraba directamente a los ojos que Caronte trataba de esconder.
—Caronte —insistió Tamiko— más adelante hay un área de servicio…
Caronte sabía que debían parar, que tenían la necesidad imperiosa de conseguir agua, necesitaban beber, pero la aterrorizaba tener que volver a enfrentarse a los zombis y aún más que el resto tuviese que enfrentarse a los zombis. El encuentro con el joven de la tienda, la escaramuza en el aeropuerto, la cagada de Tamiko en la playa. Todos esos sucesos habían hecho que cambiase su percepción del peligro, ahora lo sabía. Lo primero era aceptar sus limitaciones, lo siguiente: vencerlas. Inspiró con fuerza y giró el cuello un par de veces provocando el crujido de sus cervicales. Ahora sabía lo que tenían que hacer y creía haber comprendido cómo hacerlo.
—Coge el desvío a la gasolinera.
Su tono de voz fue firme, seguro. Tamiko comprendió que volvía a ser la líder.
Entraban en el acceso a la gasolinera, pertenecía a la empresa ESSO. Caronte fijó su vista en el panel de precios, todavía marcaba el importe a pagar por cada litro de combustible. Leyó para sí: sin plomo 98 a 1.44€, sin plomo 95 a 1.32€, gasóleo a 1.27€. Sonrió al pensar en ello. Era una información totalmente irrelevante, nadie vendía combustible porque no quedaba nadie vivo para comprarlo. Se le escapó la risa en voz alta.
—¿Ocurre algo? —Tamiko había detenido el vehículo con un brusco frenazo.
—Sigue, no te preocupes. Da una vuelta por todo el recinto.
Tras completar su inspección Tamiko paró frente a la cafetería. Bar Bacioro rezaba en letras rojas sobre un toldo blanco. Aguardaron cinco minutos más pero ningún zombi hizo aparición.
—Para el motor. Bajaremos Megan y yo, nadie volverá a desplazarse en solitario, siempre lo haremos por parejas como mínimo. Solo quedan tres balas en un fusil y doce en el otro. Traeremos lo que encontremos y nos largaremos de aquí.
—Yo… me, necesito… tengo que ir al baño —el rubor había subido a las mejillas de Sami.
—Eres un tío, te la sacas ahí fuera y listo —Tamiko indicó a Sami un seto contiguo a la entrada del bar.
—Nadie se desplazará solo, ya me has oído.
—No pienso ir a sujetársela.
—No necesito que nadie me la…
—¡Silencio! Ya vale. Te vienes con nosotras y meas en el bar.
Caronte avanzaba a la izquierda, el científico en el centro y Megan a la derecha. El lugar seguía conservando ese olor característico de las estaciones de servicio, parecía impregnado en el asfalto. No se veían papeles ni restos de ningún tipo. La gasolinera podría haber estado cerrada, podría haber sido un festivo cualquiera. Caronte recordó el día que era: viernes 9 de septiembre, las tres de la tarde. No, debería estar abierta.
—Tal vez quede combustible.
Megan hizo intención de dirigirse a uno de los surtidores.
—Aunque quede en los depósitos no podríamos extraerlo —Sami se arrepintió al instante de haber abierto la boca.
—Y por qué genio. Megan continuaba en dirección al surtidor.
—Las bombas de extracción son eléctricas, todo funciona con electricidad. Necesitaríamos una bomba manual para extraerlo ¿Tienes una bomba manual, la tienes?
—Puto moro, te voy a…
—Ya vale, los dos, en serio. Concentraos en lo que estamos haciendo. No podemos sacar combustible, además, tenemos suficiente para alcanzar Messina y allí tendremos que deshacernos del camión, no vamos a perder tiempo en buscar algo que no necesitamos. Buscamos agua, refrescos, cualquier cosa que se beba.
Megan se detuvo a un metro de Sami, asintió de mala gana y volvió a caminar hacia la entrada al tiempo que Caronte. Atravesaron la hilera de enormes maceteros de colores repletos de plantas desatendidas aunque ninguna reseca, el mundo continuaba sin necesitar al hombre para nada.
La cristalera de la puerta del bar estaba reventada. Caronte entró la primera. La luz del día era más que suficiente para permitir ver todo el interior. En el suelo abundaban los restos de envoltorios, servilletas, botellas vacías, latas medio aplastadas, sillas volcadas y mesas colocadas sin ningún orden. Una de las lámparas descansaba con el plafón roto sobre el mostrador. La mercenaria inspiró varias veces. Olía a rancio, a cerrado, a sucio, pero no olía a muerto, ni a zombi, eso hizo que su tensión se relajase. Avanzó un par de pasos permitiendo así que Megan y el hombre pasaran al interior.
—Esto está hecho una mierda, no encontraremos nada.
Megan se dirigió hacia la barra situada al fondo a la derecha. Sami le señaló la puerta de los aseos a Caronte, luego se dirigió hacia allí.
—Eh —llamó— no vas a pasar ahí sin verificar que el sitio está limpio.
—¿Limpio?
—Que no hay zombis, limpio no va a estar.
Caronte se dirigió hacia los baños, no la entusiasmaba la idea de entrar, si había bebida fuera no lo necesitarían pero había bares en los que se acostumbraba a almacenar cajas de bebidas en los aseos. Cogió un par de vasos de una mesa, empujó la puerta que daba a los aseos. El interior sí que estaba oscuro y de él escapó un repulsivo hedor a heces y a orines. Estrelló los dos vasos contra el suelo. Permaneció atenta, escuchando. Se adentró conteniendo la respiración. Solo había dos puertas, una de señoras y otra para el aseo de caballeros, no supo decir cual olía peor. Salió de nuevo y se alejó hasta la puerta de entrada antes de inspirar profundamente.
—No hay zombis pero el olor es insoportable, si yo fuese tú mearía fuera como te dijo Tamiko.
Sami obvió el comentario y se adentró en los aseos.
—¿Has encontrado algo?
—Se lo han bebido todo, los grifos no tienen agua, quedan dos culos, uno de vodka y otro de ginebra. He intentado dar un trago y por poco me revientan los labios. Ha sido una pérdida de tiempo, no hay nada.
Caronte pasó al costado de Megan y fue comprobando las neveras desconectadas.
—Ya las he mirado, te digo que no hay nada.
Sami se unió a ellas.
—Probemos en la cocina.
Allí el ambiente cambiaba, el olor a podrido era palpable. Caronte empujó con el cañón del fusil una cacerola. El sonido resultó inquietante. Ningún zombi se manifestó. Avanzaron apartando cacharros del suelo a su paso hasta localizar el foco del hedor. El cuerpo de una mujer descansaba en el suelo, boca abajo, en medio de un charco de sangre ya reseca.
—Sería la dueña, se resistiría, la apuñalaron, a saber.
—Aquí no hay nada, salgamos.
Al regresar al camión encontraron la cabina vacía.
—Pero qué… dónde…
—Parece que Tamiko sí ha encontrado algo.
Caronte se volvió hacia donde señalaba Megan. La japonesa venía con dos cajas llenas de botellines de cerveza.
—Hay dos cajas más en aquella furgoneta blanca. No es agua, pero al menos no moriremos deshidratadas.
Caronte desenfundó el cuchillo de Ayyer y se lo colocó en el cuello.
—Dije que nadie volvería a ir en solitario. Era una orden, no un consejo. Ahora podrías estar muerta…
—Pero no lo estoy —Tamiko levantó arrogante el rostro.
—Ha conseguido bebida ¿No? Y no ha pasado nada. Joder además es cerveza.
Caronte apartó el cuchillo y dejó que Tamiko dejase las cajas en el asiento del camión. Megan fue hacia la furgoneta a por las otras dos cajas.
—¿Cerveza? ¿En serio?
Caronte se enfrentó a Sami.
—¿Me vas a salir con el rollo musulmán? Si quieres bebes cerveza y si no te mueres de sed, haz lo que quieras.
—No se trata de eso, es la niña ¿Le vas a dar cerveza?
—En la Edad Media el pan y la cerveza eran las dos fuentes de alimento más usadas por el pueblo, daba lo mismo la edad de la gente.
El científico calló y se subió al camión.
—No estamos en la Edad Media —no pudo evitar responder aunque lo hizo tan bajo que no llegó a saber si el sonido había salido de su boca.
Sami tenía que reconocer que Caronte llevaba razón, los dos botellines ingeridos no solo habían calmado su sed, también habían mitigado el hambre que sentía. Sonrió de forma estúpida, otro efecto añadido del alcohol de la cerveza era el estado de adormecimiento y despreocupación en el que se encontraba. No es que no la hubiese probado nunca, no era un asiduo bebedor pero tampoco era un fundamentalista al respecto. Puede que simplemente necesitara desinhibirse, olvidar por un instante el horror en el que se encontraban inmersos, horror que él había contribuido a provocar de forma inequívoca. Sacudió la cabeza, se recostó y lanzó los cascos vacíos al asfalto. Cerró los ojos y se dejó llevar, al pasado, a su infancia, a esa infancia velozmente truncada por su agilidad intelectual.
Sus capacidades no pasaron inadvertidas para sus profesores. La Casa Real Saudí pronto se interesó por él y tras la muerte de su padre, a su madre no le quedó otra opción que aceptar el acuerdo que la ofrecieron: educación para sus otros dos hijos, su hermana permanecería con ella, a cambio de perder la custodia del primogénito: él.
Al principio no le había importado, le ofrecieron todo, le proporcionaron todo, los mejores profesores, los mejores colegios, la mejor formación, cuando hubo finalizado su instrucción ya intuía que iba a tardar en devolver todo lo que habían invertido en él, pero lo que se encontró superó todas sus expectativas; sus peores expectativas. No volvió a ver a su madre, no volvió a ver a sus hermanos, nunca regresó a su pueblo.
Tiempo más tarde caería en las garras de la Organización. En ese momento lamentó haber rechazado la tercera cerveza que le había ofrecido Megan. Intentó concentrarse en algo que lograse ahogar el torrente de lágrimas que amenazaba con desbordarse. Observó a la niña, cantaba y se mecía al ritmo del traqueteo del camión. Pensó entonces en su hermana, la última vez que la vio era algo menor que Sandra. No lograba ponerle cara, había olvidado su rostro, su piel, su pelo, su olor.
—Canta conmigo Sami.
La pequeña se había acercado al científico y tiraba de sus manos. Sus ojos estaban demasiado encendidos, el alcohol de la bebida había producido un mayor efecto en su organismo virgen.
—Vamos, por favor.
—No sé cantar —respondió resistiéndose a soltar las pequeñas manos.
La niña sonrió y depositó un beso sobre su frente, luego se sentó entre sus piernas y se acurrucó. Al poco dormía profundamente.
—Descansa pequeña, descansa, yo cuidaré de ti.
—Bellas durmientes, arriba.
Megan hacía sonar una botella contra el lateral del camión.
—Joder Megan, deja de hacer ruido.
La niña se desperezó en brazos de Sami. Él parpadeó varias veces mirando en todas direcciones para intentar adivinar dónde se encontraban.
—¿Qué hora es? ¿Dónde estamos?
El sueño había resultado reparador, a pesar de la posición y de haber mantenido encima a la pequeña sus fuerzas parecían renovadas.
—En Mesina, bajad rápido, Caronte quiere cruzar antes de que anochezca.
—¿Qué hora es? —Volvió a preguntar el científico.
—Pasan de las seis, no tardará en ponerse el sol, hay que darse prisa.
—¿Qué es lo que vamos a cruzar?
Sandra se desperezaba en pie, su joven organismo se había recuperado rápidamente.
—¿Puedo beberme otra cerveza?
Megan sonrió y le abrió un nuevo botellín que la niña devoró.
—¿Cómo piensas pasar al otro lado? —Sami observaba como Caronte se colocaba el fusil— no pensarás que crucemos a nado.
Caronte escrutó al científico y luego a los demás.
—No hay demasiada distancia, alrededor de tres kilómetros en su punto más cercano pero no estamos en condiciones de nadar ese trayecto. Además en breve anochecerá, no debemos estar en el agua entonces, podríamos despistarnos.
—¿Y entonces?
—Por todas estas playas hay pequeños puertos deportivos, no hace tanto las playas estaban cubiertas de botes, no necesitamos gran cosa, vamos.
Caronte iba en cabeza y Megan la última, avanzaban juntos, Caronte llevaba eso a rajatabla, no volver a separarse, nunca. Dejaron la Via Fortino y se adentraron en la arena. La zona olía bien, como siempre, a mar, a pescado, a fin de semana en la costa. Todos en silencio, y por separado, disfrutaron de ese instante.
La última vez que Caronte había pisado esa playa, la arena estaba saturada de pequeñas barcas, canoas, los bloques de piedra que protegían el improvisado puerto envolvían a unas pocas embarcaciones que se mecían lentamente. Cerró los ojos, e imaginó volver a vivir ese momento, sintió la arena que levantaban los críos mientras corrían entre las toallas, vio la puesta de sol tras todo un día de mar, aspiró el aroma del pascado asado en los bares del paseo, escuchó el soniquete de los subsaharianos ofreciendo a voces latas frías y gafas de sol, degustó el gin tonic mientras las olas envolvían sus piernas, acarició el torso desnudo de su acompañante. Cuando los abrió de nuevo sintió una enorme presión en el pecho, su vello se erizó, sus músculos se tensaron, las lágrimas estuvieron a punto de asomar. Nada de lo que recordaba existía ya, todo era abandono, desolación, soledad. Su voz sonó demasiado ronca cuando ordenó que la siguiesen.
Las pocas barcas que permanecían en la arena no serían capaces ni de flotar. En el embarcadero se veía asomar la proa de una motora y el casco casi hundido por completo de otra.
—¿No vale una moto?
—Tenemos que atravesar el agua y no creo…
Caronte había visto lo que señalaba la pequeña. Corrió hacia las cinco motos de agua subidas en sendas plataformas de plástico. Lo normal era que esas plataformas flotantes permaneciesen en el agua, las motos se subían a ellas directamente desde el mar. Seguramente perteneciesen a alguna empresa de recreo que las alquilaba para disfrute de los turistas. Entre Megan y Caronte apartaron las fundas de dos de ellas, las otras no llevaban. Todas eran iguales, mismo modelo, mismos colores.
—¡Mierda! —Megan lanzó una patada a una de las motos— no están las llaves, sin ellas no sirven de nada, ni siquiera sabemos si tienen combustible.
Caronte leyó el nombre que figuraba en el logo frontal y en ambos costados.
—Maremoto.
Luego se giró en redondo y comenzó a buscar con la mirada.
—¿Qué haces? —Tamiko se había situado a su derecha— debemos buscar otro medio de transporte o un lugar seguro en el que pasar la noche.
—No hay ninguna caseta en la orilla con ese nombre, pero puede que haya por aquí algún vehículo de la empresa.
Tras recorrer la carretera tuvieron que aceptar que no había coche alguno con un logo como el que figuraba en las motos. Debían buscar otra forma de atravesar el estrecho.
—¿No es raro que no haya zombis?
—¿Echas de menos a tus criaturas? —Tamiko puso cara de no entender el comentario de Megan.
—¿De qué está hablando Megan? —Se volvió la japonesa hacia Caronte.
Antes de que pudiese responder, la pequeña la cogió de la mano.
—Tranquila, no te preocupes, es pasado, ya…
—No, la moto, esa moto tiene la misma pegatina.
Sandra señalaba una Vespa tirada entre dos coches. Caronte sonrió y la levantó. Tampoco tenía llave alguna a la vista.
—En el maletero, debajo del asiento —indicó Megan.
Caronte hizo palanca con el cuchillo de Ayyer. El cierre saltó. Tras levantar el sillín su rostro resplandeció. En su interior había un manojo de llaves cada una con un llavero de plástico.
—Buena chica.
Navegaban rumbo a Scilla, las salpicaduras de espuma refrescaban sus rostros, la suave brisa marina azotaba sus cabellos. El hecho de haber encontrado transporte tan rápido había mejorado su confianza. Solo tres de las cuatro motos tenían suficiente combustible para cruzar, no necesitaban más. Tamiko llevaba de paquete al científico, la niña se agarraba a la cintura de Megan y Caronte viajaba sola, disfrutando de ese momento, de esa exigua victoria.
Observaba las maniobras de Megan, la pequeña reía divertida con cada una de ellas. Su risa cantarina resultaba balsámica, contagiosa, hacía que todo mereciese la pena. La niña era inteligente y evolucionaba día a día, puede que fuese así antes o puede que el instinto de supervivencia agudizara sus capacidades. Se dijo que a partir de ese momento se aplicaría en enseñarla a luchar, a defenderse, tarde o temprano lo necesitaría.
El sol se iba ocultando tras ellas. Caronte se adelantó, tenían el Puerto de Scilla enfrente, detuvieron su avance. Tamiko se situó a su derecha y Megan a la izquierda. Tampoco allí se veían zombis en los alrededores.
—Podemos continuar costa adelante un poco más.
—Olvídalo —corrigió Caronte a Tamiko— apenas nos queda combustible, las motos pueden pararse en cualquier momento. Accederemos al Puerto, buscaremos un transporte y continuaremos viaje.
—¿Sin parar?
—¿Estás cansada?
Tamiko negó con la cabeza.
—Bien, pues vamos allá.
Avanzaban lentamente para hacer el menor ruido posible, una al costado de la otra. Había zombis aislados pero no constituirían un problema. Caronte sonrió al recordar la historia del lugar, las aguas donde había habitado la bestia mitológica de Escila, ahora había bestias mil veces peores sobre la tierra.
Sandra se había puesto en pie sobre el sillín de la moto y se agarraba a los hombros de Megan, movía a un lado y a otro su cabeza, sus negros cabellos batían a izquierda y derecha. Caronte lo vio tarde; Megan ni siquiera se dio cuenta.
Dos zombis se abalanzaron sobre la moto, habían aparecido del fondo, sus rugidos lo llenaron todo y alertaron a los muertos que deambulaban por los pantalanes. Pero no eran esos los zombis que preocupaban a Caronte, multitud de muertos caminaban por el fondo de las aguas, estas no tardaron en comenzar a hervir por sus continuos movimientos y manotazos. Los dos zombis lograron volcar la moto, la niña salió lanzada hacia atrás a espaldas de Caronte. Megan logró enderezar de nuevo la moto y giró en redondo pasando por encima de los dos zombis. La niña gritaba y sacudía los brazos pidiendo ayuda.
—Socorro, me cogen de los pies.
Megan se lanzó al agua.
—¡NO! —Gritó Caronte girando la moto también y lanzándola sobre los dos zombis.
Al otro costado, Tamiko y Sami pateaban las manos y las cabezas de los zombis que intentaban arrastrarlos al fondo mientras daban vueltas en círculo.
Megan había logrado llegar hasta Sandra, trataba de izarla y mantenerla en alto, a salvo de los zombis. Solo sus brazos permanecían fuera del agua. El peso de la cría impedía que saliese a respirar, no veía nada en las oscuras aguas pero podía sentir el movimiento de los zombis a su alrededor. Flexionó las piernas y se impulsó. Logró sacar la cabeza y respirar. Caronte se encontraba junto a ellas y le tendía la mano a la niña. Sintió como se la arrebataban y su flotabilidad mejoró, la pequeña ya no dependía de ella, ahora podía ocuparse de sí misma.
Caronte sentó a la cría tras ella y volvió a tenderle la mano a Megan. Tiró con fuerza de su brazo. Su compañera apoyó un pie en la moto y se ayudó de él para izarse. Lo iba a conseguir, estaba saliendo del agua. Caronte hizo un último esfuerzo, sus músculos estaban a punto de estallar. Megan casi había salido por completo del agua. Dos zombis se abalanzaron sobre la moto haciendo que se inclinase sobre el costado izquierdo, Caronte tuvo que soltar a Megan para poder dominar la moto con una mano mientras con la otra se aseguraba de no perder de nuevo a la niña. Lanzó dos patadas a los rostros de los zombis que intentaban hacerles volcar y aceleró girando al mismo tiempo.
Megan se defendía en el agua de los zombis lanzando puñetazos y patadas en todas direcciones. Caronte volvió a tenderle la mano. Megan se agarró y de nuevo colocó el pie sobre la moto. Cuando iba a comenzar a izarse dos zombis se colgaron de ella. Caronte vio claramente como uno de ellos lograba clavar sus dientes en la mejilla de su compañera. Su mano se soltó, pudo oírla gritar de dolor, de impotencia, de rabia, pudo oírla maldecir a los muertos vivientes, no solo a esos dos, a todos. El otro zombi alcanzó su cuello, la sangre escapaba a borbotones tiñendo el agua a su alrededor, salpicando la moto de Caronte. Megan intentó decir algo pero ya no fue capaz, se ahogaba en su propia sangre, los zombis la arrastraron al fondo.
Caronte dio un par de vueltas más esperando que reapareciera pero eso no ocurrió. Las sienes la estallaban, tenía grabado a fuego el sonido de los gruñidos de los zombis, el chapoteo de sus brazos, la carne de Megan desgarrándose, su cuerpo hundiéndose en el agua, el olor de su sangre al mezclarse con el mar. Observó la estela de la moto en el agua, estaba literalmente maniobrando sobre la sangre de su compañera. Cada vez había más zombis bajo la superficie, cada vuelta le costaba más evitar sus garras.
—Tenemos que salir de aquí, alcanzar la costa. Ya no podemos hacer nada Caronte, Megan está muerta.
Caronte dio una vuelta más.
—Caronte, por favor…
Vio a Tamiko esquivar también las manos de los zombis intentando derribarla. No había rastro de Megan. Caronte enderezó la moto y enfiló hacia el puerto. Las motos iban saltando sobre los zombis sumergidos, sus brazos asomaban cerrando sus manos al aire.
Caronte estaba aterrorizada, no apartaba la vista del indicador de combustible, llevaba rato marcando vacío. Si se detenía entre los muertos sería su fin. Aún quedaban más de cien metros para alcanzar el pantalán más cercano. En segundos tomó una decisión. Giró casi noventa grados y dirigió la moto hacia la playa siguiente, a aguas más profundas. Cuando vio como Tamiko la seguía aceleró.
No sabía si era una sensación suya pero le daba la impresión de que la moto daba tirones, aceleró a tope, ni siquiera redujo al aproximarse a la playa. La moto irrumpió en la arena y se frenó por completo, tanto Caronte como la niña salieron despedidas hacia adelante. Tras un par de vueltas sobre la arena se incorporó, descolgó le fusil y se preparó para enfrentarse a los posibles zombis que apareciesen. Tamiko fue más delicada y detuvo la moto en la orilla, la japonesa y el científico saltaron al agua y corrieron hasta reunirse con el resto.
Nadie decía nada, solo se escuchaban los jadeos, las respiraciones nerviosas y entrecortadas. Caronte intentaba calmarse, los zombis que tenía a la vista se encontraban todavía lejos para representar un peligro inminente. Ninguno hacía nada, nadie se movía. Pronto anochecería. No se encontraba con fuerza ni ánimos para ponerse a buscar un vehículo.
—Haremos noche aquí. Debemos encontrar un lugar seguro. Necesitamos descansar.
Corrieron en paralelo a la playa, hacia la izquierda, frente a ellas había una construcción, un chalet protegido con un muro lo suficientemente alto como para evitar que los zombis pudiesen acceder. Si rodeaba por completo la casa y no estaba comprometido en ningún punto podía ser el lugar que necesitaban para reponerse.
Caronte colocó un pie en una hendidura en la roca y se elevó lo suficiente para acabar de trepar a la pared.
—¿Es seguro? —Tamiko aún no había recuperado sus pulsaciones normales.
Caronte se esforzaba en visualizar lo que podía del perímetro de la casa. No vio ningún movimiento.
—Parece desierto.
Con la ayuda de Caronte todos treparon al muro, saltaron al interior y se dirigieron hacia la casa. El chalet estaba rodeado de frutales, naranjos, manzanos, perales, limoneros, olivos, almendros. El que los había plantado no había llevado un orden especial.
Alcanzaron la puerta de entrada de vehículos, también se encontraba cerrada. El camino descendía hacia lo que debía ser el acceso al aparcamiento. Tomaron las escaleras de la derecha que daban a una entrada de servicio, probablemente se tratase de la cocina. La puerta era blindada y estaba cerrada. Se asomó al pequeño balcón lateral y descubrió, efectivamente, un patio inferior que daba a una puerta enorme para el paso de vehículos.
Desandaron el camino y comenzaron a rodear la vivienda. El césped que flanqueaba la parte delantera estaba en estado salvaje, sin cuidar, sin regar, probablemente desde el mismo día que se desató la infección. Caronte se asomó a la piscina con forma redondeada. El agua tenía una tonalidad verdosa y el olor que despedía no era agradable. La pequeña fue a asomarse también pero la alejó de un brusco empujón, aún tenía demasiado recientes las imágenes de los zombis apareciendo desde el fondo del mar, nada garantizaba que alguna bestia no se escondiese en el suelo de la piscina. Se volvieron hacia la casa. Una amplia cristalera correspondiente a dos grandes ventanales parecía invitarles a entrar.
—No hay rejas.
—Tendrían sistema de alarma, además, los cristales son muy gruesos, no llegan a ser blindados pero casi.
—Una buena casa —observó Tamiko.
—Sí, solo debemos encontrar la manera de entrar.
Rodearon por completo la construcción sin localizar lugar alguno por el que colarse dentro. Ahora se hallaban frente a la puerta metálica que debía dar acceso al garaje.
—La buena noticia es que todo el recinto está protegido y no hay zombis dentro.
—Sí, y la mala es que no tenemos forma de entrar —se lamentó Caronte.
Sami se agachó y tiró del asa de la puerta metálica. Esta se elevó sin apenas esfuerzo. Un flamante Porsche Cayenne rojo con una capa de polvo de un dedo apareció como por arte de magia.
—Tanta seguridad y se dejan la puerta del garaje abierta, les van a robar el coche.
La casa se distribuía en dos plantas. La baja en la que se encontraban albergaba la cocina, salón, una habitación y un aseo. La planta superior, a media altura, daba paso a dos habitaciones, dos baños y la habitación principal.
Desde que accedieron a la vivienda ninguno había expresado nada. Tras comprobar que estuviese libre de zombis todos parecían encontrarse en una especie de estado de letargo. Caronte se dirigió al mueble bar, destapó una botella de whisky y llenó un vaso hasta la mitad. Lo elevó hasta situarlo a la altura de sus ojos y sin soltar la botella se lo bebió. El alcohol recalentó su esófago, su garganta, todo su interior, sus labios ardieron. Tamiko, Sami y la pequeña la observaban en silencio. Caronte rellenó el vaso una vez más y de nuevo lo vació de un trago. Necesitaba apaciguar su alma, adormecer su cerebro, drogar su conciencia.
En todas las misiones en las que había participado nunca, y nunca era nunca, nunca había dejado a nadie atrás, pero hoy… las emociones se agolparon en su pecho, las lágrimas amenazaban aflorar de un momento a otro. Se sentó en el sofá, de pronto sus piernas parecían incapaces de sostenerla un segundo más. Mantenía en una mano el vaso vacío y en la otra la botella de licor. Sandra rompió a llorar y se lanzó a sus brazos, Sami hubo de sentarse también y Tamiko se dio la vuelta para evitar que la vieran llorando. Las últimas emociones pasaban factura a todos.
—Ha sido culpa mía, lo siento, lo siento, lo siento —Sandra no dejaba de llorar sin levantar el rostro del pecho de Caronte— no debí ponerme en pie en la moto, no me habría caído y Megan no habría tenido que tirarse a por mí. Ha sido mi culpa, Megan ha muerto por mi culpa.
La niña no dejaba de llorar, apenas se la entendía, Caronte trató de recordar cuál había sido la última vez que ella había llorado de esa forma y cuál había sido la causa.
—Mírame —había cogido de los hombros a la pequeña obligándola a mirarla a los ojos— nada de esto ha sido culpa tuya, me oyes, nada, seguramente tú seas la persona menos culpable de esta situación…
—Pero si no me hubiese puesto en pie…
—¡No! Tú eres la víctima, los zombis son los asesinos, los zombis y quienes ayudaron a crearlos —dirigió una mirada a Sami que no pasó desapercibida para Tamiko— oí como Megan te decía que te subieras al asiento, vi como lo hacías, pude impedirlo y no lo hice, nos confiamos, una vez más nos sentimos seguras, infravaloramos el poder destructivo de esas cosas. Tú no eres culpable, no lo eres, al menos no más que cualquiera de nosotros.
A pesar de todo, la pequeña fue incapaz de dejar de llorar. Lloró y lloró hasta quedar dormida en brazos de Caronte. La mercenaria la subió a la habitación y la acostó en el centro de la cama de matrimonio.
—Será mejor que todos durmamos, lo necesitamos. Mañana saldremos al alba.
—Este sitio parece seguro, fuera hay frutales y…
—No nos quedaremos. Partiremos al amanecer.
Sami no dijo nada más. Caronte se quitó las botas y se tendió en la cama. Ni Tamiko ni el científico se habían movido del sitio. Caronte comprendió. Les hizo una indicación y tras asegurar la puerta todos se tumbaron en la cama, ninguno quería pasar esa noche en solitario.
Caronte se sentó al volante del Porsche. No le había resultado complicado localizar las llaves. Se encontraban en un cajetín colgado a la derecha de la puerta principal. Introdujo la llave en el contacto. La pantalla central se encendió mostrando la fecha y la hora: las 7 de la mañana del sábado 10 de septiembre. La aguja del combustible marcaba poco más de un cuarto de depósito. Giró la llave y el motor arrancó con un suave ronroneo. Lo paró, funcionaba.
Cuando subió a la vivienda se encontró a Sami cortando unas manzanas.
—Estoy preparando algo de fruta.
—¿De dónde has sacado esas manzanas?
—Los frutales de la entrada, aún quedan muchas por recoger. Luego pod…
Caronte lo agarró por el pecho.
—Te he dicho, os he dicho a todos, que no os separéis por nada. Ahí fuera podría haber zombis.
Sami bajó la cabeza.
—Lo siento, solo quería preparar algo sabroso. La niña necesita vitaminas, nosotros también —le tendió un plato con una manzana troceada.
Caronte lo aceptó y se lo comió con avidez.
—Si quieres ir a alguna parte, la próxima vez avísame —se dirigió a la habitación y despertó a Tamiko y a la chica, quería salir lo antes posible.
Tamiko conducía por la SS18. Caronte, entre tanto, se esforzaba en analizar las posibilidades que le ofrecía el GPS del vehículo. Mientras se iban cargando las peticiones que realizaba, Caronte rememoró la salida del chalet. No había sido una decisión sencilla. Se encontraban en un lugar seguro, probablemente tardasen mucho tiempo en localizar otro como ese. Había frutales, suficientes conservas en la casa, bebida y, sobre todo, se hallaban protegidos por un robusto muro que impedía el acceso al recinto a los zombis.
Pero Caronte no podía esperar, sentía que las respuestas que anhelaba encontrar solo podría hallarlas en Roma; todos los caminos llevaban a Roma y, una vez allí, al Vaticano. Se le erizó el vello al comprender que debería volver a adentrarse en el corazón de la Organización, no sabía cómo sería recibida, todo podía terminar con un tiro en la frente para ella… y para el resto. Abrió la ventanilla para que le diese el aire y evitar que los otros advirtiesen su repentina palidez. Apartó esos pensamientos y continuó recordando. Tras cargar el todoterreno con cuantos líquidos habían encontrado y haber esquilmado los frutales, se aprestaron a empujar la puerta de acceso de vehículos y abandonaron la seguridad del edificio; la suerte estaba echada.
Caronte se volvió hacia atrás, la pequeña continuaba con la mirada perdida en la lejanía. Desde la última conversación apenas había dicho un par de palabras. Era evidente que seguía sintiéndose culpable de la muerte de Megan. La niña cada vez daba más muestras de una elevada madurez impropia en una persona de sus años. El aprecio que sentía por ella no paraba de crecer.
Evitaron desviarse hacia la A2, sin duda era una carretera más rápida, pero también transcurría en gran parte por debajo de las montañas en túneles interminables. Si alguno de ellos se encontraba obstruido podrían verse en problemas y eso no resultaba apetecible.
Tamiko detuvo el coche lentamente. Caronte temió que el combustible se hubiese agotado, pero el motor seguía en marcha. La japonesa se había detenido en otras tres ocasiones debido a sendos túneles que había que atravesar. Tras inspeccionarlos a pie, se habían adentrado en ellos y hasta ese momento no habían tenido problema alguno. Pero esta vez no había ningún túnel a la vista, así que Caronte se giró preguntando:
—¿Qué pasa? No hay nada que impida…
Sus palabras se ahogaron cuando descubrió lo que estaba observando Tamiko.
—¿Eso es un submarino?
Nadie respondió. La japonesa paró el motor y todos descendieron. En el ambiente se respiraba un olor raro, desconocido.
—¿Qué puerto es este? —Interrogó Tamiko.
—Puerto de Tropea —respondió Sami tras consultar la pantalla del navegador.
—¿Eso es un submarino partido en dos? —Insistió Caronte.
—Mira la humareda esa. El accidente ha sido reciente.
Los ojos de Tamiko se volvieron hacia Caronte en espera de alguna explicación. La mercenaria se había subido al techo del vehículo para conseguir un mayor alcance visual, en su cerebro se habían disparado todas las alarmas. Qué probabilidades existían de que un submarino nuclear encallase en un puerto por el que pocas horas después iban a pasar ellas.
—La Organización no disponía de naves como esa —Tamiko se hallaba junto a ella, había interpretado a la perfección sus pensamientos.
—¿Cómo lo sabes?
—Es un submarino inglés.
Descendieron junto al científico y la niña.
—¿Cómo lo sabes? —Insistió Caronte enfrentándose a la japonesa.
—Clase Astute, no hay duda, es británico.
—Eso no garantiza nada. No hace mucho la Organización se hizo con un buque de guerra español —cuestionó Caronte.
Tras su comentario se extendió el silencio.
—¿Qué piensas tú entonces? —Interrogó Tamiko.
—La Organización se hizo con ese barco y un solo hombre se lo arrebató.
—No fue un solo hombre —corrigió la mercenaria japonesa.
—Ya —continuó despectiva Caronte— mira todos los zombis que hay en las inmediaciones del puerto —cambió de tema para evitar la estéril discusión— no hace mucho que se ha estrellado.
—O lo han hecho estrellarse —intervino por primera vez el científico.
—¿Con qué finalidad?
—Pues… —Sami no supo aportar ninguna explicación.
—Esto es una pérdida de tiempo, debemos continuar.
—¿Y si hay supervivientes en el interior?
Caronte se dio la vuelta y observó una vez más el submarino.
—Hay demasiados zombis en los alrededores y no tenemos más que un fusil con unas pocas balas. Si ha sobrevivido alguien tendrá que seguir haciéndolo por su cuenta. Nos largamos.
El hallazgo del submarino había sumido en una profunda zozobra a Caronte. Apenas había respondido con algún monosílabo a los comentarios que había expresado Tamiko, continuaba dándole vueltas a una idea, una idea que la esperanzaba y la aterraba a partes iguales.
Entre que Sami no era de verbo fácil, el ostracismo de la niña, y el ensimismamiento de Caronte, apenas habían cruzado alguna palabra suelta desde que se toparon con el submarino. El Porsche dio un par de tirones y Tamiko se detuvo apartándose al arcén de la carretera.
—¿Te sales de la carretera para no molestar al resto de vehículos? —Caronte no pudo evitar una sonrisa de burla.
—La costumbre, supongo. Apenas hay combustible, se parará de un momento a otro —respondió sin darse por aludida.
—Vale, esa población es Cosenza, no quiero que nos metamos en el centro así que trata de ir por el exterior, intentaremos encontrar otro transporte.
El Porsche avanzaba por una rambla, a un lado y a otro sobrepasaban urbanizaciones una al costado de la otra. El coche experimentó dos violentos tirones y a Tamiko solo le dio tiempo a subirse a la acera antes de que el motor se parase por falta de combustible. Las 12:00, hora redonda.
Salieron del coche mirando en todas direcciones.
—¿Y ahora qué hacemos? En el coche cargamos bebida y fruta, no podemos llevarla en las manos y no podemos dejarla ahí —Sami sopesó una de las manzanas.
—Intentaremos dar con un coche en esa zona y volveremos a por ellas.
No habían avanzado más de diez metros cuando la pequeña se detuvo mirando al interior de una de las urbanizaciones. Caronte se situó tras ella.
—Hay una piscina.
—¿Te gustaría que pasáramos a ver si puedes bañarte?
La pequeña se volvió encogiéndose de hombros.
—No lo sé ¿Es seguro?
Caronte sonrió con franqueza.
—Comprobaremos antes todo el recinto y lo limpiaremos.
La niña asintió por fin.
Una tras otra fueron saltando al interior. Caronte se situó en cabeza, avanzaba con precaución comprobando que no hubiese sorpresas. La piscina estaba vacía de zombis, el agua un poco verde pero serviría, se veía el fono y no estaba… ocupado. Al volverse descubrió una de las puertas de los portales abiertas.
—Puede que en el garaje haya vehículos, seguramente tenga acceso interior.
Tamiko echó a andar. Caronte les indicó a la niña y a Sami que esperasen fuera. La puerta número uno estaba cerrada, como la de enfrente, pero a diferencia de aquella, en esta las llaves se encontraban puestas.
—Que simpáticos los italianos, maravillosa costumbre —
sonreía Tamiko.
—Primero comprobemos el aparcamiento.
Las dos mujeres descendieron una planta y accedieron al garaje atravesando un par de puertas contraincendios metálicas. Nada más asomarse, comprendieron que en ese lugar sí había muertos, pero de los que caminaban. Las carreras y los gritos y gruñidos comenzaron. Caronte enseguida lamentó no haber recordado buscar una linterna en el chalet de Scilla, la oscuridad abajo era casi total. Las carreras se escuchaban cada vez más cerca.
—¿Es que los malditos zombis tienen visión nocturna? ¿Cómo ven esos cabrones?
—Ven —Caronte tiró de ella y dejó abiertas la puerta de acceso al aparcamiento y la puerta por la que acababan de bajar.
Retrocedieron hasta una tercera puerta al fondo, nada más pasar comprendieron que era el acceso al ascensor y… no había otra salida. Cerraron antes de que llegasen los zombis y permanecieron en silencio. La oscuridad era casi total, las pulsaciones de ambas se desbocaron, si las descubrían no tendrían escapatoria.
El sonido de las pisadas se hizo más fuerte, el temor más intenso. Oían a los zombis dirigirse a la salida a las viviendas cuya puerta habían cerrado al descender. A los gruñidos, gritos y jadeos se les unieron los golpes sobre la plancha de acero de la puerta.
—He contado siete —susurró Caronte— tengo una idea.
Si hubiera podido ver la expresión de espanto de Tamiko no se hubiese mostrado tan confiada.
—No sabemos cuántos hay, podrían ser más, podrían entrar más.
—Cerraremos la puerta que conduce al aparcamiento y los liquidaremos en las escaleras.
La expresión de Tamiko era de auténtico pavor. Caronte contó mostrando los dedos hasta tres y abrió de golpe, cerró el acceso al garaje y empuñó el fusil. En las escaleras de subida la luz era suficiente para hacerse una idea de la situación. El hedor a putrefacción la asaltó, los zombis amontonados contra la puerta no dejaban de aporrearla entre gritos. Caronte se echó el fusil al hombro y comenzó a disparar.
Los sorprendidos zombis fueron cayendo a medida que sus cabezas iban siendo atravesadas. Un disparo, dos, tres, así hasta nueve, no siete, había nueve zombis, un error que podría haber resultado fatal, le quedaba una bala.
El olor de la pólvora ayudaba a contrarrestar el de los muertos. El sonido de los disparos había instalado un intenso pitido en los oídos de las dos mujeres. Se apoyaron sobre la puerta cerrada del aparcamiento y esperaron. Solo escuchaban los latidos de sus descontrolados corazones, pero ni una sola carrera más al otro lado de la puerta.
Ascendieron los escalones corriendo, temiendo que, a su paso, alguno de los zombis incorporase su hedionda boca para morderlas. Cuando salieron al portal sintieron las camisetas pegadas a sus cuerpos por el sudor acumulado. Ambas sonrieron hasta darse cuenta que las llaves de la puerta habían desaparecido. Salieron al jardín; no había rastro de Sami y de la niña.
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Al primer disparo Sami cogió a la niña de la mano y la arrastró hasta la vivienda que tenía las llaves puestas. Las giró pidiéndole a Alá que fuesen de la casa. Nada más girar, el pestillo se ocultó y la puerta blindada se abrió. El científico tiró de Sandra y cerró a su espalda. Los disparos y los gritos de los zombis continuaban. Debían esconderse, tenía que proteger a la niña. Se dirigieron hacia la puerta más lejana, era la habitación principal, abrió la siguiente puerta, era el baño. Fuera, el sonido de los disparos lo envolvía todo sin permitirles escuchar otra cosa que no fuesen las detonaciones. Sami estaba aterrado. Se adentró en el aseo seguido de Sandra.
Si hubiese podido pensar con claridad se habría percatado del olor, el maldito olor. Tiró de la mampara con la intención de ocultarse en el interior de la bañera con la niña. Nada más correrla el zombi que aguardaba dentro se le echó encima. Sami y él cayeron al suelo. Los disparos de fuera habían cesado. La zombi, era una mujer, gruñía enloquecida. Pronto el sonido de las detonaciones fue sustituido por los gritos de la zombi. Sami trató de protegerse la cara interponiendo su mano. El dolor que sintió fue el más intenso que había sentido nunca, no por los daños en sí, sino por lo que implicaba: le habían mordido.
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La puerta de la vivienda uno se abrió dejando ver el rostro desencajado de Sandra.
—¡Sami… un zombi… le ha mordido!
Caronte se precipitó hacia la casa, corrió guiada por los gruñidos y los sonidos de pelea. Al llegar al baño descubrió en la penumbra a una zombi sobre el científico. Sujetó la cabeza de la muerta de los pelos y le introdujo el cuchillo de Ayyer por el oído. La levantó y la lanzó al interior de la bañera.
—Mi mano, me ha mordido.
Caronte actuó por instinto. Levantó al hombre, luego le golpeó en el rostro y sujetó su brazo. Antes de comprender lo que se proponía sintió como su brazo se partía por el codo al estrellarlo Caronte contra el borde del lavabo.
—Un cuchillo grande, rápido.
El científico estaba en shock, su cerebro era incapaz de procesar más dolor, al menos eso pensaba hasta que Tamiko apareció con una macheta de partir carne en la mano y se la tendió a Caronte. La mercenaria necesitó tres fuertes golpes para que la carne terminase por separarse. El brazo comenzó a escupir sangre, un primer borbotón sobre el espejo, luego al lavabo, por último al suelo, donde Sami había caído inconsciente. Caronte oprimió con las dos manos el brazo para evitar que el hombre continuase desangrándose.
—Una cuerda rápido.
Tamiko regresó con un cable de la luz de metro y medio.
—Solo he encontrado esto.
Con ayuda de la japonesa le practicó un apretado torniquete sobre la herida, luego, entre las dos lo recostaron en la cama de matrimonio con el brazo en alto, el musulmán seguía inconsciente.
—¿Cómo sabes que funcionará? ¿Cómo sabes que de aquí a ocho horas o antes no se transformará en una de esas cosas?
Tamiko, tras limpiar sobre la sábana la macheta con la que Caronte había seccionado el brazo de Sami, se la guardó en el cinturón.
Caronte suspiró profundamente.
—No lo sé, pero no perdemos nada por probarlo, si se transforma…
Tras el final implícito de la frase se dirigió de nuevo al aseo. A punto estuvo de resbalar por la sangre vertida en el suelo. Recogió el brazo amputado de Sami del suelo, aún estaba caliente. Alrededor del mordisco se iba irradiando una telaraña de venas oscuras, casi negras; el virus se extendía por el pedazo de cuerpo pero aún no había alcanzado el punto de corte. Lo lanzó al interior de la bañera y corrió la mampara.
Buscó en el armario situado bajo el lavabo algún botiquín pero solo halló una especie de táper con la tapa anaranjada lleno de analgésicos, antiácidos, antibióticos y pomada para el dolor. Se dirigió a la cocina y rebuscó en los armarios con idéntico resultado, luego se encaminó al salón. Sandra lloraba sin consuelo ocultando su rostro con las manos, la mercenaria se sentó a su lado y las apartó con delicadeza para descubrir su rostro.
—No debes llorar, si tiene alguna posibilidad es gracias a ti, si no nos hubieses avisado tan rápido ya estaría condenado.
—Pero le han mordido, le han mordido en la mano.
La niña no había visto lo ocurrido tras entrar ellas en la casa.
—Le he cortado el brazo, será un jodido manco, un jodido moro manco pero no se va a transformar.
La niña se enjugó las lágrimas con el brazo. Su rostro mostraba unos enormes churretes negros.
—¿De verdad? ¿Lo juras?
Caronte asintió.
—Lo juro.
La niña saltó del sofá con intención de correr junto al científico. Caronte logró retenerla.
—Es mejor que permanezcas aquí, está todo lleno de sangre y él… está inconsciente.
Caronte reparó en los temblores que sacudían a la pequeña. Rebuscó en los cajones y sacó un paquete de folios y una caja de pinturas de colores.
—Toma, cuando despierte se alegrará de ver algún dibujo tuyo.
Le tendió las hojas y los lápices a la niña y caminó de regreso a la otra habitación.
—Trae de la cocina una botella de ginebra, está en el armario de abajo a la izquierda. Hay que despertarlo, necesitará beber algo fuerte.
—¿Para qué quieres despertarlo? Así no siente dolor.
—Es médico, si no curamos esa herida morirá, tiene que indicarnos qué hacer.
Cada una de las mujeres se sentó a un lado de Sami. Caronte ladeó su cabeza, su rostro estaba cubierto de sudor y sangre, lo mismo que su cabello y su cuerpo. La sábana en la que descansaba tumbado iba adquiriendo también esa tonalidad rojiza.
—¡Sami! —Caronte lo movió de los hombros hasta lograr despertarlo.
Sus ojos se abrieron como platos, los tenía hinchados y enrojecidos. De su ropa también emanaba olor a orina, probablemente se lo habría hecho encima. En un principio pareció desorientado, pero al momento lanzó un grito de dolor y se buscó el brazo amputado con la otra mano. Al no encontrarlo se incorporó sin que ninguna de las dos mujeres pudiese evitarlo. Sus ojos amenazaron con salirse de las órbitas para inmediatamente cerrarse: había vuelto a perder el conocimiento.
Caronte lo despertó de nuevo. En esta ocasión el grito de dolor fue inmediato. La mujer le abrió la boca obligándole a beber un generoso trago de ginebra. Cuando la apartó, el hombre lloraba y gemía.
—Sami, necesito que te centres —le hablaba con tono elevado, con fingida seguridad— te han mordido en la mano, te la hemos cortado, tienes que decirnos qué hacer, si se te infecta morirás, no habrá servido de nada.
—Me han mordido, estoy muerto, teníais que haberme dejado morir en paz, o haberme clavado un cuchillo en la cabeza.
—Eso no va a ocurrir, la infección ha quedado en el miembro amputado.
—Eso no tiene base científica y te lo dice un científico —respondió entre gestos de dolor mientras extendía la mano para coger la ginebra y empinarla de nuevo.
Bebió hasta que la garganta le ardía casi tanto como el brazo. Le devolvió la botella a Caronte y observó su brazo, las lágrimas afloraron.
—Vale, es mejor usar un cinturón lo más ancho posible —Tamiko abrió el armario buscando alguno— en teoría solo puede mantenerse un máximo de dos horas, en ese tiempo ya se debería haber recibido asistencia médica —una risa nerviosa se apoderó de él terminando por hacerle toser, gritar de dolor y volver a empinar la botella.
—Y si no… y si no hay asistencia sanitaria.
—No puedo estar indefinidamente con el torniquete, al final se produciría isquemia y…
—¿Qué coño es la isquemia? —Tamiko estaba tan nerviosa como Sami.
—La isquemia es, básicamente, la muerte de las células que rodean la herida. Se produce por falta de riego sanguíneo, a las células no les llega oxígeno ni nutrientes y van muriendo, si no se trata termina derivando en necrosis —Sami se había dirigido directamente a la japonesa con expresión de no comprender la curiosidad de la mujer en ese momento.
—Vale —cortó Caronte— decías que al final se produciría la isquemia esa, pero si te quitamos el torniquete cómo coño evitamos que te desangres.
El musulmán apretó los dientes un instante, echó la cabeza hacia atrás tanto que pareció que se le fuera a desprender del tronco. Cuando relajó el cuello buscó la botella y dio otro pronunciado trago.
—Vale… vale —dejó la botella sobre la cama, no se cayó gracias a la rapidez de Tamiko en agarrarla— necesitamos —miró la botella de nuevo pero logró resistirse al impulso de terminarse todo el contenido— necesitamos vendas…
—No hay —interrumpió Caronte.
—Bueno, sábanas limpias servirán —Tamiko se dirigió al armario y comenzó a revolverlo hasta encontrarlas— córtalas en tiras de un palmo de ancho.
Sami cerró los ojos y apretó los dientes ante un nuevo ataque de dolor.
—Algo para lavar la herida, agua sería suficiente.
—En la cocina hay dos packs de botellas de litro y medio —Caronte le hizo una seña a Tamiko para que fuese a por ellas.
—Por último, algún desinfectante.
—De eso no hay nada, he buscado en todo el apartamento.
—Bien… azúcar —Tamiko, que ya había regresado con el agua hizo intención de volver a la cocina a buscar pero se detuvo y se volvió hacia Sami tratando de adivinar si quería el azúcar para la herida o empezaba a delirar.
—¿Azúcar? ¿En serio? —Caronte también comenzaba a dudar de la cordura del musulmán.
Sami arrebató la botella a Tamiko y se la terminó.
—El azúcar es antibacteriano, antiséptico, cicatrizante, desodorante y… seguro que en la cocina hay algún paquete.
Tamiko continuaba sin moverse.
—Sus propiedades curativas están asociadas a su capacidad para absorber líquidos. La primera acción del azúcar sobre los tejidos es absorber los líquidos de las bacterias, matándolas o deteniendo su capacidad reproductora. Su segunda acción es absorber las células superficiales dentro de la herida, de esta forma, al absorber el líquido de las células superficiales estas se secan, así lleva líquidos y sangre no contaminada desde el interior del cuerpo hacia la herida, hidratándola y facilitando una cicatrización más natural y rápida —se había expresado de carrerilla y con desgana.
—¿Entonces traigo el azucarero? —Tamiko se mostraba desconcertada.
—Trae un paquete, a ser posible nuevo, y una fuente.
Sami se desplomó hacia atrás quedando de nuevo inconsciente.
—Despiértalo —indicó la japonesa.
—No es necesario, ya lo tengo claro y es mejor que siga sin sentido, esto va a ser doloroso.
Con ayuda de Tamiko, Caronte vertió abundante agua sobre la herida y la lavó lo mejor que pudo. Luego abrió el paquete de azúcar y lo vació en la fuente. A continuación hundió el muñón dentro y dejó que se empapase y el azúcar se adhiriese suficientemente. Por último, realizó un vendaje compresivo de toda la herida con la sabana cortada a tiras. Cuando hubieron acabado, las dos mujeres estaban completamente empapadas en sudor.
—Vale, ya está. Suelta el torniquete.
Tamiko miró a Caronte sin estar segura.
—Suéltalo, no podemos hacer nada más.
La japonesa aflojó el cinturón colocado antes lentamente. Esperaba que de un momento a otro, la sangre volviese a brotar descontrolada en todas direcciones. Tras aguardar un minuto, ambas respiraron aliviadas, las tiras de sábana usadas no se habían empapado, el maldito científico tenía razón.
—¿Se va a morir?
Las dos mujeres se volvieron hacia la puerta, desde el marco, la pequeña, con los ojos hinchados por el llanto, las miraba apesadumbrada.
—No Sandra, creo que se pondrá bien.
—Y será… será…
—No, no será un zombi, al menos no debido a esta herida.
—¿Puedo? —Hizo intención de acercarse.
—Claro, aunque ahora está inconsciente.
Caronte cubrió la parte derecha de la cama con una toalla para tapar las manchas de sangre y ayudó a la niña a sentarse junto al científico.
Las dos mercenarias salieron de la habitación y dejaron a la pequeña acariciando el rostro del hombre.
Caronte vació media botella de agua y le tendió el resto a Tamiko. Cuando se la hubo acabado se la llevó al salón y ambas se sentaron en el sofá tras apartar unos mandos de la play a un lado. Se miró las manos, tanto Tamiko como ella las tenían empapadas de sangre pegajosa. Se dirigieron a la cocina y se lavaron usando otra botella. Luego encontraron una nueva botella de alcohol, esta de ron y prácticamente se la terminaron entre las dos.
—Iré a buscar medicinas, vendas, analgésicos, antibióticos, lo que encuentre. Cuando despierte no lo pasará bien.
—Creía que no debíamos separarnos.
Caronte torció el gesto.
—Y así es. También buscaré un coche. No salgáis de la casa bajo ningún concepto, aquí estáis seguras.
—Y si… y si…
—Si se transforma acaba con él. Son las tres y cuarto, estad preparadas, en una hora estaré de regreso con vendas, un botiquín y un coche. Controla el vendaje del árabe.
—¿Y la niña?
—Intenta mantenerla entretenida, aprovechad para comer algo.
Caronte salió de la urbanización saltando la valla. Se dirigió hacia el Porsche. Se sentó en el asiento del acompañante y cerró. Se desabrochó la chaqueta, se llevó las manos al pecho, el dolor era insoportable, le faltaba el aire. Tardó varios minutos en normalizar de nuevo su respiración, el aire, poco a poco, volvía a entrar con normalidad en sus pulmones. Estiró sus manos; volvían a temblarle.
Volvió a visualizar, fotograma a fotograma, el último suceso. El ahogo que sintió al no ver a la niña, su llamada desesperada de auxilio abriendo la puerta, Sami debajo del zombi a punto de perecer. Había estado rápida y letal matando al zombi, se vio golpeando al árabe en el rostro y partiendo su brazo contra el lavabo. Luego se vio golpeando el miembro con la macheta hasta amputarlo.
Había actuado por instinto pero con efectividad y profesionalidad. Eso era ella, una mercenaria profesional, en su trabajo era de las mejores, por eso había conseguido sobrevivir todo ese tiempo. Volvió a sentir una intensa presión en el pecho, un ataque de pánico, sí, sentía miedo, pavor, pero no por ella, no se trataba de eso. No quería, no, no podía perder a nadie más, a nadie. Hacía solo unas horas se había propuesto eso mismo y había muerto Megan. Y no había podido hacer nada, nada. Pensó en la niña, estaba muy unida al científico, si moría…
Respiró varias veces profundamente, sacó el cargador: vacío, solo le quedaba la bala de la recámara. No era mucho. Escondió el fusil y su chaqueta en el maletero, cogió una manzana y emprendió la marcha.
Había terminado la manzana y caminaba sin rumbo, simplemente intentaba alejarse, caminar, abstraerse. Empuñó el cuchillo. Recordó los ojos de Ayyer, la historia que debía esconder esa mirada. Seguramente nunca llegaría a conocerla. Un ruido hizo que reaccionase, observó su entorno. Había dejado atrás el camino de tierra por el que había descendido la montaña y se encontraba justo delante de una pasarela metálica que atravesaba una carretera y más abajo un barranco inundado. Sobre los tejados de las casas descubrió el origen del sonido, el motor de un vehículo, en concreto una ambulancia.
Desde su posición vio como maniobraba y se estrellaba marcha atrás contra la valla que cercaba unas naves. En cuanto la derribó, la sirena comenzó a sonar y los prioritarios a girar. No se había tratado de un accidente o de un error, había sido algo premeditado. Caronte enseguida comprendió la razón. Era una distracción. Los zombis no tardaron en dirigirse tras la fuente de sonido. Fue testigo de cómo todo el recinto vallado iba vaciándose de muertos. La cuestión era para qué y, sobre todo, quién estaba detrás de esa maniobra.
Atravesó por completo la pasarela y, por la margen del barranco, avanzó con la intención de descubrir qué era lo que estaba ocurriendo. Intuía que se trataba de algo importante. Hacía tiempo que había dejado de creer en las casualidades, no había coincidencias inocentes. Primero el submarino nuclear y ahora esto.
Se detuvo. Había oído algo, palabras. Los zombis no hablaban. De forma automática entró en modo assassin. Ahí se sentía segura, invencible. No tardó en descubrirlos. Dos hombres, ninguno era profesional, iban armados, al menos una pistola cada uno, sí, pero no se trataba de soldados, ni de polis, cómo se movían cómo actuaban, sí estaba segura. Los observó. Vigilaban también el recinto vallado que la ambulancia acababa de asaltar. Puede que formasen parte del mismo grupo pero algo le decía a Caronte que no era así, más bien daba la impresión de que estuviesen a la espera de algo, la distracción había funcionado y ellos no se movían; no tenía sentido.
Sopesó sus opciones. En dos segundos se decidió. Tras comprobar que no se tratase de una trampa cambió el cuchillo de mano y avanzó. Cuando estaba a solo cinco metros de los dos hombres se detuvo. No podía ser tan fácil. Su aproximación había pasado inadvertida para ellos. Se preparó. No conocía de nada a esos hombres, no la habían hecho nada, no tenía nada contra ellos, pero estaban en el lugar equivocado y… llevaban armas: su suerte estaba decidida.
—¿Crees que conseguirán hacerse con los antibióticos?
Caronte detuvo su avance. Antibióticos. Volvió a agazaparse.
—Más les vale, si no toda esa gente, esos niños, todos morirán.
—Quizá deberíamos ayudarles.
—Ese tipo sabe muy bien lo que hace, además, Aldo nos ordenó que no interviniésemos, solo vigilancia, nada más.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Caronte de los pies a la cabeza. Esa gente intentaba conseguir antibióticos. Había estado a punto de acabar con ellos. En una fracción de segundo tomó una decisión.
Se acercó en absoluto silencio. Lanzó un golpe contra la nuca del hombre que se encontraba más retrasado. El tipo cayó inconsciente hacia delante. El otro se giró sorprendido. Antes de que pudiese decir o hacer algo golpeó con la mano su garganta. El individuo se olvidó de su intención inicial de empuñar la pistola y dirigió sus manos a su cuello, se ahogaba, no le entraba aire, se congestionaba. Caronte golpeó su sien con el codo. El hombre quedó sin sentido, cayó como un fardo junto al otro.
Se tomó unos segundos para verificar que no se tratase de una trampa. Nadie acudía, nadie cubría a esos hombres. Se inclinó sobre el último que había abatido sin dejar de vigilar el entorno. Le colocó el dedo corazón en la garganta, tenía pulso. Repitió la operación con el otro, también respiraba. Les arrebató las dos armas. Dos Berettas, 15 cartuchos más uno en la recámara, eran buenas armas, ella prefería la Sig pero era lo que había. Comprobó una vez más que nadie la vigilaba y se alejó.
Ya tenía armas, ahora debía encontrar un botiquín bien surtido y luego localizar un coche con el depósito lleno. Su estado de ánimo había mejorado sustancialmente.