Viernes 28 de diciembre de 2012. Entre las 03:00 y las 06:00 horas
Nuria. Estación de Esquí
El hombre despertó, empezaba a sentir frío. Los tres jóvenes que se refugiaron con él en la Estación permanecían dormidos, tirados juntos en el suelo. Quizá debería tumbarse con ellos. En el lado opuesto de la habitación la chica dormía también. No parecía tener frío, su cabeza colgaba hacia atrás en el respaldo de la silla, sus manos enguantadas en su regazo con los dedos entrelazados. Llevaba el grueso abrigo con la cremallera cerrada hasta arriba. Se levantó tratando de hacer el menor ruido posible y se acercó a ella. Era guapa. Ahora que se había incorporado y caminado unos pasos se encontraba mejor. No, no era por eso. Alargó su mano hasta la cremallera de la joven, la sujetó con dos dedos y tiró lentamente hacia abajo. La abrió hasta las manos cruzadas de ella. Nunca había hecho algo así pero la situación era extraña y el frío que sentía unido a la certeza de que fuera esas cosas esperaban para comérselos a todos le impedía razonar. El polo que vestía bajo el abrigo dejaba adivinar unos pechos bien formados. No lo pudo evitar, posó ambas manos sobre ellos. Vera despertó adormilada. Cuando vio la cara del hombre tan cerca de ella abrió la boca para chillar a la vez que hacía intención de levantarse. El hombre apretó fuerte su manaza contra la boca de la joven.
—Si gritas, si gritas te mato —la voz brotó de sus labios semicerrados como un cortante susurro aunque no supo de dónde había surgido la determinación para semejante amenaza.
Los ojos de la chica se abrieron al máximo, los volvió hacia la puerta y luego hacia donde dormían los otros tres jóvenes. Intentó apartar la mano del hombre pero sólo conseguía que apretara más. Asintió con la cabeza para que la soltase. El hombre apartó lentamente la mano de su boca y llevó las manos de nuevo a los pechos.
—Si no apartas tus manos de mí, gritaré tan alto que todos esos seres se abalanzarán contra la puerta y acabarán con nosotros.
El hombre vio la determinación en sus ojos. Un vistazo al fondo de la oficina puso de manifiesto que los otros invitados también estaban despiertos, aunque ninguno se movía. Se alejó de la joven despacio y volvió a su silla transformando su deseo en odio hacia la chica y pensando que su momento terminaría por llegar.
Vera se subió la cremallera de nuevo, venciendo los temblores de sus dedos, mientras observaba como los otros tres se giraban y trataban de no darse por enterados de lo ocurrido. El nudo que sentía en el estómago la obligó a tragar repetidas veces saliva hasta que las nauseas fueron desapareciendo.
Volvió a mirar su móvil. Seguía sin servicio. Llevó la silla a una esquina y colocó la mesa enfrente, así nadie se podría acercar sin que se diese cuenta. Si las cosas no se arreglaban pronto ese cerdo podría intentarlo de nuevo y los otros no parecían dispuestos a impedirlo y, en caso de que quisieran, dudaba de que pudiesen con él. Un nuevo escalofrío recorrió todo su cuerpo.
Frente a la otra mesa de despacho, el hombre se debatía entre una profunda vergüenza y un creciente odio hacia la chica que lo había humillado en presencia de los otros.
Nuria. Albergue
Hacía un rato que todos se habían despertado, bueno, los que habían conseguido pegar ojo, y se habían reunido en una de las habitaciones. Pau podía escucharlos perfectamente, se les entendía con meridiana claridad. Empezaron hablando bajo pero el debate se estaba encendiendo y cada vez elevaban más el tono. Podía sentir como, al otro lado de la escalera esos seres se empezaban a excitar y comenzaban a golpear las puertas.
Pau se acercó rápidamente a la habitación y los interrumpió, obligándolos a callar.
—Estáis gritando demasiado. Esas cosas os escuchan. Han empezado a golpear de nuevo las puertas. Guardad silencio hasta que vuelvan a tranquilizarse y hablad bajo por Dios.
La sola mención de los salvajes del otro lado de la escalera tuvo un efecto balsámico. Todos callaron. Pau les indicó que para hablar lo mejor era subir a la habitación más alejada de la escalera.
Todos se dirigieron hacia allí. Pau no quería alejarse de la puerta así que envió a Luna para que acudiese a esa especie de asamblea que iba a tener lugar.
Nines había subido del brazo de una de las chicas y permanecía en una silla, encogida, y tan ausente como lo estaba en la otra habitación. Desde que conociese el final de su marido no había vuelto a hablar, ni una palabra había salido de sus labios.
El objeto de la reunión era sencillo. Los dos chicos defendían la necesidad de racionar todos los víveres de que disponían, es decir, los productos comestibles de las máquinas de vending y las bebidas. El agua no parecía ser un problema, los grifos continuaban dispensándola sin pegas. El conflicto lo planteaban las cinco chicas. Ellas no veían la necesidad de racionar nada, en cuanto amaneciese, la policía o las autoridades las vendrían a rescatar, así que no veían motivo para dividir las provisiones.
Luna, después de las conversaciones mantenidas con Marga y Pau, estaba a favor de racionar los alimentos y sabía que sus amigos votarían lo mismo. El problema era que las jóvenes no veían legítimo que se las impusiera un criterio que no compartían.
La discusión se estaba enconando y todos hablaban a la vez. Nines se puso en pie y se situó en el centro de la habitación. Los presentes se fueron callando.
—Este es mi Albergue. Las provisiones que hay en las máquinas son mías. Creo…, creo que lo mejor es racionarlas. Si no estáis de acuerdo, entonces las dividiremos a partes iguales y que cada uno actúe como mejor piense que debe hacerlo.
La alocución de la propietaria del Albergue los sorprendió a todos, pero no los puso de acuerdo. Al final acordaron dividir los víveres entre todos, la segunda opción ofrecida por Nines.
Un chico y una chica fueron abriendo todas las máquinas y sacando su contenido para su posterior reparto.
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Maica estaba congelada. La cámara estaba apagada pero la temperatura en el interior era insoportable. Tenía que salir. Si permanecía dentro moriría congelada, pero si abría… Sintió intensos estremecimientos al recordar lo que había sucedido unas horas antes.
Estaba en su habitación viendo por la ventana la batalla de bolas. Se acercaba la hora de la cena y su amiga ya debía estar en el comedor. Se enfundó el abrigo por si se decidían a salir fuera un rato y bajó a cenar. Cuando llegó, el desconcierto era total. La luz se había ido y la gente entraba corriendo, gritaban cosas que no podía entender. Se acercó a la puerta de entrada, el dueño del Albergue abrió en ese momento y el infierno se desató. Por un instante se quedó paralizada viendo como las personas de fuera atacaban a los que estaban dentro. No sabía qué pasaba, debía ser un robo, tal vez un secuestro. Escapó del caos sin haber encontrado a su amiga y se refugió en la cocina buscando una puerta por la que huir. La cocina no disponía de ninguna salida al exterior, las únicas puertas eran las de vaivén por las que había entrado. Tenía que buscar algún sitio donde esconderse y tenía que hacerlo ya. Se dirigió al fondo de la habitación y abrió una puerta de aluminio. Sin pensarlo entró y cerró. De inmediato sintió el intenso frío; estaba dentro de la cámara frigorífica. Su respiración se hizo más irregular, comenzó a hiperventilar. Iba a morir allí dentro. A su cabeza vinieron imágenes de películas en las que los protagonistas se metían por error en el interior de una cámara como esa y morían congelados al no poder abrir desde el interior. Le costaba respirar. Aunque la electricidad se había interrumpido el ambiente seguía siendo gélido, segundos antes estaba funcionando. Cada vez le resultaba más difícil razonar, su cerebro se embotaba, tenía que tranquilizarse pero no podía. La oscuridad en el interior era total. Se precipitó contra la puerta y pasó las manos buscando alguna forma de abrir desde dentro. No tardó en encontrar el cierre. Sin pensar tiró de él y la puerta se abrió, ¡podía salir!. Y salió, pero no pudo seguir. Lo que vio la detuvo en seco. Una mujer tumbada en el suelo era devorada, de-vo-ra-da por un hombre. Su boca estaba ensangrentada, masticaba los trozos de carne que acababa de arrancarla, se la estaba comiendo, era un maldito caníbal. El hombre levantó la cabeza, la estaba mirando, la miraba mientras masticaba. Maica no lo pensó, entre morir devorada o congelada, eligió lo segundo.
No podía saber el tiempo que llevaba dentro. Lo que sí sabía era que si continuaba allí terminaría realmente congelada. Hacía rato que no sentía los dedos de las manos, tampoco los de los pies. La cámara no era un congelador, era una especie de frigorífico enorme para mantener frescos los alimentos pero al temperatura era igualmente insoportable. Estaba agotada, no podía pensar con claridad.
Se acercó a la puerta y pegó el oído a la fría lámina de metal. Al otro lado no se escuchaba nada. Tras unos últimos momentos de reflexión decidió abrir.
Esta vez lo hizo lentamente. Según se desplazaba la puerta, la cámara era invadida por una mínima luz proveniente de la lámpara de emergencia situada sobre las puertas de salida. Permaneció en esa posición, expectante. Los latidos de su corazón constituían el único sonido que escuchaba. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad del interior de la cámara, identificaban sin problemas todo el mobiliario de la cocina. No había nadie más, estaba sola. Ni siquiera la mujer a la que ese hombre se comía estaba allí, sus restos claro. ¿Se la habría comido entera? ¿Era eso posible? ¿Se podía una persona comer a otra sin dejar ningún resto? Meneó la cabeza a ambos lados. Si alguien la escuchase contar eso la encerrarían, pero en un manicomio.
Ya se notaba más tranquila. Sus pulsaciones habían retornado a la normalidad. Decidió aventurarse por la cocina, hasta la salida. Los cantos de las puertas terminaban en una especie de fieltro, o goma, algo para que no escapasen olores. Por ahí no podía ver nada. Por debajo, en cambio, había un hueco de unos cuatro dedos desde las puertas hasta el suelo. Se arrodilló entre las dos hojas y pegó la cabeza al suelo. No era capaz de ver nada. En una de las puertas había un ventanuco de cristal redondo para observar el comedor, tenía una tonalidad anaranjada, recordaba haberse fijado en él mientras comían. Se iba a levantar para asomarse cuando un par de pies aparecieron justo delante de ella, al otro lado. Era el caníbal, seguro. Sus pulsaciones se dispararon de nuevo. La había descubierto. Tras unos interminables segundos los zapatos giraron arrastrándose pesadamente, y arrastrándose se alejaron. Se sentó en la pared al lado de la puerta, no se movió hasta que su pulso se volvió mínimamente estable. Se incorporó arrastrando la espalda contra la pared hasta quedar vertical. Después de varias inspiraciones consiguió el valor suficiente para asomarse por el ventanuco.
No podía ser, descubrió a varias personas deambulando por el comedor, entre ellas, otras permanecían completamente inmóviles. Maica no entendía qué les pasaba. La luz no era suficiente para identificar a nadie. Fue posando su mirada en sus rostros. En ese momento se dio cuenta de otra cosa, estaban heridas, sus caras presentaban heridas, todas. Se fijó luego en sus ropas, la mayoría llevaban los abrigos abiertos, o rasgados, o con un brazo fuera. Entonces la descubrió, era la mujer que el hombre devoraba en el suelo de la cocina, seguro, era ella y no sólo no estaba muerta sino que caminaba de un lado a otro. No pudo evitar que un grito ahogado escapase de su garganta. Varias cabezas se giraron hacia ella. Maica reaccionó y regresó a la cámara tratando de hacer el menor ruido posible.
Después de haber cerrado advirtió como las puertas de vaivén se volvían a abrir. Alguien la había seguido. Sujetó el asa de la puerta para impedir que tiraran y abriesen desde el otro lado. Tras varios minutos haciendo fuerza soltó. Nadie había intentado abrir. No la habían descubierto, pero ¿Cuánto tardarían en hacerlo?
Nuria. Restaurante la Cabaña de los Pastores
Aroa se despertó sobresaltada. Podía oír los latidos de su propio corazón. El pequeño Luís estaba en pie frente a ella tirando de su manga. Miró a un lado y a otro. La puerta exterior continuaba cerrada, respiró algo más tranquila. Seguía siendo de noche. La hoguera de la chimenea apenas desprendía luz, sólo quedaban brasas. El niño volvió a tirar de su manga. Estaba muy serio, con las piernas entrecruzadas.
—¿Ocurre algo Luís? —Su voz sonó muy adormilada, al final Sergio y ella se habían quedado dormidos.
—Tengo pipi.
—Claro —Aroa se incorporó y le tendió la mano al niño pero el pequeño las mantenía cruzadas en su regazo.
La monitora se fijó entonces en el chico, un charquito rodeaba sus pies.
—Te has hecho pis, no te preocupes, no pasa nada, vamos al aseo.
Al levantarse, Sergio se despertó. De inmediato se incorporó desorientado.
—¿Qué, qué ocurre?
—Nada, un pequeño percance doméstico —Aroa partió al baño con Luís de la mano.
Tras secar al pequeño y quitarle la ropa mojada lo volvió a tumbar junto al resto de niños, no tardó en quedarse dormido de nuevo. Sergio le alcanzó un botellín de agua.
—Estos niños van a necesitar asistencia sicológica toda su vida.
—Y nosotros no ¿Verdad? —Sergio sonrió.
—No tienes acento argentino, y no hablas ni te expresas como ellos, siempre quise preguntártelo.
Sergio echó un trago de la botella que acababa de dejar Aroa.
—A los pocos meses de nacer mis padres me enviaron con mis abuelos a Huesca. Soy más español que tú. En los últimos veintitrés años apenas he ido a Argentina media docena de veces.
Aroa sacó su móvil, lo volvió a guardar y le hizo un signo negativo con la cabeza al joven.
—Nada.
Sergio dejó la botella vacía sobre una mesa y echó un tronco al fuego.
—El último —Aroa asintió.
Se sentó junto a ella de nuevo con los brazos rodeando sus piernas flexionadas.
—En qué momento alguien decidió que debíamos hacernos responsables de cinco niños.
—¿Qué quieres decir?
—Si estuviésemos solos tendríamos más oportunidades, pero con ellos… —dejó la frase en suspenso.
—¿De qué hablas? Mientras permanezcamos aquí estaremos bien. Sólo hay que esperar. Ellos son ahora nuestra responsabilidad, nos guste o no.
—Sí, eso quería decir.
Sergio se tumbó y cerró los ojos, Aroa permaneció observándolo sin saber muy bien qué pensar. La dieron ideas de asomarse a ver si continuaban ahí pero no se atrevió. No quería volver a mirarlos su visión la paralizaba.
Ribes. Comisaría
El Jefe aún no había regresado. Puyol había decidido que debían turnarse. Se acostó en el sofá de la sala de reuniones y lo dejó a él al mando. En esa sala había una estufa de butano encendida, así que la temperatura allí era agradable. Nada que ver con el ambiente gélido en el resto de las dependencias de la Comisaría.
No obstante cada media hora Alba se deba una vuelta, así evitaba dormirse. Fuera continuaba nevando, aunque parecía caer con menos fuerza, también el aire había cesado casi por completo. Decidió dar una vuelta por el perímetro exterior de la Comisaría, la visita de ese tipo le seguía teniendo mosqueado. Salió cerrando a su paso con llave. Se subió el cuello del chaquetón y comenzó a andar sobre la acera nevada alumbrando al suelo con la linterna. En la calle no había un alma.
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En los aseos, Didier escuchó claramente como el poli joven hacía otra ronda, pero esta vez pareció salir. Puede que su oportunidad fuese esa. Había barajado la posibilidad de eliminar a los dos polis pero eso lo habría complicado todo aún más. Se deslizó fuera de los aseos. Apenas veía nada. Tenía que ir a la oficina donde mantuvo la charla con el cretino ese. Las llaves debían estar en el cajetín colgado en la pared. Cuando preguntó al poli por el helicóptero éste no pudo reprimir la reacción de mirar al lugar en el que se custodiaban las llaves, también las del helicóptero, seguro.
En el cajetín las llaves colgaban de sus respectivos enganches. Había muchas, algunas llevaban un rótulo de plástico que indicaba a qué correspondían, otras no. Ahí no había suficiente luz para buscar la que correspondía al helicóptero. Tras unos breves instantes de duda las fue descolgando todas. Las soltaba y las colocaba en la palma de la mano. Una de ellas resbaló y cayó al suelo. Soltó una maldición en francés y se agachó a recogerla, al hacerlo golpeó la mesa y varias llaves más cayeron también al suelo. Recogió todas las que encontró y descolgó las que quedaban. Las guardó en uno de sus bolsillos y metió con ellas su gorro de lana para evitar el tintineo al caminar. Regresó a los aseos y permaneció atento al regreso del poli. En cuanto escuchó ruido en la puerta de entrada abrió la ventana de los baños y saltó al exterior. Una vez fuera recuperó su gorro de lana y anduvo hasta el todoterreno. Después de arrancar tras varios intentos, se dirigió hasta la explanada vallada donde había descubierto la aeronave en su anterior inspección de la población.
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Alba regresó poco menos que temblando. El ambiente en el exterior era glacial. Venía de un pueblo costero, no estaba acostumbrado a semejante frío. Había dado una vuelta a todo el edificio y luego fue ampliando el radio de su ronda. No vio rastro del tipo negro de las rastas. Puede que estuviese excesivamente obsesionado con él, pero algo en su interior le decía que causaría problemas.
Despertó a Puyol y se dispuso a descansar un rato en el sofá antes de que escapase el calor procurado por el cuerpo de su compañero.
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Ramón acababa de ducharse. Tras pasar por el Hogar y por el polideportivo había decidido llegarse a casa. Así podría cambiarse y comprobar el estado de la carretera de primera mano.
Sin la quitanieves, el asfalto se encontraba repleto de nieve. Gracias a las ruedas de invierno y a la potente tracción del 4×4 logró avanzar hasta su domicilio. Queralbs era una población más pequeña que Ribes y también más tranquila. Al día siguiente, si todo seguía igual habría que establecer también un punto de reunión. Sacó un sobre de Almax. El bocadillo consumido en el Hogar le había provocado una fuerte quemazón en el estómago. Se preparó una bolsa con un par de mudas y ropa térmica. Se habría tumbado un rato pero la casa estaba tan fría que prefirió regresar de nuevo a la potente calefacción del vehículo. La nieve caía ahora muy suavemente y el viento había cesado por completo. Ya sólo quedaba pasar por casa de Ramos y Piqué. No había forma de comunicarse con ellos; tendría que sacarlos de la cama.
Nuria. Ermita de San Gil
Lucía se acababa de despertar. Un ruido sordo la había sobresaltado. Se frotó los ojos para intentar enfocar y aprovechar la pobre iluminación existente en el interior de la Ermita. Buscó a su lado. Ana no estaba. Los últimos acontecimientos se le presentaron de improviso. El vello se le volvió a erizar. Desechó esos pensamientos y se centró en los recuerdos más próximos. Tras lograr mantener una hoguera y recuperar su calor corporal permanecieron contando historias y haciendo planes hasta que el sueño debió vencerla a ambas, o al menos a ella.
Otro golpe la puso de nuevo en tensión. Se incorporó y avanzó hacia la fuente de sonido. Llegó hasta el añadido de la Ermita, la pequeña capilla construida para albergar la campana y la olla en honor a la Virgen.
Cuando se adentró en ella no pudo por menos que sonreír; Ana escalaba la pared de la chimenea.
—¿Qué haces ahí arriba? —la frase terminó con una leve carcajada.
Ana estuvo a punto de caer debido al susto que le produjo la presencia no detectada de Lucía que la miraba en el suelo divertida.
—Intento ver algo por esa claraboya de arriba. Me desperté y no podía permanecer quieta. Tal vez consiga ver si ha dejado de nevar o si esas cosas siguen fuera esperando.
Un nuevo escalofrío recorrió el cuerpo de Lucía al recordar a los dos seres que aguardaban pacientes al otro lado de la puerta.
Para apartar esos pensamientos metió la cabeza en el interior de la chimenea, sobre la olla en la que las mujeres rogaban las bendijesen con un niño.
Ana se apoyó sobre uno de los ladrillos de la chimenea para tratar de alcanzar el ventanuco.
—¡AH! —Lucía chilló— joder ¿Qué me has tirado Ana?
—Calla, ya casi estoy —se aupó como pudo para asomarse a la ventana redondeada pero, aunque hubiese habido luz suficiente en el exterior, la nieve acumulada en el cristal le habría impedido ver nada. Se soltó y cayó ágilmente en pie frente a Lucía.
—Fíjate, es un oso, un osito de peluche.
—¿De dónde lo has sacado? —Ana frotaba sus manos para desentumecer los dedos.
—Ha caído del interior de la chimenea al pisar tú arriba. Lo que no entiendo es que hacía ahí escondido. En su interior hay algo, suena, escucha —Lucía lo agitó y las dos pudieron escuchar ese sonido.
—Nos lo habrá mandado la Virgen —rió Ana— ábrelo a ver que hay dentro.
La cremallera tenía roto el tirador, así que Lucía fue separando las dos hileras dentadas.
—¿Qué es eso?
—No lo sé —Lucía se dirigió a la pila bautismal para aprovechar la luz que despedían las llamas apretando el osito para que nada de su interior cayese al suelo.
Cuando llegaron al fuego y volvieron a comprobar el interior de la bolsa ambas se quedaron sin palabras. Lucía vació en el suelo el contenido del peluche.
—¿Crees que son…
—Sí, creo que sí —Lucía la interrumpió.
Nuria. Santuario
A su regreso a la Biblioteca, Alain y Dominique fueron inspeccionados por el hermano Arnau por orden del Abad. Era algo que no tenía mucho sentido vista la rapidez con que se extendía la infección una vez que un individuo se contagiaba, pero Arnau prefirió no discutir evitando así ponerse más en evidencia.
—¿Habéis visto algún otro ser como esos? —El Abad indicó con la cabeza la puerta cerrada del archivo.
—No, no hay nadie más —Alain se adelantó a Dominique quien confirmó con un movimiento de cabeza— hemos comprobado todas las puertas, todos los accesos están cerrados.
—¿Dónde están Donato y los otros? —Interrogó Dominique.
—Los hemos encerrado en el archivo, permanecerán ahí hasta que las autoridades sanitarias nos indiquen qué hacer con ellos —“hemos”, Alain dudó muy mucho que el Abad se hubiese acercado a un metro de los monjes infectados.
Aún después de que los dos monjes volviesen a asegurar que ningún otro infectado había logrado entrar en el Santuario, ni uno sólo de los monjes se atrevió a ausentarse hasta su habitación. El Abad los convocó en el Refectorio, una taza de café caliente les ayudaría a recobrar algo de la normalidad perdida. Más tarde podrían ir a la Capilla a rezar unas oraciones por esos desgraciados.
Nuria. Refugio
Alizée asomó la cabeza por una de las ventanas apartando la cortina. Fuera nevaba pero parecía hacerlo con menos fuerza. La nieve había cuajado en los cristales, los marcos estaban cubiertos. Vio a uno de los zombis acercarse y en cuanto comenzó a golpear los cristales y a gruñir la mujer devolvió a su posición la cortina.
Tras el pequeño amago de insurrección y los alaridos posteriores procedentes de alguna habitación, los huéspedes estaban más dóciles. La leche caliente también había contribuido a calmar la ansiedad que todos mostraban.
Con mesas volcadas improvisaron unas letrinas para que la gente pudiese hacer sus necesidades. El olor por esa zona era de lo más desagradable.
La mujer observó de lejos el sofá donde descansaba Bastian con la pequeña abrazada a su cuello. No le gustaba el cariz que estaban tomando los acontecimientos. Con Essien muerto y Didier desaparecido lo único que faltaba era el extraño comportamiento de Bastian. Esa niña parecía debilitarlo, confundirlo. Era algo que no entendía. A Bastian no le gustaban nada los críos, en todo el tiempo que lo conocía no recordaba haberlo visto de la mano de ninguno. Sin embargo, esa niña parecía tenerlo hechizado.
Luego estaba la otra mujer, Gwen. Tenía que reconocer que era bonita. Se le notaba a la legua que se sentía atraída por Bastian. No se separaba de él, como la cría. Sin embargo, no temía tener que vérselas con ella, lo de la niña era otra cosa.
El joven al que había golpeado Bastian no le quitaba ojo. Podía leer, sin temor a equivocarse, su mente. Se había sentido humillado delante de todo el mundo y por si fuera poco, Bastian había terminado con la vida de su hermana. El grupo con el que se había relacionado más había tratado de restarle importancia al asunto, pero ella sabía que no lo dejaría pasar, deberían estar muy atentos a su comportamiento.
El Director continuaba suponiendo un problema, pero al menos hacía rato que no se había acercado a ella, aunque no dejaba de estar pendiente de sus movimientos.
Ernest, el vigilante del Hotel se aproximó, traía una taza de algo humeante.
—¿Te apetece un café?
A Alizée no le gustaba el café, no lo soportaba, sin embargo, lo aceptó con una sonrisa. Ese hombre sí era manipulable y podría serle de ayuda.
—Gracias, me vendrá bien.
—Creo que te llamas Alizée, bonito nombre ¿De dónde es?
La mujer lo observó y después de un instante en el que Ernest no supo a dónde mirar contestó.
—De Francia, es francés.
—En una ocasión…
—Ernest, te llamabas así ¿Verdad? —No lo dejó responder— será mejor que sigamos controlando los accesos, no queremos sorpresas —volvía a sonreír con la taza en la mano sin haberla probado aún.
—Claro, claro, sí, yo voy, voy a ver si Julián necesita ayuda en la cocina.
Cuando el vigilante se alejó vació el contenido de la taza en una de las macetas y la depositó sobre una mesa.
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