Lo prometido es deuda. Aquí va el primer capítulo de Earthus Verità.
Ciudad del Vaticano. Domingo 12 de junio de 2.011
La cabeza del Guardia Suizo, cercenada limpiamente por la espada ropera, se elevó girando en el sentido contrario de las agujas del reloj. No se trataba de una decapitación normal, no lo era, no esta.
Con cada giro la cabeza salpicaba sangre demasiado densa y oscura.
Conocía a la persona que una vez había dominado ese cerebro, ese cuerpo.
La cabeza realizó otro giro mientras seguía elevándose, sus ojos lo miraban con odio desatado.
El Guardia, Joel de nombre, era uno de los reclutas recién incorporados, había tomado posesión el pasado seis de mayo.
La cabeza completó un nuevo giro, ya más lentamente, hasta detenerse a la vez que dejaba de ascender a más de dos metros de altura. Los ojos de Joel se abrieron aún más y de su boca escaparon nuevos rugidos acompañados de escupitajos de sangre que terminaron posándose en su uniforme.
Tras la ceremonia había conocido a la orgullosa madre del joven Guardia, lloraba de alegría, habiendo enviudado recientemente, no encontró mejor recompensa que ver a su hijo incorporarse a la Guardia Suiza, la Guardia Personal del Papa.
La cabeza comenzó a descender, despacio, a cámara lenta, escupiendo sangre y rugiendo cada vez de forma más ahogada. Cuando se encontraba a la altura de sus hombros la atravesó. La espada le entró por la boca y le salió por la coronilla. Sus ojos dejaron de moverse y sus rugidos se apagaron al mismo tiempo que el resto de su cuerpo, ataviado con el uniforme de gala, quedaba desmadejado e inmóvil a sus pies.
Bajó la espada con la cabeza ensartada y la colocó junto al cuello del joven Guardia usándolo para extraer el acero. Daniel cogió aire y se tomó un instante para visualizar lo que se extendía a su alrededor. Se encontraba frente a la Pinacoteca Vaticana, delante de él los jardines, a su espalda el propio edificio. Inspiró con fuerza hasta dejarse embriagar por el aroma a jazmín que todavía continuaba imponiéndose a los demás. Dirigió la mirada a la fuente central, antaño de agua cristalina y convertida ahora en recipiente de suero sangriento, abarrotada de cuerpos, de vivos y de muertos. Poco a poco la realidad volvía a abrirse paso, los alaridos de los zombis regresaban, el sonido de las espadas horadando la carne putrefacta se volvía a distinguir entre los demás, el aroma del jazmín se iba esfumando, puede que solo se tratase de un recuerdo que su cerebro se empeñaba en proteger.
El Comandante de la Guardia Suiza observó a los hombres que lo acompañaban, esta vez los cuatro continuaban con vida, solo quedaban siete muertos así que seguramente hoy no perdería a ninguno más. Daniel tuvo que dejar a un lado esos pensamientos, un nuevo muerto viviente se le acercaba. Varón, de rasgos orientales, a ese no lo conocía, uno de tantos visitantes que se encontraban dentro de los muros de la Ciudad cuando la locura se desató. Ahora su piel no era amarillenta, presentaba una pátina grisácea salpicada de múltiples desgarros en el cuello. Armó la espada atrás y descargó el acero sobre el hombre. En esta ocasión la hoja impactó contra su cara. El maxilar inferior izquierdo reventó, el hombre cayó desequilibrado. Daniel se adelantó un paso y hundió la espada en su cabeza. El cuerpo del ser sufrió un último estertor y quedó inmóvil para siempre.
Volvió a mirar a sus hombres, ya solo quedaban dos muertos en pie, mientras dos de los Guardias llamaban su atención, los otros dos atravesaban sus cabezas por la espalda ¡Qué indignidad! Nunca pensó que aprobaría ese tipo de combate, de lucha, de conducta, de aniquilamiento.
El último de los seres cayó al suelo abatido, quedó inmóvil para siempre. Sus hombres se dirigieron hacia la fuente de aguas rojizas e infectadas. Él también caminó hacia allí. Introdujeron las espadas roperas en el líquido, limpiaron las hojas con movimientos automáticos, despreocupados, vacíos de sentimiento; luego las secaron en sus propios uniformes.
Ninguno de sus Guardias hizo comentario alguno. No quedaban palabras. Sin poder evitarlo, todos se fueron estudiando entre sí, con discreción, verificando que debajo de las manchas de sangre que cubrían su piel no hubiese rastro alguno de herida o mordisco. La comprobación terminó rápido, ninguna herida, ningún desgarro, esa vez nadie se transformaría en bestia; no siempre era así.
El ritual continuaba, con aparente despreocupación se giraron y fueron estudiando los cuerpos tendidos, desperdigados por los jardines. Cuerpos cuyas vidas acababan de arrebatar para siempre. A algunos los conocían, incluso habían sido compañeros, amigos; a otros, por el contrario, no los habían visto nunca: demonios anónimos. El ritual no era algo gratuito ni morboso, buscaban seres que aún continuasen… vivos. Uno de sus hombres localizó a una mujer cuya cabeza seguía moviéndose, sus mandíbulas abriéndose, sus alaridos escuchándose. Caminó lentamente hasta ella y, tras santiguarse, atravesó su cabeza con la espada. Un segundo Guardia localizó otro cuerpo moviéndose, vestía sotana negra, un sacerdote, un hombre de Dios, pronto se reuniría con Él para siempre.
Daniel observó a los dos Guardias que permanecían junto a la fuente, miraban a su espalda, hacia los jardines. Daniel se volvió también. Un pequeño niño transformado avanzaba ayudándose de sus manos para arrastrar su tronco inerte, lento pero incansable, decidido. Incapaz de ordenarles terminar con él, caminó hasta el pequeño. Se situó enfrente y, cuando el niño avanzó la boca hacia sus pies con intención de morderlo, atravesó su cabeza. Daniel extrajo la espada, la clavó en el césped y se acuclilló junto al cuerpo menudo. Lo giró e intentó recolocar el hueso que la espada acababa de atravesar, tapar el agujero de su cabeza. Cerró sus ojos y enlazó las manos sobre el pecho. Rezó una breve oración por su alma… y por la del niño, y recuperando su espada regresó hasta la fuente. Cuando introdujo el acero en el agua su mano temblaba, esa era la peor parte, los niños siempre lo eran.
Uno de los Guardias habló con la cabeza gacha.
—No continuaremos hoy ¿Verdad? Regresaremos al Cuartel ¿Verdad Comandante?
Daniel se aproximó a él, lo tomó de la barbilla y empujó hacia arriba. Los ojos del joven, solo tenía veintidós años, mostraban temor, agotamiento tanto físico como mental. Su rostro estaba salpicado de sangre y restos, lo mismo que su uniforme, lo mismo que el uniforme de todos ellos. Le dio una palmada afectuosa en la cara.
—Hoy habéis luchado bien, como siempre. Hemos tenido que arrebatar la vida de personas, unas desconocidas y otras… otras personas con las que hemos compartido muchas cosas. No ha sido fácil, nunca lo es. Queda mucho por hacer, lo sé, vosotros lo sabéis. Pero anochece y creo que podemos dar por terminada la jornada.
Daniel fue consciente del alivio que sus hombres habían sentido.
—Regresamos al Palacio.
Daniel se sentó al volante del todoterreno y, en silencio, lo condujo lentamente frente a la entrada del Palacio de la Gobernación. Lo estacionó junto a los otros tres que usaban habitualmente en sus desplazamientos por el complejo. Dos Guardias les abrieron las puertas franqueándoles el acceso. Una vez entraron volvieron a asegurar las puertas. Todos se detuvieron esperando las últimas órdenes de su Comandante.
—Asearos, comed algo y descansad. Mañana tendremos que volver a salir.
Sus hombres se cuadraron y se alejaron arrastrando los pies.
—¿Dónde está Amos? Se dirigió firme a los Guardias que custodiaban la entrada.
—En los aposentos del Santo Padre.
A Daniel no le pasaron desapercibidas las miradas que se cruzaron.
—Está bien, permaneced alerta.
Daniel dirigió sus pasos hacia las escaleras con la intención de llegarse hasta el tercer piso, allí habían habilitado unas habitaciones para el Santo Padre. La parte más elevada del edificio era menos susceptible de sufrir ataques de los infectados. Junto a Su Santidad permanecía en todo momento un retén de tres hombres: Amos, al mando, aunque solo fuese un Guardia más, y Kurt y Werner. Al llegar al rellano de la segunda planta se detuvo. No se encontraba en condiciones de mantener una nueva conversación-discusión con el Sumo Pontífice. Dio media vuelta y descendió las escaleras hasta la primera planta, giró y se encaminó a la habitación que se había habilitado para él. Abrió la puerta pero no llegó a traspasar el umbral. No era justo, debía hablar con Amos. Cerró y regresó sobre sus pasos con decisión.
Una vez en el tercer piso caminó con paso firme hasta los aposentos del Papa. Antes de situarse frente a la puerta salió uno de los Guardias, era Amos. A pesar de no haber salido del Palacio en todo el día, su rostro mostraba los mismos síntomas de agotamiento que había visto en los hombres que le habían acompañado, el mismo que le devolvía el espejo cuando se enfrentaba a él. Hizo intención de pasar al otro lado de la puerta pero Amos le hizo un gesto con la mano.
—Duerme señor.
—Es pronto cómo… le has vuelto a…
—Su Secretario Personal lo ha sedado. Quería ir a la Basílica señor. Quería abrir las puertas para que todas las “almas descarriadas” hallasen cobijo. No entraba en razón. Cada vez cuesta más trabajo convencerlo. Creo… creo que ha perdido el juicio, que Dios me perdone pero creo que es así —las lágrimas estaban a punto de asomar a los ojos del Guardia.
—No podemos dejar entrar a más infectados, no podemos cometer dos veces el mismo error.
—Lo sé, lo sé señor.
—Tranquilo —le colocó las manos paternal sobre los hombros— has hecho bien. Intentad descansar. Que uno permanezca siempre despierto atento a las necesidades del Papa y Amos: vigila también al Secretario Personal.
Antes de alejarse se interesó.
—¿Habéis cenado?
Amos negó con la cabeza.
—Ordenaré que os suban algo.
Tras dar instrucciones para que les subiesen algo a sus hombres se adentró por fin en su habitación. Se asomó a la ventana, la noche avanzaba. Apenas se distinguía alguna luz en Roma, apenas había luz alguna dentro de la Ciudad del Vaticano.
Dejó las gafas sobre la mesa, había restos de sangre en los cristales, no había reparado en ellos hasta ese momento, y se fue quitando los correajes. Dejó caer al suelo la espada y las armas que portaba sujetas al cinto. Se desnudó y se dio una reconfortante ducha de agua caliente.
Tras secarse metió el uniforme y la ropa que acababa de quitarse en un barreño, la cubrió con agua y echó un generoso chorro de gel de manos, luego se vistió el uniforme, aún húmedo, que había lavado el día anterior y se tumbó en la cama. Sus recuerdos se dirigieron una vez más a su familia, a su esposa y a sus cuatro hijos. Unos hijos y una esposa a los que nunca volvería a ver… vivos. Tenía cuarenta años y desde 2.008 era el Comandante de la Guardia personal del Papa. Su misión última era proteger la vida del Santo Padre, y lo había hecho. Lo había hecho renunciando a intentar salvar la vida de su propia familia. Una vez más su subconsciente, rebelde, se empeñó en retroceder en el tiempo, retroceder hasta ese día maldito.
Transcurría la mañana del 2 de junio, apenas diez días antes. Durante toda la semana anterior los hospitales de toda Roma, de toda Italia, se habían llenado de enfermos aquejados de un extraño virus. En un primer momento no se relacionó ese hecho con el inquietante comunicado recibido el 20 de mayo. Al atardecer comenzaron a recibirse comunicaciones procedentes de diversas fuentes que informaban de la “resurrección” de los enfermos infectados con el desconocido virus. Roma se llenó de policía y Ejército y el Vaticano se blindó. Al día siguiente el caos era evidente. Las autoridades se encontraban claramente desbordadas.
El Santo Padre insistió en dar cobijo a la gente en la Basílica. Cientos, si no miles de personas, accedieron al recinto sagrado, muchos infectados se colaron entre ellos. Las muertes no tardaron en producirse. La gente, acorralada, se vio obligada a escapar y la única dirección posible era el interior del recinto amurallado.
La infección se extendió como la pólvora. Los muertos lo invadieron todo. Sus hombres se emplearon a fondo. Pronto descubrieron que el vistoso uniforme de gala no era la indumentaria más adecuada para enfrentarse a esos seres. Sus colores llamativos parecían atraer en exceso su atención y sus hechuras holgadas dificultaban el combate con los muertos. Tarde descubrieron que las armas de fuego provocaban una mayor excitación en los seres. Hasta que comprendieron la necesidad de destruir el cerebro de los muertos malgastaron demasiada munición.
La batalla contra los infectados había resultado devastadora. Las imágenes eran brutales. Muertos que atacaban poseídos a cuantos humanos se encontrasen en su camino, desgarrando y devorando sus miembros arrancados. Lo mismo daba que se tratase de niños que de ancianos. Personas que, desbordadas por el horror, se suicidaban con lo que encontraban a su alcance. Recordó al joven vestido de enfermero, golpeaba su cabeza contra uno de los muros de la Basílica, no llegó a consumar su propósito, dos muertos con uniforme del ejército se abalanzaron sobre él. Recordaba el sonido de los gritos, los alaridos desgarradores de quienes veían desgarrar sus carnes en vida y de quienes acorralaban a sus víctimas como una jauría salvaje. Pero lo peor para Daniel era el olor, olor de muerte, de sangre, de carne hecha jirones, de huesos a la vista, de miembros amputados, de cuerpos putrefactos, de horror desmedido, de miedo, de pánico insuperable. Ese olor que se extendía por el aire, ese olor que impregnaba la ropa, el cabello, la propia alma, ese olor que se te metía dentro por la nariz, pero también por la boca, que podías masticar, ese olor que no lograbas quitarte de encima aunque te duchases una docena de veces; el olor de la muerte te poseía.
Tan solo dos días más tarde, el 4 de junio, la casi totalidad de la munición había quedado agotada, los muertos campaban a sus anchas por todo el recinto y habían perdido la mayoría de los edificios, incluido el Cuartel de la Guardia Suiza.
De los alrededor de cien hombres que componían la Guardia y los ciento treinta que conformaban el cuerpo de la Gendarmería, hoy apenas disponía de treinta y tres, la edad de Cristo, pensó, triste balance. Por suerte no eran los únicos. Entre los trabajadores de la Santa Sede y las personas que se refugiaron dentro de sus muros contaba con algo más de ciento sesenta personas. No eran combatientes, había mujeres, ancianos, algunos niños. Todos se hallaban protegidos en el mismo edificio en el que se encontraba; el Palacio de Gobierno. Centro neurálgico del poder de la Santa Sede, disponía de todas las medidas de seguridad necesarias para garantizar la subsistencia de sus ocupantes durante varios meses, al final la comida habría que racionarla y encargarse de conseguir más pero disponían de electricidad y agua sin restricciones. Lamentablemente, junto con el edificio de la Radio vaticana, era el único que mantenían completamente controlado y libre de muertos vivientes.
Daniel había dirigido sus esfuerzos a mantener a los seres dentro de los edificios ocupados, para ello había ido fortificando las entradas para impedir que nadie saliese de ellos. Con todo, cada mañana, cuando se levantaba después de haber logrado dormir, por agotamiento, unas pocas horas, decenas de muertos deambulaban por las calles de la Ciudad. Daniel no sabía de dónde salían, eran como cucarachas, encontraban cualquier recoveco existente para entrar, en este caso para escapar de su confinamiento. Amos había apuntado que también podía tratarse de que algún punto en el recinto amurallado hubiese caído y los muertos lo aprovechasen para entrar. En cualquier caso, cuando mañana volviera a despertarse, los muertos dominarían de nuevo los jardines y calles en un interminable y macabro remake del día de la marmota.
La luz del amanecer se coló por la ventana de la habitación de Daniel. No recordó el momento en el que el agotamiento le había vencido. Se incorporó y se colocó las gafas, recordó haberlas limpiado antes de dormirse, todo a su alrededor cobró una nueva nitidez. Se dirigió a la ventana. Allí estaban, incansables, casi inmortales. Contó más de quince cuerpos en constante movimiento.
Dirigió su mirada hacia el escudo creado con flores en el jardín central. Le encantaba observar su acabado perfecto, sin una rama más larga que otra, con todas sus flores igual de hermosas. Ahora ya no era así. Setos aplastados, flores arrancadas, césped pisoteado. Manchas de sangre en el perímetro, restos humanos resecos, incluso le pareció distinguir un miembro en el centro de la cruz amarilla.
No pudo evitar dejarse llevar y realizar un inútil ejercicio de comparación, uno más. No tuvo necesidad de retroceder demasiado en el tiempo. El último 6 de mayo, el día en que habían jurado lealtad los veintisiete nuevos Guardias, Joel, el Guardia al que había decapitado entre ellos, y el día en el que otros tantos habían finalizado el servicio en el Cuerpo de la Guardia Suiza.
Ese día todo era belleza, preparación, orden, Daniel era un maniático del orden. El acto había resultado perfecto, el Sumo Pontífice le había felicitado en persona. Pero no era eso lo que más feliz le había hecho. Una vez terminado el acto la Ciudad había ido recobrando su calma, su quietud, su paz. Siempre había tenido la impresión, desde el mismo día en que se incorporó al Cuerpo de la Guardia Suiza hasta… de que la Ciudad del Vaticano no era solo un lugar santo, era mucho más, era un trozo de cielo, como decía su hijo mayor era un barrio del cielo. Cuando se despedía de él solía decirle que se iba al barrio.
Una fuerte presión oprimió su pecho. Su esposa había preferido vivir en Roma, fuera de la Ciudad del Vaticano, fuera del barrio. Desde que la infección se desató solo había podido hablar con ella y sus hijos en una ocasión. Apartó esas ideas de su mente. Volvió a fijar su atención en el horizonte, en los jardines, en las calles. Ya no era un barrio del cielo, ahora como mucho se quedaría en barrio del purgatorio, en poco tiempo, si no recibían ayuda pronto, sería un barrio del infierno.
Se aseó en el lavabo y se colocó el correaje, tendió el uniforme que había dejado a remojo en el barreño y salió de su habitación. Al cinto llevaba un walkie con la batería cargada, la pistola y la espada ropera, afilada, decisiva en la lucha contra los muertos.
Recibió novedades de los dos Guardias que se encontraban en ese momento de vigilancia y bajó hasta el sótano del edificio, allí habían instalado las cocinas y allí almacenaban todos los víveres que habían podido salvar. Bajo tierra se producían menos ruidos y escapaban a las miradas asesinas de los muertos.
Se adentró en la sala que habían habilitado como comedor. Varias personas se encontraban sentadas con una taza de leche caliente delante. Aunque habían dispuesto habitaciones con camas para todos los supervivientes, eran muchos los que apenas salían de esa sala, casi dormían en ella, no se atrevían a alejarse, a quedarse solos, su sistema nervioso estaba completamente derrotado.
Varias monjas repartían alimento, una de ellas charlaba animadamente con Amos.
—Buenos días hermana Lucía, hola Amos.
—Buenos días señor.
—¿Quiere tomar algo Daniel? —Se interesó la monja, nunca se dirigía a él por su empleo, siempre por su nombre.
Daniel se permitió una ligera sonrisa antes de responder.
—Café con leche, muy caliente, por favor.
La monja se alejó en dirección a la cocina. Obligó a sentarse a Amos y luego lo hizo él.
—¿Cómo ha pasado la noche el Santo Padre?
Amos suspiró antes de responder.
—Continúa durmiendo, un día de estos le pediré a Gerog que me pinche a mí lo mismo que al Santo Padre.
Daniel volvió a sonreír por segunda vez esa mañana. El día comenzaba bien.
—Sí, puede que debamos incorporarlo a la ración diaria —ahora quien sonrió fue Amos.
La hermana regresó con dos tazas de café con leche humeante despidiendo un denso aroma y las depositó delante de cada uno. Daniel rodeó la taza disfrutando del calor que desprendía y que se irradiaba por sus manos. Amos lo imitó. Era verano, pero el frío de la muerte parecía haberse apoderado de todos ellos.
Antes de que pudiese dar el primer sorbo el walkie crepitó sobre la mesa.
—Señor. Me recibe señor.
Daniel reconoció la voz que le llegaba a través de las ondas. Se trataba de Pawel, permanecía junto a dos hombres más en el otro edificio que tenían controlado: la Estación de Radio vaticana.
—Dime Pawel —tanto él como Amos mantenían la mirada en el pequeño aparato, como si a través de él pudiesen llegar a visualizar a su compañero.
—Hemos recibido una comunicación.
—¿Noticias de Doménico?
Doménico era el Inspector General de la Gendarmería. Había dejado la Ciudad del Vaticano al iniciarse las primeras muertes para intentar coordinarse con la Dirección General de la Policía italiana y tratar de diseñar una estrategia común que protegiese la Santa Sede. Desde ese momento no habían vuelto a tener noticias de él pero Daniel tenía confianza en ese hombre.
—Se trata de un convoy de la ONU.
Daniel miró a Amos. Era algo que no se esperaba, la policía, tal vez el Ejército italiano sí, pero la ONU…
—¿Te han comunicado cuándo llegarán y por dónde pretenden acceder?
—Negativo.
Daniel se sorprendió.
—Y entonces cómo sabes que un convoy de la ONU se dirige hacia aquí.
—Porque lo estoy viendo, no se dirigen hacia aquí, están entrando en estos momentos en el recinto de la Ciudad.
Daniel se incorporó. Amos lo imitó.
—Cómo entrando ¿Por dónde?
—Por la entrada de las vías del ferrocarril, señor.
La estación había sido construida por el Gobierno italiano como parte de los acuerdos alcanzados en los Pactos de Letrán firmados en 1929 entre el Reino de Italia y la Santa Sede. La obra era parte del proyecto más amplio, que incluía la construcción de la red ferroviaria de la Ciudad del Vaticano, y su conexión con la red ferroviaria de Italia.
La primera locomotora llegó a la estación en 1933 y la entrega formal de las instalaciones, por parte del Ministerio de Obras Públicas, se realizó en 1934. La estación fue diseñada por Giuseppe Momo, el arquitecto preferido del Papa Pío XI.
El 4 de octubre de 1962, Juan XXIII se convirtió en el primer Papa que utilizó la estación ferroviaria.
Con solo 300 metros de longitud dentro del Vaticano, se trataba de la red ferroviaria más pequeña del mundo. Los ferrocarriles italianos eran los responsables del mantenimiento de la red, prestando servicios de cargas y pasajeros, de manera esporádica. La red ferroviaria de la Ciudad del Vaticano nunca había contado con servicios regulares de pasajeros. La estación Ciudad del Vaticano tenía un reducido tráfico de cargas compuesto por productos de consumo para el Vaticano.
—¿Y quién les ha abierto?
La extraña espera le hizo pensar a Daniel que la comunicación se había perdido. Se olvidó de la taza de leche y se dirigió, seguido de Amos, hacia la entrada del Palacio.
—Nadie señor. Simplemente han entrado, han cerrado de nuevo y ahora están tomando posiciones alrededor del propio convoy. Se trata de diez vehículos todoterreno Hummvy y cuatro camiones cargados con contenedores. Llevan el escudo de Naciones Unidas en los vehículos. Disparan sobre los muertos que les van rodeando.
Daniel y Amos se miraron sin comprender ¿Cómo la ONU había logrado franquear uno de los accesos a la Santa Sede?
—Trata de establecer comunicación con ellos, voy para allí.
—Recibido señor, le mantendré informado.
—Amos, despierta a todo el mundo, que permanezcan alerta, esto no me gusta.
—Pero es la ONU, son buenas noticias ¿No?
El Comandante no lo tenía tan claro, había algo que lo inquietaba.
—Haz lo que te he dicho. Y no pierdas de vista a Su Santidad. Que nadie más salga, ni entre de este edificio.
Daniel dejó atrás las puertas del Palacio de la Gobernación seguido de los mismos cuatro hombres que lo acompañaron la tarde anterior. En esta ocasión los cinco portaban, además de las espadas, fusiles automáticos SIG 550.
Antes de haber descendido por completo la escalinata los muertos ya se dirigían hacia ellos, con los eternos lamentos y sus fútiles intentos de agarrarlos moviendo sus descoordinados brazos. En condiciones normales habrían dedicado esos instantes iniciales a terminar con el sufrimiento de los seres más próximos pero ese día no era normal. Daniel se sentó al volante del mismo 4×4 que usaron el día anterior y aceleró poniendo rumbo a la estación de tren.
—Contacta con Pawel —le ordenó al Guardia sentado a su lado en el asiento delantero.
—Pawel, me recibes.
—Pawel, contesta, me recibes.
Giró la cabeza hacia el Comandante y le interrogó con la mirada.
—Déjalo —negó Daniel
El Comandante reflexionó sobre lo que le había dicho el Guardia de servicio en la Radio vaticana. Comentó que los soldados de la ONU disparaban sobre los muertos, pero ellos no habían escuchado un solo disparo. Apenas tardaron unos pocos minutos en recorrer la distancia que los separaba de la estación de Ferrocarril del Vaticano. Por el retrovisor distinguía como los cadáveres andantes repartidos por el camino se dirigían tras ellos. Al frente, enseguida descubrió el convoy que le había comunicado Pawel. Un montón de soldados perfectamente uniformados y equipados proporcionaban seguridad a los vehículos. Observó cómo abatían a dos muertos que se aproximaban desde un hueco en el muro. Ese era uno de los puntos por los que se colaban. Luego ordenaría que lo sellasen.
Detuvo el vehículo frente al individuo que parecía estar al mando. Junto a él Pawel permanecía inexpresivo. Antes de que ninguno descendiese se dirigió a sus hombres.
—Permaneced alerta, no perdáis de vista a su Jefe.
Los Guardias se miraron unos a otros sin entender ¿Alerta? Eran soldados de Naciones Unidas que venían para ayudar. El cansancio pasaba factura a su Comandante.
Mientras Daniel se dirigía hacia Pawel y el tipo que parecía ser el líder, aprovechó para estudiar sin disimulo alguno a las tropas que acababan de llegar. Era cierto que todos los vehículos estaban identificados con el escudo y la letras UN, pero sobre los uniformes de los soldados no logró localizar ninguno. Había diez Hummvys y cuatro camiones cargados con contenedores, la información de Pawel era cierta. En cuanto a los soldados contó una mujer, dos, tres. Se detuvo. Fue girándose hasta localizar a todos los soldados que habían descendido de los vehículos: todos eran mujeres. Un nuevo vistazo le reafirmó, excepto el líder y un hombre de rasgos árabes y melena negra grasienta que permanecía en la cabina del primer camión, el resto eran todas mujeres. Si la situación ya era rara de por sí, el hecho de que una Unidad de ese tipo estuviese formada exclusivamente por mujeres era en extremo insólito.
Daniel por fin llegó junto a Pawel. El individuo que permanecía a su lado avanzó un paso y le ofreció la mano. El Comandante se detuvo y bajó la vista hacia la mano enguantada que le ofrecían.
—¿Has conseguido enlazar con la Gendarmería? —Se dirigió a Pawel obviando deliberadamente la mano tendida.
—No señor, nadie ha respondido —el Guardia no sabía dónde mirar, la situación era demasiado violenta.
—Comandante, mi nombre es Kool pertenezco…
El recién llegado se expresaba en un italiano más que aceptable. Daniel levantó el índice derecho frente al rostro del tal Kool.
—¿Cómo se atreve a adentrarse en la Ciudad del Vaticano sin autorización? Han violado la soberanía de un Estado.
—Comandante, tranquilícese. Hemos venido para ayudar.
A Pawel no le pasó desapercibido el cambio en la entonación del individuo, tampoco el hecho de que varias mujeres soldado se hubiesen dispuesto en torno a su Jefe controlando claramente los movimientos de su Comandante. No comprendía a qué se debía la creciente hostilidad que se palpaba.
Tres muertos se aproximaron demasiado.
¡FLOP!
¡FLOP!
¡FLOP!
Tres disparos casi simultáneos salieron del fusil de una de las mujeres. El sonido apenas fue un susurro. Los tres muertos cayeron con sendos agujeros en la frente. Armas con silenciador, por eso no habían oído disparo alguno en el trayecto hasta allí.
—¡Soldado! Identifíquese ahora mis… —Daniel se interrumpió y levantó la mirada al cielo. Un sonido que conocía perfectamente se iba incrementando por momentos.
—Comandante —reconoció la voz de Amos a través del walkie— tres helicópteros acaban de aterrizar frente al Palacio.
Daniel encaró su fusil y apuntó a la cabeza del individuo identificado como Kool.
—¿Qué hacen esos helicópteros en mi Ciudad? ¿Quién viene en ellos?
Las doce mujeres que los rodeaban apuntaron al Comandante sin tapujos. Pawel no daba crédito. Los cuatro Guardias que aún continuaban en el interior del todoterreno hicieron intención de salir pero media docena de mujeres más se situaron rodeando el vehículo y amenazando a sus ocupantes.
—Tranquilos, que todo el mundo se relaje —Kool levantaba ambas manos mostrando las palmas vacías— por favor señores, todo está bien, hemos venido para ayudar.
—¿Quién viene en esos helicópteros? —Volvió a insistir Daniel sin bajar su fusil— ¿Es su superior?
—Si quiere decirlo así —se encogió de hombros Kool.
—No quiero decirlo de ninguna manera, quiero que me responda.
—Sí Comandante, es mi Jefe —contestó Kool con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados.
—¡Al coche! —Ordenó Daniel señalando con el fusil a Kool— ¡YA! —Gritó.
El soldado hizo un gesto a una de las mujeres, levantó más los brazos y se dirigió al todoterreno en el que había llegado el Comandante de la Guardia Suiza.
—¡Pawel! —Llamó elevando al voz— tú también al coche ¡Vamos!
Pawel se acomodó, junto a Kool en la parte de atrás del vehículo. Daniel se sentó al volante y se dirigió al Guardia sentado a su lado.
—No dejes de apuntar a ese hombre, si hace algún movimiento extraño no dudes en disparar.
Arrancó y salió derrapando con destino al Palacio de la Gobernación. Por el retrovisor pudo ver como cuatro Hummvys salían en su persecución. El resto parecía ponerse en movimiento también.
—Amos —llamó por el walkie mientras conducía— Amos responde.
Nada.
—Amos, responde de una vez.
Nada.
A lo lejos distinguió los tres aparatos, un Apache y dos Sikorsky, ninguno de las aeronaves lucía en su fuselaje identificación alguna de Naciones Unidas. Los tres permanecían custodiados por varias mujeres soldado como las que lo seguían.
Al mismo tiempo que el coche se detenía con un chirrido de frenos frente a la escalinata, las puertas del Palacio se abrían y dejaban paso a un hombre alto, rubio, con el mismo uniforme de combate negro que vestía el soldado que transportaba atrás, el mismo que vestían las mujeres, sin distintivo alguno que indicase su empleo. Giró la cabeza y descendió del vehículo. Cuando volvió a dirigir la mirada al individuo el mundo se le cayó a los pies. Tras él habían aparecido Amos y los dos Guardias que custodiaban al Santo Padre, el Secretario personal de este y el Sumo Pontífice.
Aunque sin hacerlo abiertamente, Daniel percibió como varias mujeres “controlaban” los movimientos del Papa.
El individuo bajó todos los escalones, los demás permanecieron arriba. Caminó hasta Daniel y le ofreció la mano. Lo mismo que el Comandante hiciese antes con Kool, tampoco en esta ocasión se la estrechó.
—Entiendo —sonrió el hombre y retiró la mano para llevarla de nuevo a la empuñadura del fusil, también dotado de silenciador, que colgaba de su hombro y que le apuntaba distraídamente.
—No entiendo nada ¿Quién es usted? ¿Quiénes son todos ustedes? ¿A qué Organización pertenecen? Y no me diga que son de Naciones Unidas. No portan distintivos en sus uniformes, unos uniformes que nunca les había visto a los soldados de la ONU, eso sin ahondar en el hecho de que todos sus soldados son mujeres. Así que responda de una vez ¿Quiénes son y qué quieren? —Daniel se había dirigido al otro en italiano, todos parecían hablarlo.
—Vale, no disponemos de demasiado tiempo así que dejaremos la diplomacia a un lado. Mi nombre es Evan y, en efecto, no pertenezco a la ONU, ninguno pertenecemos a la ONU.
—Entonces a qué país representan —interrogó Daniel sin poder apartar la mirada de los ojos de un gris azulado del tipo.
—A ninguno, no representamos a ningún país.
—¿Entonces?
—Entonces qué Comandante ¿Cuáles son las dudas que le atormentan?
—¿Quiénes son y qué pretenden? —Reiteró Daniel.
—Verá, necesitamos limpiar, no —rectificó— necesitamos que ustedes limpien todo el recinto del Vaticano, todos sus edificios, que sellen completamente todos los accesos, que no quede un solo zombi dentro de estos muros… sagrados.
Antes de que Daniel pudiese replicar algo Evan continuó.
—Entre miembros de la Guardia y soldados de la Gendarmería dispone de treinta y tres efectivos, treinta y cuatro con usted.
—¿Cómo sabe usted eso? —El rostro del Comandante había palidecido.
—Eso no es relevante, lo sé del mismo modo que sabía cómo acceder al recinto por las vías del ferrocarril.
Daniel sintió un ligero mareo, algo iba mal, no, todo iba mal.
—Como le he dicho necesito que sus treinta y tres hombres se encarguen de limpiar edificio a edificio hasta dejar el Vaticano libre de zombis.
—No son zombis, solo son almas pecadoras, descarriadas, enfermas que…
—Ahora no es el momento Santidad —interrumpió bruscamente Evan.
El resto de miembros de la Guardia y la Gendarmería fueron saliendo del Palacio encañonados por varias mujeres.
—¿Qué está haciendo? ¡Libere a mis hombres!
—Comandante, necesito que ordene a sus hombres que limpien de zombis el recinto. Le daremos a cada uno una espada y un cuchillo. Cuando hayan terminado con todos podrán regresar al Palacio.
—Está loco, no voy a ordenar tal cosa. Ustedes van armados, son buenos tiradores, o tiradoras —corrigió— y nos superan ampliamente en número. Encárguense ustedes de limpiar la Ciudad.
Evan suspiró profundamente.
¡FLOP!
¡FLOP!
¡FLOP!
Daniel bajó la vista hacia su pecho. Tres manchas de un rojo intenso crecían rápidamente. Intentó levantar su arma pero su cuerpo ya no obedeció. Cayó violentamente hacia delante. Su cara golpeó por dos veces el suelo antes de quedar definitivamente inmóvil.
Todo había sucedido con extrema rapidez. Las mujeres encañonaron abiertamente a los Guardias.
—¿Quién es el siguiente en el escalafón? Creo que no queda vivo ninguno de los tenientes.
Las cabezas de todos los Guardias confluyeron en una persona.
—Claro, cómo no, Amos ¿Verdad?
El joven Guardia hizo intención de llevar la mano a la pistola que descansaba en su funda. Una de las mujeres le golpeó con violencia en la parte de atrás de las rodillas. Amos cayó escaleras abajo hasta detenerse a los pies de Evan. La sangre que manaba del pecho herido de su Comandante se extendía hacia su posición, amenazando con alcanzarlo.
—Maldito loco, te voy a matar —Amos se incorporó e hizo intención de dirigirse hacia Evan.
Se detuvo al sentir el cañón del fusil presionar su pecho.
—Es usted muy valiente escudándose en las mujeres que nos apuntan y en sus armas.
Evan sonrió ampliamente.
—Vale —retiró el fusil del pecho del Guardia— hagamos un trato. Lucharemos los dos. Si tú ganas —había dejado de llamarlo de usted— embarcaremos de nuevo y nos marcharemos. Si lo hago yo tus hombres se pondrán a mis órdenes y a ti te tiraré al otro lado de los muros —Evan pudo observar como la garganta de Amos subía y bajaba— ¿Trato hecho?
Por toda respuesta Amos se lanzó sobre él. El derechazo alcanzó a Evan en el mentón.
—Supongo que esto quiere decir que aceptas.
Amos lanzó un nuevo golpe pero sin comprender muy bien cómo, sus dedos fueron atrapados por la mano de Evan, sus huesos crujieron, rotos. Un grito escapó de sus labios. Retrocedió cogiéndose la mano, intentando dominar el dolor. Frente a él, el soldado permanecía como ajeno a la lucha. Amos volvió al ataque. Lanzó una patada directa a la cara de Evan. Las manos de su oponente lo sujetaron antes de que alcanzase su destino y golpearon su rodilla lateralmente. Su pierna derecha resultó fracturada con un violento crujido. Evan lo volteó y situándolo boca abajo colocó la rodilla sobre su columna, Amos quedó inmovilizado.
—Ya está bien. Ordena a los Guardias que hagan lo que les he dicho.
El dolor que sentía Amos le impedía pronunciar palabra alguna.
—Nunca ordenaré eso —logró decir a la vez que unas lágrimas de dolor y de impotencia rodaban por sus mejillas.
Evan se incorporó y dejó de oprimir la columna de Amos.
—Vale, me he equivocado ¡Juno! —Llamó— Trae al Secretario.
La mujer bajó al sacerdote a empujones hasta hacerlo caer de rodillas. Evan se agachó sobre el cadáver caliente de Daniel y extrajo la espada ropera de su vaina. Luego giró sobre sí mismo hasta que localizó a uno de los zombis que se aproximaban. Caminó a su encuentro. Se trataba de una mujer, una monja con la toca gris. Cuando la tuvo a un metro realizó un movimiento con la espada y cercenó su cabeza, el cuerpo cayó al suelo, hacia atrás, Evan agarró la cabeza por la toca, al vuelo. Sus ojos giraban intentando buscarlo, su boca se abría y se cerraba profiriendo aterradores gruñidos. Su brazo bajó tomando un leve impulso y lanzó la cabeza hacia arriba, girando. Los ojos de la monja seguían el movimiento de rotación de la cabeza, la lengua escapaba de su boca y su cuello despedía sangre con cada giro. La cabeza dejó de ascender y comenzó a bajar sin dejar de girar sobre sí misma. En un mortal ejercicio de precisión, Evan volvió a coger la cabeza de la monja por la toca, si hubiese calculado mal sus dedos podían haber terminado dentro de la boca de la mujer y en ocho horas su vida habría terminado tal y como la conocía.
Amos, lo mismo que el resto de los presentes, había asistido a toda la actuación sin poder despegar los ojos de los de la religiosa. No entendía qué se proponía ese hombre.
Evan enfrentó el rostro de la monja al suyo.
—¿Tienes hambre? Claro, yo también.
En ese momento Amos comprendió lo que se disponía a hacer.
Evan caminó, con la cara de la monja ahora al frente, hacia el Secretario personal del Papa.
—Arrodilladlo y mantenedlo sujeto.
Dos de las soldados inmovilizaron a Gerog. El Secretario no era un hombre débil, intentó resistirse, pero la habilidad de esas mujeres era escalofriante.
—¿Qué hace? Suéltelo —el Papa intentó avanzar hacia su Secretario.
Otra de las mujeres lo inmovilizó sin miramientos. Los miembros de la Guardia Suiza, al ver al Santo Padre agredido, reaccionaron a la vez. En breves segundos, todos habían sido reducidos por las invasoras y permanecían amenazados con un cañón de fusil contra sus frentes.
Evan fue aproximando con deliberada lentitud la cabeza de la monja al rostro del Secretario. Su boca se abría y se cerraba salivando sangre por las comisuras.
—Basta, basta, la Guardia lo hará, hará lo que usted quiera, por piedad, aleje a ese demonio de su cara —El Papa parecía haber recuperado la cordura perdida.
Evan detuvo el avance de la cabeza, la mantuvo suspendida a escasos centímetros del rostro de Gerog. El Secretario ejercía toda la fuerza que podía con su cuello para intentar alejar su cara del pestilente hedor que despedía la boca de la mujer. El tiempo parecía haberse detenido, ninguno de los presentes respiraba.
Amos fue desplazando la vista por todos ellos. En los ojos de sus compañeros pudo contemplar lo mismo: terror, impotencia, deseo de misericordia, pero en los de las mujeres solo halló la misma indiferencia, deseo de terminar de una vez con el numerito, fuera cual fuese el final. En ese instante supo lo que iba a suceder.
Evan llevó hacia delante la cabeza de la monja, sus dientes se clavaron sobre el pómulo izquierdo del Secretario, un grito desgarrador escapó de su garganta mientras Evan tiraba de la cabeza y los dientes, cerrados como cepos, arrancaban la carne. El Secretario asistía atónito a cómo la monja masticaba la carne arrancada de su cara delante de sus ojos. Cuando el trozo escapó de la boca de la mujer, Evan volvió a aproximar su cara. Ahora la monja arrancó un trozo de la nariz del Secretario. A una seña de su jefe, las mujeres soltaron a Gerog que cayó al suelo, incapaz de sostenerse, llevándose las manos a la cara.
Con la cabeza todavía masticando los restos de la nariz del secretario, Evan rodeó su cuerpo y se dirigió hacia el Santo Padre. Mientras una sola mujer lo arrodillaba e inmovilizaba, él acercó la cabeza de la monja a su rostro. La detuvo a pocos centímetros. Con el siguiente gruñido de la mujer, sangre y restos de la cara de Gerog salpicaron el rostro del Sumo Pontífice.
—Comandante Amos. No le he oído dar la orden a sus hombres para que me obedezcan. Comandante…
Amos sabía que no podían hacer nada para oponerse a ese hombre. Sentía hervir su sangre. La pierna rota ni siquiera le producía dolor.
—Haced… haced lo que os ha dicho. Limpiad la Ciudad de zombis —los llamó así por primera vez.
Las mujeres soltaron a los Guardias, éstos desenvainaron sus espadas y se fueron agrupando. En sus miradas se podía leer, su miedo, pero también el odio que sentían hacia ese hombre, la determinación de todos ellos de cumplir con su sagrado deber de defender hasta la muerte la vida del Papa. Amos los persuadió con la cabeza, no tendrían ninguna posibilidad, ya llegaría su oportunidad, él se ocuparía de eso. Dedicaría su existencia a destruir la vida de ese hombre.
—Bien, sabia decisión —Evan lanzó la cabeza de la monja a un lado, el Santo Padre se desvaneció en brazos de la mujer que lo inmovilizaba— como antes dijo su Comandante, su País ha sido invadido. Hagan lo que se les ha dicho y se les dará la oportunidad de unirse a nosotros. Contarán con la cobertura de ellas, señaló a las mujeres. Vamos, tienen mucho trabajo que hacer.
Los Guardias se miraban unos a otros.
—Primero los edificios interiores más pequeños, limpiaremos la zona de la estación —ordenó la mujer que parecía estar al frente.
Amos asistió a la partida de sus hombres, ahora sí comenzaba a sentir un intenso dolor en su pierna. Se sobrepuso y logró incorporarse.
—No le deje sufrir, acabe con su dolor —Amos señaló al Secretario, continuaba retorciéndose, sus dedos intentaban arrancarse la carne infectada de su cara.
Evan elevó con el pie la espada que antes le había arrebatado a Amos una de las mujeres y se la lanzó, este la cogió al vuelo.
—Haz lo que creas necesario.
Los dedos de la mano sana de Amos se cerraron con fuerza sobre la empuñadura de la espada. El Secretario se retorcía a más de tres metros de él. Cogió impulso y saltó ayudándose de su pierna sana. Aunque volvió a caer sobre ella no pudo evitar que la otra golpease en el suelo, un intenso dolor le subió hasta la base del cerebro pero logró que de su boca no escapase ni un lamento. Miró a Evan, su rostro mostraba la misma indiferencia que había observado antes en las caras de las mujeres, como si la situación tan solo le cansara. Amos avanzó dos metros más a saltos. El Secretario ya estaba a distancia suficiente de su espada. Evan continuaba en el mismo sitio, observando. Amos cerró los ojos y elevó la espada hasta situar la empuñadura junto a sus labios, musitó una breve oración y… movió con fuerza y precisión su mano armada hacia la garganta de… Evan. Por primera vez Amos pareció entrever temor en los ojos de Evan, por primera vez había conseguido sorprender al asesino, nunca había sentido tantos deseos de quitar la vida a alguien.
La espada completó el movimiento… pero no logró su objetivo, tan solo consiguió realizar un profundo corte en la barbilla del invasor. Amos no podía comprender como el hombre había logrado esquivar su espada. El impulso aplicado hizo que cayese al suelo, a los pies de Evan, junto al Secretario. Desde el suelo vio como el hombre llevaba la mano al rostro, un profundo corte surcaba su barbilla sangrando en abundancia.
—Cada vez que te mires al espejo te acordarás de mí.
Evan caminó hasta él y lanzó una brutal patada a su cabeza dejándolo sin sentido.
Los golpes en el rostro despertaron a Amos. De inmediato una sensación de vacío lo invadió. Miró hacia abajo, vio la Viale Vaticano. El asesino lo sostenía del pecho, en cuanto lo soltara caería al suelo desde más de seis metros de altura. Amos venció el impulso de agarrar el brazo que lo mantenía sujeto, no valdría de nada y no quería darle esa última satisfacción. Observó la cara del asesino, la herida que le había infligido continuaba sangrando, no había estado mucho tiempo sin sentido.
—¿Te duele? —Señaló con la cabeza la herida de la cara.
—¿Y a ti?
Evan le había propinado una fuerte patada en la pierna fracturada. Amos no pudo ahogar un grito de dolor.
—¡Cabrón!
—Adiós.
Sin más palabras Evan lo dejó caer. Amos quedó tendido a un metro del asfalto. El golpe no había resultado tan doloroso como hubiera esperado. Había aterrizado sobre un pequeño jardín cubierto de césped. Aun así un intenso dolor le llegó desde el hombro. Sonrió.
Desde arriba Evan adivinó lo que pensaba. Lanzó la espada. Esta se clavó a los pies de Amos.
—Te va a hacer falta.
Amos comprendió lo que quería decir. Desde todas direcciones comenzaban a aparecer zombis. Se incorporó entre latigazos de dolor y saltó intentando llegar hasta la espada. No todos los muertos le habían descubierto, aún tenía una posibilidad. Entonces escuchó los disparos. Las lunas del coche tras el que se había intentado ocultar estallaron y la alarma del vehículo comenzó a sonar. Ahora sí que todos los muertos descubrieron su posición.
Evan permaneció observando hasta que uno de los zombis logró abalanzarse sobre Amos, cayó derribado y el zombi clavó sus dientes en la pierna rota del Guardia.
—Lástima, luchaba bien.
—Nos hubiera dado problemas —opinó Kool— no se hubiese rendido.
—¿Y tú Kool, te habrías rendido tú?
Kool bajó la vista.
—¿Qué haremos con el Papa? ¿Lo usaremos para mantener a raya al resto de los Guardias?
—No. Esos soldados terminarán por rebelarse. Los que sobrevivan a la limpieza de la Ciudad los echaremos por este mismo sitio.
—¿Y el Papa? —Insistió Kool.
—¿Te preocupa el castigo divino?
Kool permaneció en silencio.
—Puede ser una baza en el futuro, el resto de civiles querrán protegerlo y su sola presencia les elevará la moral, así que no te preocupes, seguirá vivo hasta que él decida morirse.