Viernes 28 de diciembre de 2012. Entre las 06:00 y las 09:00 horas
Nuria. Restaurante la Cabaña de los Pastores
Sergio se despertó aterido. El fuego se había apagado. Todos seguían durmiendo, encogidos pero durmiendo. Se levantó cuidando de hacer el menor ruido posible. No quedaba más leña. Fuera estaba aún completamente oscuro y en el interior del local sólo funcionaba una de las luces de emergencia, el resto habían agotado las baterías que las alimentaban.
Se acercó a una de las ventanas y trató de ver algo del exterior. Esperaba que alguno de los seres infectados de fuera apareciese de pronto, pero no vio ninguno. Pasó a la segunda ventana y repitió la operación, nada. En la tercera tampoco vio a nadie.
¿Sería posible que se hubiesen ido?
Se dirigió con paso acelerado hasta la puerta de entrada al Restaurante. El suelo de madera crujió levemente a su paso.
Aproximó la mano al mantel que cubría el cristal, pero retiró la mano antes de apartarlo. Su corazón iba a mil por hora. Por fin corrió el mantel. Primero una esquina y luego, cuando no vio a nadie, lo arrancó de su sitio. ¡Nadie, no había nadie!.
—¡Sí! —No pudo reprimir un grito de júbilo. Luís y Alberto se despertaron, también Aroa.
Los tres se giraron hacia él.
—No están, se han ido, SE HAN IDO —gritó.
Aroa y el chico corrieron hacia la puerta. Cuando llegaron una mano ensangrentada golpeó el cristal, a continuación el padre de Alberto lanzó un cabezazo contra la puerta intentando morder. Un diente saltó en pedazos y un coágulo de sangre quedó pegado al cristal.
El grito del pequeño Luís despertó al resto de críos. Aroa se apresuró a colocar de nuevo el mantel sobre la puerta. Al otro lado ya se habían congregado el resto de infectados y aporreaban los cristales con más fuerza que nunca.
El jaleo producido despertó de su letargo al padre de Maite también y desde la cocina comenzaron a escucharse nuevos puñetazos y gruñidos.
Aroa corrió junto a los niños. Todos lloraban y chillaban asustados. Cuanto más elevaban su llanto más enfurecidos parecían los infectados de fuera. La puerta de la cocina temblaba con cada golpe.
—Hazlos callar. Qué se callen Aroa, en serio —Sergio no sabía si proteger la entrada o defender la puerta de la cocina.
Aroa y Alberto fueron logrando que los pequeños se calmasen. A medida que los llantos cesaban, los golpes y protestas en el exterior disminuían.
Después de que todo gruñido terminara, los ánimos de los pequeños, y también de los mayores, aún tardaron varios minutos en serenarse.
—Tengo frío —Luís, al que Aroa había quitado la ropa mojada para que se le secara temblaba.
La joven lo vistió y estuvo frotando sus manos contra su cuerpo hasta que entró un poco en calor.
Sergio intentó partir una silla de madera. La levantó y la estrelló contra el suelo. La silla rebotó con un considerable estruendo pero ni una de sus partes se quebró. El joven volvió a coger la silla por el respaldo y la lanzó de nuevo contra el suelo con más fuerza todavía. El asiento se deformó pero la silla no llegó a partirse. Sergio estaba fuera de sí. Volvió a sujetar la silla, esta vez por las patas de delante y la estampó contra una de las paredes. La silla rebotó y fue a caer sobre una de las mesas. Esta vez una de las patas sí salió despedida, tan sólo eso.
El estrépito formado por los continuos golpes hizo que los infectados volviesen a excitarse y reemprendieran de nuevo el rosario de golpes, gritos y gruñidos. Los niños volvían a llorar, aunque su pequeño instinto les inducía a hacerlo suavemente, sin atreverse a expresar todo su temor.
Aroa se acercó a Sergio y le arrebató la silla que ya se disponía a estrellar de nuevo.
—Vale ya Sergio. Deja de hacer ruido. Estás asustando a los críos y los zombis se están enfureciendo, acabarán por romper los cristales —la chica se había expresado entre dientes, al oído del joven, pero sin levantar la voz.
—Es que no se rompe, la maldita silla no se rompe y aquí dentro hace frío y se ha acabado la leña y los monstruos de fuera no se mueren ¿Te lo puedes creer? Fuera están a bajo cero y no se mueren —Sergio contestaba con la voz enronquecida por la emoción y la rabia contenida.
Aroa dejó en el suelo la silla rota y lo abrazó tratando de calmarlo. En el exterior los zombis volvían a tranquilizarse.
—Sólo tenemos que resistir un poco más, mientras permanezcamos dentro estaremos seguros. Pronto vendrá alguien a ayudarnos. Pronto…
—¡NO! No Aroa, nadie va a venir, estamos solos en esto. Nadie va a venir a ayudarnos, ya lo habrían hecho. Tenemos que hacer algo.
El argentino se separó de la chica y se dirigió a la cocina. Se plantó delante de la puerta y cogió aire.
—¿Qué vas a hacer? —Aroa sujetó a Sergio de los brazos— no puedes entrar ahí, si esa cosa consigue pasar aquí acabará con los niños y no podremos hacer nada. Sergio, no.
—Escucha Aroa, no tenemos leña, hay niños pequeños, si no nos calentamos moriremos. En la cocina hay un hacha pequeña. La usamos para partir los costillares. Aquí no está permitida la tala, la leña se trae cortada de la Estación, pero con ella podremos partir las sillas. Además, en la cocina disponemos de comida y… y está, está el walkie, tenemos que recuperarlo y tratar de enlazar con alguien antes de que se le agote la batería.
—Tú sólo quieres recuperar el walkie. Es una locura, no…
—Yo te ayudaré —interrumpió Alberto.
—Tú no vas a ayudar a nadie. Vuelve con los pequeños.
—No soy un crío Aroa y creo que Sergio tiene razón. Está amaneciendo y no aparece nadie para rescatarnos. Yo te ayudaré —insistió tozudo.
Al ver la decisión en los ojos de los dos, Aroa terminó por claudicar.
—Vale, vosotros ganáis, pero pensaremos muy bien como lo vamos a hacer.
Después de veinte tensos minutos en los que perfilaron su plan de actuación, los tres estaban preparados para intentarlo.
A una seña de Sergio, Alberto comenzó a dar golpes desde el aseo a la pared que lindaba con la cocina. En pocos segundos pudieron escuchar los golpes y gruñidos del zombi al otro lado. Los golpes de las botas de esquí contra todo lo que se encontraban les indicaron que su plan se ejecutaba como lo habían pensado.
Sergio abrió con rapidez y se coló dentro de la cocina. El walkie estaba al fondo, al lado de la puerta de salida al exterior; el hacha estaba colgada en un panel metálico también en esa pared. Sólo tenía que ir hasta allí, recoger las dos cosas y esquivar al zombi rodeando la mesa como había hecho la última vez.
Ya tenía el walkie, se lo enganchó del cinturón y descolgó el hacha, entonces oyó los gritos de Aroa y Alberto, algo iba mal.
La idea era que él pasase y ellos cerrasen de inmediato la puerta, luego, una vez rodeada la mesa, él volvería a abrir dejando encerrado al zombi en la cocina, pero algo falló. De la puerta, por dentro, colgaba un delantal, cuando Aroa tiró de ella para cerrarla el delantal quedó pillado y no le permitió cerrar. La chica volvió a empujar la puerta intentando al mismo tiempo apartarlo, pero el hueco que dejó fue suficiente para que el zombi metiese la bota impidiéndola cerrar. Dio un fuerte tirón y abrió del todo.
—¡SERGIO! —el grito salió al unísono de las gargantas de los dos. Los pequeños también comenzaron a gritar y los zombis de fuera golpearon de nuevo las ventanas.
El argentino corrió al salón y descargó el hacha con todas sus fuerzas sobre la espalda del zombi, el golpe impactó al lado del cuchillo que continuaba clavado en su espalda. Del impulso se precipitó sobre él y ambos cayeron al suelo de madera. El infectado movía brazos y piernas intentando darse la vuelta para poder agarrar a Sergio. En el interior del comedor se había hecho un extraño silencio sólo roto por los gruñidos del padre de Maite y la agitada respiración del argentino. Hasta los zombis de fuera parecían estar ahora a la expectativa.
Sergio extrajo el hacha y la descargó de nuevo, esta vez sobre la cabeza del hombre. La hoja dividió la cabeza violentamente en dos, dejando a la vista la masa encefálica. Restos de sangre y cerebro se esparcieron por el entarimado pero el hombre quedó inmóvil por fin, sus brazos y piernas descansaron laxos para siempre. Y Sergio se apartó del cadáver como si quemase.
Aroa le indicó a Alberto que fuera con los niños para evitar que continuasen observando la horrible escena. Los pequeños estaban tan impresionados que ni siquiera eran capaces de llorar.
Iglú. A cinco kilómetros del Restaurante Cabaña de los Pastores
Klaus abrió los ojos y se ayudó de las manos para sacar la cabeza del saco. Al instante sintió la gélida atmósfera del interior del iglú. Aún así era agradable. Sonrió. Tenía motivos para estar contento. Lara y el chico continuaban durmiendo. Buscó su móvil por el interior del saco. Apenas le quedaba batería. Llevaba el cargador en la mochila pero como no se lo enchufara por el culo al cerebrito. Volvió a sonreír con su ocurrencia. Seguía igual que ayer, sin señal. Aunque sabía lo que se iba a encontrar encendió también el GPS. No era capaz de encontrar ningún satélite.
Salió del saco y se deslizó fuera del iglú. Orinó en la misma entrada mientras intentaba buscar algún punto para orientarse. Luego subiría a la cota de al lado a ver si era capaz de ver algo.
Continuaba nevando aunque la temperatura no era tan fría como la noche anterior. Con ese temporal no se podría volar. Empezó a torcérsele el gesto. Tenían que salir pronto de allí; cuanto más tiempo pasaba más peligro corrían. La parte buena era que la tormenta afectaría del mismo modo a la policía.
Cogió un puñado de nieve y regresó al interior del iglú. Abrió el saco del cerebrito y se lo dejó caer por la cara. Los gritos e improperios se pudieron oír en todo el valle.
—Cabrón de mierda.
—Arriba marmotas, tenemos que seguir.
Lara sacó el teléfono de la mochila.
—Sigue sin haber línea. Vamos, comemos algo y seguimos camino, moved el culo.
Klaus preparó café caliente y tras dar cuenta de él y de un frugal desayuno los dejó maldiciendo por tener que destruir el iglú y subió a la cota. Desde arriba los observó pisotear los ladrillos de hielo que les sirvieron de cobijo. No quería dejar pistas demasiado evidentes.
Se colocó los prismáticos y fue oteando el horizonte en la dirección que pensaba que tenían que ir. No encontró nada. Trazó entonces sectores de, aproximadamente cuarenta y cinco grados y fue barriendo hasta que le pareció encontrar algo. Tenía que ser eso, pero si era así, estaba más desorientado de lo que pensaba.
—Lara —gritó— deja que termine cerebrito y sube aquí.
—Tengo nombre, ¿Por qué el troglodita no lo usa?
—No te enfades, sigue con esto, voy arriba.
Lara estuvo de acuerdo en que lo que tenían delante debía de ser la Estación de esquí de Nuria.
—Estamos cerca ¿No?
—La nieve y la poca visibilidad engañan, aún nos queda un paseo.
Nuria. Estación de Esquí
En la oficina de la Estación de esquí todos estaban despiertos. El salvaje ese la había emprendido a patadas con los taburetes después de golpear la puerta y verificar que al otro lado seguían esos seres infernales. El estrépito enfurecía más a los “zombis” de fuera, pero ninguno de los tres hombres se atrevió a decirle que parase. Cuando se detuvo sudaba y babeaba como un cerdo.
Vera se encogió dentro de su abrigo y fijó la vista en las llaves que colgaban de la cerradura. El macarra adivinó su pensamiento.
—Será mejor que yo guarde esto —extrajo el llavero y lo introdujo en uno de los bolsillos de su pantalón.
Dio una vuelta, arrastrando los pies, por toda la oficina y terminó plantándose frente a Vera.
—Tengo frío, y tengo hambre.
Alargó el brazo y cogió el bolso de la chica. Lo abrió y le dio la vuelta volcando todo el contenido sobre la mesa. Rebuscó entre los objetos, tirando parte al suelo, y encontró dos caramelos y un chicle.
—¿Sólo dos caramelos y un puto chicle? Qué mierda es esta —Vera no se atrevió a replicar.
Peló los dos caramelos y se los metió juntos a la boca. Luego se encaró con los tres hombres.
—Y vosotros ¿Qué tenéis de comer vosotros?
Los tres se miraron entre sí y negaron con la cabeza. Vera pensó que le tenían aún más miedo que ella.
El cerdo se sentó en la silla y colocó ruidosamente los pies sobre la mesa.
La chica miró a la única ventana existente en la oficina, era muy pequeña, alargada, de unos diez centímetros de ancho. Por allí no cabía una persona. Aunque la nieve la cubría por completo dejaba entrever la pobre luz del nuevo día. Lamentó una vez más no haberse ido con el resto de sus compañeros. Ellos debían estar a salvo en el Hotel. Aunque era lo único que la apetecía no se atrevió a llorar por temor a enfurecer al energúmeno ese que ahora parecía distraído y ausente.
Nuria. Albergue
El reparto de los productos de las máquinas había concluido no sin más de un conflicto. Pau, Marga y Luna habían unido sus provisiones. Las metieron en un par de cajones de una de las mesitas de sus habitaciones. Los colocaron sobre la cama de arriba de la litera. Pasaban ahí todo el tiempo y así evitaban posibles problemas.
Ya había amanecido. Se asomaron a una de las ventanas que daba a la entrada principal, donde se desató la locura la otra noche. El manto blanco de la nieve había cubierto cualquier huella de lucha que pudiese advertir de la matanza llevada a cabo por esos seres. Tan solo la aislada aparición de alguno de los zombis rompía esa estampa de paz.
En el Albergue se habían constituido tres grupos; por un lado ellos tres, por otro los chicos y por último las chicas. Nines era la única que permanecía aislada, parecía darle todo igual. Marga y Luna intentaron sacarla de la habitación y llevarla con ellas pero se negó sin ningún entusiasmo.
En general, en el ambiente reinaba un moderado optimismo. Los zombis no intentaban entrar, y todos pensaban que la ayuda no tardaría mucho en llegar. Los familiares de las personas atacadas, además de los suyos ya debían haber dado la voz de alarma. Las autoridades pronto vendrían a interesarse por la situación de las personas aisladas por el temporal. Era cuestión de tiempo que los rescatasen.
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En la nevera, Maica estaba agotada. Tenía sed, hambre y frío, y además se encontraba helada. Para evitar el claustrofóbico encierro y elevar la temperatura de la cámara había dejado la puerta entreabierta, pero ante el temor de que alguno de esos seres la sorprendiese, no quitaba ojo de la abertura. Desde allí controlaba las puertas de vaivén. Seguramente la temperatura en el interior de la cámara ya estaba muy igualada a la de la cocina pero aún así se encontraba helada.
Ninguno de esos seres había vuelto a entrar en la cocina así que se armó de valor y se aventuró entre los fogones. En uno de los bancos junto a un mueblecito para los tarros de especias descansaba un jamón a medio consumir sobre un jamonero de acero. Alargó el brazo y sacó un cuchillo del soporte. Cortó una larga tira y se la llevó a la boca. Mientras masticaba y saboreaba la loncha se fijó en el reguero de manchas que iba desde el banco a la pared.
¡Era sangre!
Escupió tratando de hacer el menor ruido posible y se metió los dedos para extraer el jamón de su boca. No parecía que la sangre lo hubiese tocado, pero de todas formas decidió no comerlo.
En el suelo, bajo la mesa central había una caja con manzanas Golden de aspecto apetitoso. Cogió el cuchillo con el que había cortado el jamón y un par de manzanas y se dirigió de vuelta a la cámara. Al pasar delante de los fuegos de la cocina se le ocurrió algo. Buscó un encendedor y activó uno de los hornillos. Colocó las manos sobre las llamas levemente azuladas y al momento sintió el agradable calor sobre ellas. Giraba una y otra vez sus manos sobre el fuego lo mismo que si estuviese asando un pollo. Sin perder de vista la entrada, permaneció calentándose hasta que se encontró más reconfortada.
Estaba amaneciendo, la luz comenzaba a entrar fugazmente. Antes de regresar a su encierro decidió encender todos los hornillos, así el interior de la cocina elevaría su temperatura y la cámara iría calentándose también. Su grado de optimismo había aumentado varios puntos con respecto a tan solo un rato antes.
Ribes. Comisaría
Ramón ya estaba de regreso junto a Ramos y Piqué. El trayecto de Queralbs a la Comisaría había resultado una epopeya. Las referencias de la carretera habían desaparecido, ni siquiera ellos, que se conocían el camino de memoria, se habían librado de salirse en varias ocasiones. La prueba fehaciente era el trozo de faro que se habían dejado en uno de los quitamiedos. Sentados en torno a la mesa y sin un café caliente que poderse tomar analizaban la situación.
Las comunicaciones continuaban interrumpidas, lo mismo que el Cremallera. Por carretera era prácticamente imposible transitar. La energía no se había restablecido, y mientras no cesara el temporal, las empresas de electricidad no pondrían en riesgo a sus operarios y lo cierto era que en esas condiciones difícilmente hubiesen podido realizar su trabajo. Desde que se interrumpiera la electricidad no habían podido ponerse en contacto con la Delegación, ni con ellos ni con nadie.
La comunicación con el Ayuntamiento sólo era posible con los walkie. La alcaldesa le había confirmado que aún no tenía noticias de los dos funcionarios que había enviado a Barcelona.
Con respecto a sus hombres, Juliana era el único que no se había incorporado. Probablemente se hubiera quedado dormido. Sin electricidad no había despertador. Si no se presentaba pronto, tendría que mandar a alguien a levantarlo.
Ramos apareció en la puerta acompañado del propietario del Hotel de Queralbs y otros dos vecinos del pueblo.
—Jefe; tiene que oír esto.
El propietario del Hotel entró en la sala de reuniones blanco como la propia nieve. El aspecto de los otros dos era similar. Parecían desencajados. Los conocía de toda la vida y ellos lo conocían a él desde que era un niño. Eran gente trabajadora, honrada y sobre todo seria. Hombres hechos y derechos a los que ahora se les veía completamente afectados. Ramón les indicó que se sentasen con un ademán.
—Está muerto Ramón, está muerto. Pascual lo encontró esta mañana. Un niño Ramón, un bebé —la comisura de los labios le temblaba ostensiblemente y sus ojos amenazaban con romper a llorar.
Ramón lo obligó a sentarse. El dueño del Hotel se derrumbó al fin y dio rienda suelta a sus emociones. El Jefe se dirigió a otro de los vecinos que habían venido.
—¿Qué ha ocurrido Joan? ¿Quién está muerto? ¿Qué bebé?
—Pascual encontró el cuerpo muerto de un bebé en una de las habitaciones. No creo que tenga un año. Tenía el cuello roto.
Joan fue amigo de su padre hasta el día en que murió. Sentía un aprecio especial por él, por Julián, incluso por Eduardo.
Ramón lo observó detenidamente. Parecía realmente afectado. De los tres, él era el menos dado a sentimentalismos.
—Joan —Ramón dirigió la mirada a la hoja del calendario colgado en la pared— una denuncia por asesinato es un tema muy serio, no voy a…
—Sé el día que es hoy. Y tú sabes que yo no soy dado a bromas de ningún tipo.
—Cuéntame que ha ocurrido.
—Te puedo contar lo que nos ha dicho el señor Antonio de camino hacia aquí. Pascual estaba en su habitación, a eso de las seis de la mañana lo despertó el silbido del aire. La ventana del corredor de su habitación se había abierto, el viento, fue de una carrera y la cerró. Al regresar a su cuarto observó que la puerta de una de las habitaciones estaba mal cerrada. Era la que le había dado al último huésped que entró, un matrimonio con un bebé. Al entrar se encontró al niño muerto en la cama —Joan no acostumbraba a dar rodeos al relatar algo, procuraba terminar lo antes posible, no era hombre de muchas palabras— el señor Antonio nos fue a buscar para que lo acompañásemos y aquí estamos.
Ramón observó a Ramos y a Piqué, el semblante de ambos era grave. Los dos conocían a Joan hacía tiempo.
—¿Y los padres del bebé?
—En la habitación no había nadie más, Pascual sólo vio al padre, la madre no apareció en ningún momento —el señor Antonio parecía ya más repuesto— Ramón, los buscamos por todo el Hotel pero no aparecieron. En la habitación tampoco había rastro de equipaje, sólo la chaquetita del crío tirada en el suelo. Es horrible, ¿Quién puede hacer algo así?
—¿Has traído la ficha con la documentación del padre?
Antonio negó con la cabeza.
—Ya sé que es obligatorio, lo sé, pero el hombre negro entró con el niño en brazos y Pascual le dio la llave a falta que luego rellenara el registro y bajase su carnet.
—Un momento, ¿Has dicho que era un hombre de color?
—Sí, negro, sí, con acento francés y unas trenzas raras en la cabeza.
—Ramos, despierta a Puyol y a Alba, que vengan aquí.
Los dos llegaron adormilados y el Jefe los puso al corriente con pocas palabras.
—Ya te dije que ese hombre tenía algo raro —Alba se dirigió a Puyol, pero en realidad el reproche implícito era para el Jefe.
Ramón y Piqué partieron hacia Queralbs en compañía del propietario del Hotel.
Mientras conducía, el Jefe intentaba encontrar una explicación para todo lo que estaba ocurriendo. No podía ser fruto de la casualidad, era imposible. El temporal, la interrupción del fluido eléctrico, el aviso del robo en Andorra, la aparición del tipo negro, ahora el cadáver de un bebé. Movió el hombro para desentumecerlo, la clavícula volvía a dolerle y eso no era bueno.
Nuria. Ermita de San Gil
El hallazgo del peluche y el descubrimiento de su contenido oculto obraron el milagro de que ambas se olvidasen de la sed que sentían y del horror que había tenido lugar en el exterior. El interior del osito estaba repleto de pequeños diamantes de, aproximadamente, medio centímetro de diámetro. Ninguna era experta pero llegaron a la conclusión de que los diamantes estaban ya pulidos. Contaron más de quinientas piezas. Sabían que el valor de un diamante dependía de su pureza pero tirando por lo bajo ahí había más de dos millones de euros. Tras devolverlo cuidadosamente al interior del peluche volvieron a mirar dentro de la chimenea, incluso Ana volvió a encaramarse, repitiendo los mismos movimientos que había realizado pero no encontraron nada más.
—¿De dónde crees que han salido? —Ana sopesaba el osito mientras le acariciaba la barriga donde guardaba su tesoro.
—Alguien las ha escondido ahí, y nadie guarda sus diamantes en el interior de una chimenea en una iglesia perdida en los Pirineos. A su dueño no le hará gracia no encontrarlos.
—Me da igual que le haga gracia o no, los diamantes son ahora nuestros, nosotras los hemos encontrado, nos pertenecen; es la ley…, es la ley de los Pirineos —Ana sonrió descarada.
—Aunque consigamos salir de aquí con ellos tampoco sabemos cómo venderlos, no podemos ir a una joyería y decirle: tenga, quiero vender estos diamantes que me encontré. Es mejor que los devolvamos a la policía, esto nos traerá problemas, ya verás.
—No vamos a devolver nada, vinimos a pasar unos días de esquí y por poco nos comen esas cosas, nos lo merecemos, nos lo hemos ganado —Ana sujetaba con fuerza el peluche, como si alguien amenazara realmente con arrebatárselo.
—Estas piedras no pueden ser legales Ana, las han robado, lo sabes tan bien como yo.
—Pues mejor, el que roba a un ladrón…
Lucía se dio por vencida de momento. Aún tenían que conseguir salir de allí.
—Tengo mucha sed Ana ¿Crees que seguirán ahí fuera? Hace mucho tiempo que no las hemos oído. Tal vez podríamos abrir y coger algo de nieve con la olla, la fundimos y nos la bebemos.
—O nos la comemos a bocados —interrumpió Ana.
—Lo que sea.
La luz del sol comenzaba a penetrar por los tragaluces.
—Vale, vamos a por la olla.
Nuria. Santuario
Después de orar durante Prima en la Capilla, todos los monjes habían regresado al Refectorio. En cocina calentaron de nuevo un par de perolas con leche y sirvieron pan recién hecho.
Con un puñado de velas por toda iluminación el gran comedor se asemejaba a lo que debía haber sido el monasterio en sus comienzos.
Tras dar buena cuenta del modesto ágape, algunos monjes expresaron su intención de subir a sus habitaciones; Arnau se unió a ese grupo.
Nada más entrar a su celda detectó que algo no iba bien. Abrió el armario y sólo le hizo falta un leve vistazo para advertir que las cosas no estaban como él las había dejado. No es que estuviera revuelto pero seguro que alguien había estado husmeando dentro. Se desplazó hasta la mesita y abrió el primer cajón, éste sí que estaba revuelto, el intruso aquí no había mostrado tanto celo.
No le preocupaba que hubiesen registrado su habitación, no había nada que encontrar, pero indicaba que su tapadera podía haberse visto comprometida. El objetivo principal era no destacar, pasar inadvertido, como un monje más y Arnau lo estaba logrando pero los últimos sucesos le habían obligado a exponerse, estaba en juego la vida de los otros monjes. Aunque fueron dos los monjes que subieron, a comprobar las habitaciones, él ya tenía su sospechoso. Se aseó, se cambió de ropa y regresó al Refectorio. Había monjes que continuaban en la misma posición en la que estaban cuando salió de allí. Alguno incluso se había llegado a dormir y roncaba apoyado sobre la mesa.
Enseguida halló a la persona que buscaba. Dominique hablaba con Alain. En cuanto se percataron de su entrada se separaron un poco y elevaron la voz en una conversación dedicada al temporal de nieve de fuera. Arnau se desplazó por todo el comedor atento a las conversaciones de los otros monjes. Todas versaban sobre lo mismo; Donato y los otros dos enfermos encerrados en el archivo de la Biblioteca. En cambio Alain y Dominique hablaban del tiempo que hacía en el exterior del Santuario. En su cerebro se encendieron todas las alarmas. Los dos habían salido a comprobar el interior. Cualquiera de ellos podía haber registrado su habitación. Esto abría un nuevo abanico de posibilidades.
Leo, el joven procedente del Albergue lo distrajo de su reflexión, se le había acercado por detrás y le decía algo que no había llegado a escuchar.
—¿Qué?
—¿Podemos hablar? —el joven tiraba de su brazo y lo guiaba fuera del Refectorio.
Salieron al reducido Claustro y Leo encendió un cigarrillo y le ofreció otro a Arnau que lo rechazó impaciente. Después de una profunda calada acercó su cara a la del monje.
—Deberíamos comprobar que los zombis, los infectados —rectificó al ver la expresión de Arnau— siguen encerrados en el archivo.
Arnau no comprendía a donde quería llegar el joven.
—He visto a esas personas caminar con los intestinos fuera de la cavidad abdominal, sus propios intestinos —recalcó— no tengo claro que unos cordones del hábito de un monje basten para inmovilizarlos.
Arnau reflexionó a cerca de ello.
—Ven.
Al volver a entrar al Refectorio la situación con Dominique y Alain volvió a repetirse. No eran fantasías suyas. Tramaban algo. Dirigió sus pasos hacia el Abad, continuaba en su sitio en la mesa. Se sentó a su lado mientras Leo permanecía en pie a su espalda.
—Padre —el Abad gustaba que se dirigiesen así a él— creo que debería comprobar el estado de los hermanos enfermos.
—¿Por qué? ¿Para qué? —el Abad no pudo disimular su inquietud.
—Bueno, ellos podrían necesitar algo, quizá están más recuperados, es simple caridad cristiana.
—¿Mejor? Martín tenía el cuello roto y nos miraba con la cabeza del revés. ¿Cómo van a estar mejor?
Arnau percibió de inmediato el temor del Abad, intentó entonces otra estrategia.
—El joven Leo piensa que podrían haberse desatado, yo no lo creo pero no estaría de más que lo comprobásemos; naturalmente el resto permanecería fuera de la Biblioteca, a salvo.
La posibilidad de que los monjes enfermos anduviesen a sus anchas por el Santuario, unido a la última matización de Arnau a cerca de la seguridad del resto de monjes, lo terminó de persuadir para autorizarlo.
El Abad hizo llamar a todos los hermanos y quedaron todos reunidos en el Refectorio hasta el regreso de Arnau y Leo.
De camino a la Biblioteca Arnau recogió de una estantería de la cocina un rollo de cinta americana y la hizo desaparecer en el interior de su hábito.
—¿Lleváis ropa interior debajo del hábito?
Arnau no salía de su asombro. La cara de Leo no mostraba rastro de burla. Continuó andando ignorando la pregunta.
Al llegar a la puerta del archivo, Arnau introdujo la llave que le había facilitado el Abad dentro de la cerradura.
—¡Espera! —Leo se acercó a la puerta y golpeó con fuerza un par de veces sobre ella.
Varios golpes se sucedieron al otro lado de la hoja sobresaltando a Arnau y al propio Leo.
—Se han desatado —Arnau lamentó no haber venido provisto de algún arma— sal de la Biblioteca, espera fuera a que yo te llame, no entres hasta que yo te lo diga.
—Ni hablar, yo no me voy de aquí —se alejó a por una silla y regresó esgrimiéndola por el respaldo con las patas en guardia.
Arnau no podía imponer ahí su autoridad, así que aceptó obligándole a parapetarse tras una mesa. En su interior se alegraba de que el joven permaneciese con él.
La puerta se abría hacia dentro, así que en cuanto Arnau giró la llave, empujó violentamente hacia delante. El joven desconocido cayó hacia atrás golpeado por la hoja. El monje pasó al interior del archivo entonces. Lo que vio dentro del archivo lo sorprendió tanto que a punto estuvo de costarle caro. El hombre se lanzó a morderle los pies sin siquiera molestarse en levantarse. Arnau se limitó a retroceder un paso. No podía apartar la vista de las manos amputadas del hombre; descansaban en el suelo al lado de la silla donde estuvo atado. A base de violentos tirones se las había mutilado. Los dos miembros presentaban un aspecto ceniciento en los trozos de piel que no estaban ensangrentados, tendones desgarrados, venas literalmente partidas, el dolor tendría que haber sido tan intenso que ninguna persona hubiera podido soportarlo consciente y mucho menos causándoselo él mismo.
Donato también había logrado soltar un brazo, la mano seccionada colgaba del brazo de la silla sujeta de algún tendón por la cuerda ensangrentada que lo había intentado retener. La otra muñeca presentaba terribles laceraciones pero aún continuaba sujeta impidiendo al monje levantarse.
—¿Lo ves? No sienten dolor —Leo se había acercado a Arnau.
—Regresa detrás de la mesa.
El zombi se había levantado y avanzaba hacia él con los muñones adelante. Arnau aguardó a que lo atacara y entonces lo sujetó del antebrazo y lo giró, golpeó violentamente detrás de su rodilla y el hombre cayó postrado a los pies del monje. Con habilidad lo arrastró y lo sentó sobre la silla de brazos que había preparado. La cinta americana apareció por embrujo en sus manos y con dos rápidos giros encintó la boca del zombi. A continuación encintó cada uno de los antebrazos a los brazos de la silla. Repitió la operación con los tobillos. Cuando estuvo satisfecho se apartó y contempló su obra.
—¡Joder! Realmente eres el puto monje Rambo; perdón.
Así ya no podría volver a escapar. Con Donato, al tener un brazo sujeto todavía, el trabajo fue más rápido y sencillo.
Tras volver a introducirlos en el interior del archivo. Arnau y Leo contemplaron las idénticas muecas de odio en los rostros de los tres zombis. El monje dudaba de que ese estado pudiese llegar a revertirse. Haría falta un milagro y él no creía en los milagros.
Tras asegurar la puerta ambos regresaron al Refectorio donde los esperaba el resto de la congregación. La columna vertebral del Abad sufrió un intenso estremecimiento al escuchar el relato de Arnau. Después de recuperar la llave del archivo, prohibió que nadie se acercase allí.
Nuria. Refugio
Bea acercó su cuerpo desnudo al de su marido. Llevaba un rato sintiendo frío. Abrió un ojo levemente. En la habitación se filtraba algo de luz entre las cortinas a medio cerrar. De pronto la asaltó un ataque de hambre. Sus tripas soltaron un quejido lastimero. Claro, desde que pararon ayer a comer en el restaurante de las pistas, no habían vuelto a probar bocado. Regresaron a la habitación, se ducharon e hicieron el amor hasta caer dormidos los dos. Habían dormido… ¿Qué hora sería? Necesitaba ir al baño. Se levantó despacio y anduvo encogida hasta el aseo. Cerró y pulsó el interruptor pero la luz no se encendió, se acercó hasta el del espejo y tanteando lo accionó también, tampoco funcionaba. Regresó a la entrada y abrió la puerta. Cuando salió se enfundó el albornoz y se metió con él en la cama.
—¿Qué haces con el albornoz dentro de la cama? —Ricardo se había despertado y se desperezaba con un ruidoso bostezo.
—No hay luz y la calefacción no funciona ¿No es romántico? —Bea se apretujó a su marido.
Ricardo acudió al baño y a la vuelta corrió las cortinas para que entrase la luz en la habitación, limpió el cristal con el dorso de la mano y observó como la nieve continuaba cayendo lentamente. El albornoz con que se había cubierto apenas mitigaba el frío que sentía. Echó a correr hacia la cama y de un salto se colocó de nuevo en su lado y se tapó hasta la nariz.
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El abuelo de Nacho abrió los ojos, por la ventana comenzaba a entrar algo de luz. Se encontraba completamente arropado. Sentía frío en su cabeza ahora desprovista de pelo. La quimioterapia había acelerado su pérdida y para evitar preguntas incómodas de su familia se lo había rapado así que ahora esa parte de su cuerpo era más sensible a los cambios de temperatura.
Su vejiga le presionaba, decidió levantarse ya. Al dirigirse al baño el frío ambiente se hizo más perceptible. Entró al aseo y accionó el interruptor, la luz no se encendió. Repitió la operación y nada. Se alivió a oscuras y regresó a la habitación. Pulsó el interruptor y comprobó que tampoco funcionaba, debía haberse ido la luz, eso explicaba lo fría que estaba la habitación.
Se asomó a la ventana, el día comenzaba a despuntar. Desde allí contempló la belleza del paisaje nevado, los copos cayendo lentamente y el encanto del lago helado, completamente blanco. Disfrutó del instante, seguramente no le quedasen muchos despertares como ese. Se colocó los audífonos en los oídos y se vistió, realmente hacía frío. Observó a su nieto. Dormía boca abajo con las cuatro extremidades abiertas, como queriendo abrazarse al colchón. Siempre había dormido así, desde el día que nació. Luego recordó su propia niñez, a él también le encantaba dormir de ese modo; lamentablemente hacía años que su espalda no se lo permitía. Le vino a la cabeza algo que había leído en alguna parte, o lo había escuchado, tanto daba;
“Cuando comienzas a recordar asiduamente la infancia de tus hijos y tus nietos es que te estás haciendo viejo.
Cuando comienzas a recordar asiduamente tu propia infancia es que tu final está cerca”
Esas palabras, en su situación, cobraban una nueva dimensión. Nacho se dio la vuelta y su teléfono móvil cayó al suelo arrastrando los auriculares conectados. La noche anterior se había dormido escuchando música. Cenaron muy pronto y enseguida subieron a la habitación, el chico no quería encontrarse con su padre, seguía enfadado. Él estuvo haciendo tiempo viendo la tele pero cayó pronto dormido.
Su hijo habría llegado tarde, por eso no les habían dicho nada, eso o llamaron y no se enteraron, para dormir se quitaba los audífonos y sin ellos no escuchaba ni un cañonazo. Se decidió a despertarlo.
—Arriba chico, es hora de levantarse.
Nacho se desperezó y se dirigió al baño. Al entrar oprimió el interruptor, nada, repitió la operación de nuevo.
—No funciona la luz del baño, y hace un poco de frío.
Entró y cerró como si nada. Cuando salió su abuelo lo esperaba ya vestido y sonriente.
—¿De qué te ríes?
—De nada, olvídalo. Vístete, llamamos a tus padres y bajamos a desayunar —el chico no dijo nada.
El muchacho sacó la ropa que se iba a poner de la maleta y la dejó caer sobre la cama.
—Ponte ya el pantalón de nieve, tus padres querían empezar a esquiar pronto hoy, la idea era subir a las pistas nada más desayunar.
—Hace calor, me asaré —el chico nunca tenía frío.
—Nacho, el pantalón de nieve, por favor.
Mientras su nieto se vestía su abuelo recogió un poco la habitación.
—¿Vamos? —Nacho estaba plantado delante de la puerta con el chaquetón de nieve puesto, antes protestaba por el calor que le iba a dar el pantalón y ahora, en lugar de llevarlo en la mano, se lo ponía; los adolescentes eran así.
—Recogemos a tus padres y a tu hermana en la habitación y bajamos a desayunar.
—Yo voy a llamar al ascensor —sin dar tiempo a más se colocó los auriculares en los oídos, guardó el móvil en un bolsillo y salió al corredor.
Para este apartado os propongo escuchar mientras lo leéis la misma canción que estaba escuchando Nacho, a ver si os gusta.
Su abuelo no pudo evitar sonreír, no había luz pero él iba a llamar al ascensor. Salió al pasillo y se encaminó a la habitación de su hijo.
Nacho avanzaba prácticamente al ritmo de la canción que escuchaba a todo volumen: Hall of fame de Script.
Hey, you can be the greatest
You can be the best
You can be the King Kong banging on your chest
You can beat the world
You can beat the war
You can talk to God or go banging on his door
El pasillo estaba pobremente iluminado. Siguió caminando hacia el ascensor.
You can throw your hands up
You can beat the clock
You can move a mountain
You can break rocks
You can be a master
Don’t wait for luck
Dedicate yourself and you’re going to find yourself
Standing in the hall of fame
And the world’s gonna know your name
Because you burn with the brightest flame
And the world’s gonna know your name
And you’ll be on the walls of the hall of fame
Al llegar frente a las puertas pulsó el botón de llamada, el piloto no se encendió. Volvió a pulsar. No había luz, el ascensor tampoco funcionaba. Se puso un poco colorado y se alegró de que nadie se hubiera dado cuenta de su torpeza. Sin mirar hacia su abuelo se dirigió a las escaleras.
You can go the distance
You can run the mile
You can walk straight through hell with a smile
You can be a hero
You can get the gold
Breaking all the records
They thought never could be broke
Do it for your people
Do it for your pride
How are you ever gonna know if you never even try
El abuelo de Nacho golpeó con los nudillos sobre la puerta de la habitación de su hijo. De reojo había visto que se aproximaban otros huéspedes, caminaban tambaleándose. Las vacaciones era lo que tenían, se daban al exceso.
Volvió a golpear, ahora más fuerte, sobre la puerta, se les debían haber pegado las sábanas, en el interior de la habitación no se oía ruido alguno.
A su espalda escuchó como las personas que se aproximaban parecían rugir, a ver si pasaban de largo y no le causaban problemas, mejor no mirarlos siquiera.
Nacho se sentó en el primer escalón resoplando por el calor que le daba la ropa de esquí.
Do it for your country
Do it for you name
Because there’s going to be a day
When you’re standing in the hall of fame
And the world’s gonna know your name
Because you burn with the brightest flame
And the world’s gonna know your name
And you’ll be on the walls of the hall of fame
Al abuelo de Nacho apenas pudo apartarse cuando sintió el brazo del primer zombi. Se dio la vuelta dispuesto a increparlo por la agresión, pero la visión de esos ojos rojos, completamente cargados de odio lo paralizaron. El zombi se le tiró encima mordiéndole el pómulo. No le dio tiempo a fijarse en su aspecto, en que sus pantalones estaban manchados de sangre por todas partes ni que en la coronilla le faltaba un trozo de carne. Sólo pudo desear que su hijo no abriese la puerta. Se dio la vuelta y trató de apartarse del hombre arrastrándose. Otro zombi se le tiró encima mientras el de antes volvía a desgarrar, esta vez su nuca.
—¡NACHO VETE!
Al chico le pareció que su abuelo le decía algo, se volvió de mala gana. Tardó unos segundos en localizarlo en el suelo. Varias personas estaban sobre él, lo atacaban mientras intentaba huir arrastrándose. Tenía que ayudarle.
Be a champion
On the walls of the hall of fame
Sin saber muy bien qué ocurría y con la música sonando a todo volumen en sus oídos Nacho corrió hacia su abuelo.
Be students
Be teachers
Be politicians
Be preachers
Be believers
Be leaders
Be astronauts
Be champions
Be truth seekers
—¡NACHO NO! ¡VETE! ¡CORRE! BUSCA AYUDA —El anciano no pudo decir nada más, dos zombis se unieron a los primeros, mientras uno aplastaba su cabeza contra el suelo a la vez que estiraba con los dientes hasta arrancarle la oreja, el otro se esforzaba por poner su abdomen al descubierto.
El chico se detuvo a dos pasos de su abuelo. Le había mandado que huyese, que buscara ayuda. Sabía que él solo no podría hacer nada contra esas cuatro bestias, y al fondo del pasillo venían más. Miró hacia el lado opuesto, por allí descubrió más de esos seres. Echó a correr hacia las escaleras.
Be students
Be teachers
Be politicians
Be preachers
Be believers
Be leaders
Be astronauts
Be champions
Bajó a saltos los tres tramos hasta alcanzar el segundo piso. Encaró el siguiente tramo y se encontró con dos hombres con el mismo aspecto que los de arriba gruñendo como animales. Trató de concentrarse en la estrofa de la canción que continuaba sonando y encaramándose a la barandilla, saltó al siguiente tramo de escaleras, así logró evitar a los dos que subían. Cayó, en la otra barandilla y chocó contra la pared; el golpe lo desequilibró y rodó escaleras abajo arrollando a tres mujeres que subían. Se detuvo al fin entre ellas en el rellano del primer piso. La adrenalina disparada y el pánico que sentía le hicieron incorporarse como si le hubiese alcanzado un rayo.
Continuaba cantando la canción que se reproducía a todo volumen lo que, sin duda, evitó que los desesperados gruñidos de las zombis lo paralizaran.
Standing in the hall of fame
And the world’s gonna know your name
Because you burn with the brightest flame
And the world’s gonna know your name
And you’ll be on the walls of the hall of fame
Alcanzó la Recepción del Hotel sin más oposición pero con la certeza de que los seres que habían atacado a su abuelo lo seguían de cerca. Allí no había nadie a quien pedir ayuda. Tardó un momento en localizar la puerta de entrada, unos expositores enormes la tapaban. Apartó uno de ellos con un violento empujón y se encontró con una puerta cerrada y al otro lado, una multitud de seres ensangrentados golpeando los cristales. Era una locura, volvió a concentrarse en el sonido que reproducía su móvil.
You can be a champion
you can be the greatest
You can be the best
You can be the King Kong banging on your chest
You can beat the world
You can beat the war
Se enfrentó a la puerta de entrada del salón comedor. Empujó y accionó la enorme manivela pero la puerta estaba cerrada. Golpeó sobre ella con ambas manos y se alejó en dirección a la otra puerta del comedor. Allí volvió a intentar abrir, tampoco pudo hacerlo, estaba también cerrada. Al final del pasillo vio la salida a la parte de atrás del Hotel pero, al igual que la entrada principal, también presentaba varios objetos apostados contra ella. Sólo quedaba una puerta: lo aseos. Aceleró hacia ella y antes de entrar, observó la Recepción; aún no había aparecido ninguno de esos seres.
Entró en el de caballeros vb, cerró y apoyó su espalda contra la puerta llevando los ojos al frente. Estuvo a punto de gritar. A los pies de la ventana, una pila con varios seres amontonados en posiciones imposibles, hizo que las pulsaciones se le volvieran a disparar y las piernas le temblasen todavía más. Entre un enorme charco de sangre los ojos sin vida de esas personas parecían advertirlo de un peligro que no conseguía comprender.
Se giró de nuevo hacia la salida, la puerta no tenía cerrojo alguno, no podría impedir que esas cosas entrasen y lo devorarían como a su abuelo. ¡Los váteres! Ahí sí había pestillos. Corrió hasta el último y entró después de haber pisado el charco de sangre y uno de los brazos de alguno de los muertos. Cerró y se sentó en el inodoro. Se introdujo el crucifijo que colgaba de su cadena de plata en la boca y se concentró en el final de la canción.
You can talk to God or go banging on his door
You can throw your hands up
You can beat the clock
You can move a mountain
You can break rocks
You can be a master
Don’t wait for luck
Dedicate yourself and you’re going to find yourself
Standing in the hall of fame
Desde que de pequeño le regalara la cruz su abuelo, siempre que se sentía asustado por algo repetía el mismo ritual. Era como si así Dios estuviese dentro de él y nada pudiera dañarlo.
La canción acabó y los ruidos de gritos, gruñidos y carreras por los pasillos se hicieron perceptibles para el chico. Oyó como se abría la puerta de fuera y alguien con paso vacilante se adentraba en el aseo.
Lo iban a encontrar, cualquier imbécil podría descubrir sus pisadas sobre la sangre derramada por el suelo del baño. Era cuestión de tiempo que derribaran la débil barrera que lo protegía. Chupó con más fuerza el crucifijo saboreando el gusto salobre del sudor. Sacó el móvil del bolsillo y buscó febrilmente otra canción para escuchar. Entonces advirtió ese arrastrar de pies que se alejaba y cómo la puerta chirriaba al abrirse y volverse a cerrar. Luego nada. Lo había logrado, estaba salvado. La más inmensa de las alegrías lo invadió para, al instante transformarse en infinita tristeza al pensar en el destino de su abuelo. Lloró, con la desdicha de no poder dejarse llevar y gritar lo que sentía.
@@@
El grito hizo que Bea y Ricardo interrumpiesen sus juegos sexuales.
—¿Qué ha sido eso? —Bea salió de la cama y se enfundó el albornoz tirado en el suelo.
—Vuelve aquí, vamos…
El nuevo grito y las carreras que se sucedieron hicieron que Ricardo también se levantara. Desnudo caminó hacia la puerta. Permaneció atento frente a ella. De los pasillos llegaban ruidos de carreras y una especie de gruñidos raros. Abrió la puerta y se asomó.
—¿Qué haces? No abras, vas desnudo.
Bea se aproximó a la entrada de la habitación y Ricardo se volvió hacia ella sonriendo al observar su gesto de preocupación.
Ricardo no vio al primero de los zombis que lo atacó. Logró alejarlo de una patada y gateó retrocediendo hasta los pies de la cama. Tres zombis más entraron y se le tiraron encima. Mientras él trataba de evitar los mordiscos que le lanzaban vio como su mujer intentaba apartar a uno de ellos y al no lograrlo salía de la habitación pidiendo ayuda.
Bea no había conseguido apartar al hombre de encima de su marido, le pareció que llevaba la ropa manchada de sangre. Corrió escaleras abajo dirección a la Recepción. Su habitación estaba en el segundo piso. De reojo pudo ver como otras personas salían en su persecución, gritaban y gruñían como las que habían entrado en su habitación. En el rellano de la primera planta tuvo que esquivar a uno de esos locos que sólo consiguió arrancarle el cordón de su albornoz. En el siguiente descansillo, sus pies desnudos resbalaron y cayó de bruces, sintió como sus manos se impregnaban de algo pegajoso, se incorporó todo lo rápido que pudo y siguió corriendo.
Alcanzó la Recepción y se dirigió a la entrada del comedor.
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En el comedor, el desgarrador grito procedente de alguna de las plantas superiores del Hotel había hecho enmudecer a todos los refugiados. Alizée se apostó en la puerta que daba a los lavabos y Bastian se acercó a la que conducía a la Recepción. Desde allí pudo escuchar ruido de carreras, caídas, golpes y gruñidos que parecían indicar que alguno de los clientes encerrados en su habitación había cometido el error de salir.
André y Gwen se acercaron a él e hicieron presión sobre los objetos amontonados contra la puerta mientras dudaban si apartarlos o empujar con más fuerza. Junto al francés volvía a estar la pequeña Carla; había dejado la taza de Cola Cao que se estaba tomando para correr de nuevo a abrazarse a su pierna.
—Pero ¿Por qué sale la gente de sus habitaciones? Es una locura —El Director movía apesadumbrado la cabeza.
—En el Hotel pueden quedar clientes que no se hayan enterado de lo ocurrido. La situación se precipitó ayer a última hora. Eso, o la presión los ha podido.
—Deberíamos abrir y dejar que entre, parece estar solo.
—No podemos hacer eso, sería imposible contener a esas cosas, no tenemos suficientes armas. No, nadie va a entrar aquí.
El Director se pasó una mano por la cara en un claro gesto de impotencia, pero se le ocurrió otra cosa.
—Quién sea podría decirnos cuántas personas infectadas hay por los pasillos —la reflexión había hecho vacilar a Bastian, esa información sería crucial a la hora de salir a limpiar el Hotel.
Al otro lado escucharon un golpe y ruido de pasos alejándose. Instantes después alguien golpeaba la puerta de acceso al comedor por el lateral. En ninguna de las dos ocasiones se oyó decir nada, nadie pedía auxilio o ayuda. Un chirrido al otro lado les indicó que quienquiera que fuese el desdichado había entrado en los lavabos.
En la Recepción se escucharon gruñidos ahogados y carreras hacia los lavabos.
—Al final parece que no será necesario abrir, probablemente esa persona ya no es humana —nada más terminar la frase, Bastian lamentó que la cría, que continuaba agarrada a su pierna, la hubiese oído.
Unos nuevos golpes los sobresaltaron.
—¡AYUDA! ¡AYUDA POR FAVOR!
Sin duda era otra persona, una mujer.
—Hay que abrir —André hacía intención de comenzar a retirar cosas.
Bastian, por primera vez en muchos años se mostró indeciso. Observó a la pequeña y le pareció ver un gesto de asentimiento; a continuación se soltó de su pierna y corrió a refugiarse bajo una mesa no muy lejana para dejarle libertad de movimientos. Allí volvió a apreciar Bastian el mismo gesto en la niña.
Alizée ya corría hacia allí, desde que observase las dudas de su compañero y el gesto de la cría supo que terminaría abriendo. ¡Maldita niña!
Al otro lado de la puerta Bea golpeaba histérica con sus puños sobre la madera.
André acabó de apartar los obstáculos y abrió de golpe sorprendiendo a la mujer que permaneció paralizada inmóvil hasta sentir como un hombre con una pistola en la mano la cogía del pelo y tiraba de ella metiéndola en el comedor. En cuanto pasó dentro, André y Gwen se apresuraron a volver a colocar la barricada y a prepararse para el intento de entrada que se avecinaba. Los gritos y golpes que siguieron les indicaron que habían actuado justo a tiempo. La intensidad de los ataques fue decayendo como en otras ocasiones.
En el interior, la mujer sentada en el suelo con el albornoz abierto dejando ver su cuerpo desnudo lleno de sangre observaba alucinada el cañón de la pistola que Alizée mantenía a un palmo de su cara.
—¿La han mordido? ¿Está herida? —Bea no entendía nada de lo que pasaba.
—Tienen que ayudarnos, han atacado a mi marido, varias personas se han lanzado sobre él, tenemos que ir a ayudarlo —Bea hizo intención de incorporarse.
—No se le ocurra moverse, permanezca en el suelo o no dudaré en disparar. Conteste: ¿La han mordido? ¿Está herida? —Insistió Alizée.
—Pero ¿Por qué repite todo el rato lo mismo? ¿Quién me va a morder? Le digo que unas personas están atacando a mi marido. ¡Por Dios! Pero ¿Qué les pasa a todos?
Los golpes al otro lado habían cesado casi por completo. André se acercó a la mujer.
—Esas personas, las que han atacado a su marido y la seguían a usted, esas personas están… parecen estar enfermas, infectadas con algún extraño virus, atacan a sus víctimas mordiendo y arañando para terminar devorándolos. Creemos, creemos que se contagian por la sangre y usted…usted tiene mucha sangre encima.
La mujer se miró y en ese momento fue consciente de su desnudez, se cerró el albornoz empapado de sangre y fue reculando hasta quedar sentada contra la pared.
—Tienen que ayudarme, tenemos que ir a ayudar a mi marido.
—A estas alturas su marido ya es una de esas cosas.
La crudeza de la afirmación acabó con la resistencia de la mujer e hizo sentir a Bastian un regusto desagradable en su boca por la crueldad manifestada por Alizée.
La recién llegada se derrumbó por completo y rompió a llorar. La pequeña Carla se acercó a ella para acariciar su cabello revuelto en un acto de infantil ternura regresando enseguida al lado de Bastian.
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